Mi prima me odia: 04
Capítulo IV
Otro coche, siete días después, llamado del punto de la calle de Serrano, conducía feliz a Aurelio, y esta vez con su baúl y su maleta, desde su casa a la estación del Norte. Feliz, porque dejaba menos mal a sus padres, del reúma; porque iba a ver el mar y a su Mariúca..., y porque había visto desvanecidas, por la prueba de los hechos, sus sospechas de catástrofe.
La dama odiosa podría ser santanderina y estar ahora en Santander; mas no era la prima, ni tenía nada que ver de lejos ni de cerca con su novia. Matemáticamente lo infería de las tres cartas que habíanse cruzado en estos días Mariúca y él: de haber sido sus parientes, ella le hubiese notificado la llegada- luego no lo eran. De haber sido su prima, ella, sobre todo, le habría ya dicho cuatro frescas; porque nada habría tan natural como que ella le hubiese hablado «del novio», a la prima, que le hubiese enseñado su retrato, y que la prima se hubiese desbocado al conocerlo.
Dichoso el viaje. Durmió Aurelio como un santo, reclinado en su sillón, y despertó con el día. Desde Reinosa le cautivó la Montaña con paisajes admirables.
Ya en Santander, se instaló en una fonda de la calle Blancas.
En las cartas, habían quedado en ello: él podría ir a casa de Mariúca- a las doce. Eran las once, cuando salió, e hizo tiempo mirando los barcos por los muelles. Compraban sardinas, las revendedoras, en el de Velarde. El cuadro no podía ser más movido y pintoresco. Oyéndolas aquellos diminutivos de «ventanuca», «chiquilluca», típicamente montañeses, halló más bellamente impregnado el de su Mariúca en perfume popular.
Doce menos diez. La novia vivía en la Plaza de Pombo. Fue. Se auxiliaba con un plano. Había pasado antes, comprobando que el del número 15 era un edificio respetable. Por todo el bajo, con gran aspecto de almacenes y oficinas, se tendía la muestra: «COMPAÑÍA GENERAL DE MADERAS DE HOLANDA». Subió. Escalera de mármol. En el principal una puerta bruñida y suntuosa, como la de un templo. Le abrió una doncellita y le pasó a un salón. Todo rico -si no precisamente regio.- Se movió una colgadura, y apareció Mariúca. Bella, dulce. Diéronse las manos con honradísima efusión. Él besó la mano de ella, con francesa cortesía.
-¡Oh, Mariúca!
-¡Aurelio!
-Llego un poco antes. ¡Seis minutos!
-Iba a ponerme al balcón, para esperarte. Me alegro...
Se interrumpió, ella, porque llegaba su madre. Con la madre venía otra dama... ¡Horror! ¡La dama y Aurelio «se quedaron de una pieza!» ¡La del tranvía! ¡Concha Blanco! «¡Era la prima!» Saludos. Presentaciones. La dama, la odiosa, la odiada..., le entregó la mano fría y suelta, con un gesto de marcada repugnancia.
Su asombro había sido enorme; pero, mujer, sin duda, que supiese dominarse ante las gentes, supo concentrarlo únicamente en la mirada, para él...
Por suerte, el aturdimiento de Aurelio, del que pronto pudo recobrarse, debió de ser achacado por Mariúca y por la madre de Mariúca a la natural impresión ante la novia.
Hablaron de París, memorando sus recuerdos. Gracias a este egoísmo emotivo de los tres, la... otra, Concha Blanco, pudo mantenerse en una grave actitud, sin apenas intervenir en la charla más que con monosílabos. Por nada del mundo la miraba Aurelio. Llegaron después el padre de Mariúca, que le acogió cariñosísimo, y el rozagante marido de Concha, muy cortés. Concha continuaba seria y muda. Si no le mostraba al novio de su prima ninguna afabilidad, tampoco le hacía objeto -como en los encuentros de Madrid- del más leve menosprecio. Esto tranquilizaba al doctor. Ella sabía ser prudente y reservada, en este ambiente de familia. Por tal carácter suyo, o porque en razón a la diferencia de edades (seis o siete años) no tuviesen las primas mucha intimidad, era indudable que «Mariúca no habíala enseñado el retrato». La sorpresa de este encuentro, pues, había sido más grande que para él (al fin alarmado durante algún tiempo con sospechas), para ella..., para la que al verle en la estación, aquella tarde, lo que menos hubiera podido pensar era que él vendría siete días después a su casa.- Porque, temporalmente, ésta era la casa de Concha Blanco. Aquí vivía, para todos los meses del verano, con su marido, con sus hijas. De modo que, no sólo parientes, sino parientes, además, que estimábánse de veras y se trataban con grande confianza. Aurelio, a la media hora, puso fin a la visita.
Por la tarde volvió -según dejó convenido con la dulce Mariúca en el pasillo. Fueron al Sardinero, en el tranvía. Las amas y los niños de Concha se quedaron jugando por la playa. Concha, la madre de Mariúca, y Mariúca y él, entraron al concierto del Casino. Luego pasearon un rato, y sentáronse otro poco a tomar sorbete entre los pinos. Concha, que procuraba retrasarse con su tía, dejándole a él con Mariúca, le mostraba, cuando no tenía otro remedio que cruzarle la palabra, una despegada indiferencia «chocante»..., chocante quizá para las otras -como a un hombre a quien se ha conocido por primera vez y que resulta antipático.
Así, mal que bien, quedó establecida la vida entre esta familia y el novio. Aurelio hizo una observación que le obligaba a una rectificación: vista de cerca, Concha, la divina, sin los velos de luz artificial o los velos del sombrero, como allá en las calles y en las noches de Madrid..., no resultaba tan divina. Una cara preciosa, sí, excepcional, desde luego..., pero con un no se supiera qué de leves arideces en los labios y en los ojos, que destruían un tanto aquella impresión de soberana frescura en su belleza. Lo cual quería decir que tendría sus treinta años. Lo cual, confesándolo con desinterés, sin embargo, no quería decir que, físicamente, no valiese treinta veces más que Mariúca. Mariúca, linda, vistosa, gentil..., era un poco demasiado delgada.
Y por su parte, Mariúca, hacía otra observación: su prima teníale una aversión incorregible y manifiesta a Aurelio. Notaba que él no se cuidaba de Concha para nada, en no siendo para extremar con ella fríamente las indispensables cortesías. En cambio, no se le podía ocultar que ella le aceptaba todo con despego, que le miraba a veces fija, fija (cuando no podía verlo él), con un odio crudo, sombrío; y que en las ya distintas ocasiones que ella misma le preguntó a Concha su opinión acerca de Aurelio, respondíala vaguedades, cambiaba la conversación y no acababa de dársela.- Esto iba intrigando a Mariúca.
Una mañana fue al cuarto de la prima. Concha, recién acabada de levantarse, se peinaba, al tocador. Mariúca tenía por Concha esa veneración que impone, en odio o en amor, todo prodigio de belleza. En amor -ella, en profundísimo culto de amistad... que la bella prima le pagaba con la condescendiente gratitud, un poco reservada y orgullosa, de todos los ídolos a todos los idólatras. Concha estaba leve de ropas, con los hombros y el escote al aire. El espejo «inglés» la reflejaba entre magnolias.
-¡Qué guapa eres! -le dijo Mariúca por saludo, dándole un beso.
Y se sentó en un mueblecillo de al lado.
-Díme -la interrogó en seguida, pues no venía más que a esto; ¿qué te parece mi novio?... No sé, no sé... ¡me atrevería a jurar que te disgusta! ¿Por qué?
-¿Que me disgusta?
-Sí, Concha; y más: que te molesta, que te fastidia... ¡no lo niegues!
-Y, ¿por qué?
--Porque sí, prima. Se te nota, créelo. Es de esas cosas indudables.
-¿Te lo ha dicho..., lo ha notado él, quizás?
-No. Él no me ha hablado de ti ni una palabra.
-¿Ni una palabra?... ¡Oh!
-¿Te... choca?
-Sí, mujer... Al fin sería lo natural..., si no fuese, precisamente, porque es lo «natural» todo lo contrario.
-No te entiendo.
-Nada... que, parece lógico que cuando se conoce a una persona, se exprese acerca de ella la impresión, de un modo breve, siquiera.
-Pues, la verdad, nada me ha dicho de ti.
El gesto de la bella marcó una displicencia. Quedó inactiva, con el brazo tendido sobre el jaspe. Contemplando en el cristal el poder de sus hechizos, que eran completamente ineficaces para aquel hombre, sintió más vivo que nunca el rabioso orgullo del desdén que la inspiraba. Desde su propia imagen, pasó con rapidez la mirada sobre la blonda Mariúca (ya de punta en blanco para el matinal paseo del Sardinero), y se tuvo que sonreír satánica y rebelde: -«no comprendía que el hombre aquel, leyendo el Heraldo aquella noche, hubiérase desentendido tan fácilmente de la admiración a ella... porque llevara quizás, en el corazón y en el pensamiento, la memoria de esta insignificantísima muchacha; no comprendía..., comprendía mucho menos aún, que este Aurelio, al fin aquí tan cerca de ella y de su trato pareciese de ella más desentendido y libre por... porque amase a esta insignificancia de mujer!... ¡Sí, «insignificancia», no encontraba otra palabra!... Mariúca no era ni fea ni guapa...; era una mimosuela «linda», gracias a las cintas y a los trajes, de las que se encuentran a docenas en cualquier calle de Madrid.
-Tu novio -dijo- debe de ser un hombre seco, orgulloso, presumido, de los que piensan que todo lo merecen porque sí.
-¡Oh, no lo creas! -protestó Mariúca ingenuamente.
-¡Apostaría a que se imagina estar haciéndote un favor con ser tu novio! ¡No es cariñoso! ¡No tiene alma ni ternura!
-¿Oh, que no? Espérate... ¡verás!
Partió Mariúca. ¿A dónde iba?
Al muy poco volvió con cartas de Aurelio.
Se las leyó a la prima Concha. Eran expresivas, dulces, de una rendida y poética pasión que se envolvía en bizarros giros absolutamente personales...
Oyéndolas, la muy bella, en su más secreta e íntima conciencia veíase forzada a conceder que nunca le había inspirado frases tan sentidas, tan hermosas, a ninguno de sus amantes. ¿Qué clase de hombre, pues, era este Aurelio?...
-¡Sí, sí, basta!... -cortó cuando ya no pudo sufrir más.- De todos modos, no sé... ¡es antipático!
-¡Mujer!
-Para mí, si no hubiese otro hombre que él sobre la tierra, hubiese preferido no casarme. ¡Te lo juro!
-¡Qué tonta!... ¡Verás de que le vayas tratando!... ¡Es... que no le conoces!
-¿Que no?... ¡Acaso más de lo que crees!
Definitivo, el acento. Aplastador.
Hubo un silencio, y Mariúca se quedó mirando a la hermosa prima con inquietud y extrañeza.
-¿Le... conocías? -preguntó. -¿Le conoces tal vez... de Madrid?
Concha abatió casi en piedad el orgullo triunfal de su mirada.
-Ya ves -dijo maligna en su reserva; -él... nunca te ha hablado de mí... «¡ni una letra!»... ¿por doblez?, ¿por falsedad?... Porque, hija, no se explica; él y yo... ¡No, no te alarmes, prima! ¡Nada, en realidad!... Quiero decirte, sólo, que es muy raro que en Santander no me conozca...;en Madrid, sí... somos vecinos... como tú sabes también, sabiendo que él vive en mi calle...
-¿En la calle de Padilla? ¡No lo sabía!... Le dirijo las cartas a San Carlos...
-¡Ah! -hizo Concha Blanco, como en una revelación de «las tretas de Aurelio». Y añadió: Pues bien, al verle aquí..., al reconocerle, te confesaré que también me había extrañado un poco que en las cartas donde me hablabas «del novio» no me dijeses, además, que fuese mi vecino; ahora me explico tu silencio en ese punto..., ¡ignorabas que vive él en la calle de Padilla!... ¿Por qué te lo ocultó?
-¡Bah, eso, Concha -defendió Mariúca-, lo haría sin intención, sin advertirlo! Como yo le he escrito siempre a San Carlos, no tenía importancia que se le pasara decirme dónde vive. ¡No, no tenía importancia! -insistió con candidez. Pero, volviendo a sus alarmas ante la sonrisa de la prima, deslizó: -¡Es decir, no tenía importancia, no la tiene... si tú...
-«Si él»... ¡más bien!... -torció Concha- Si él... no se la quitaba, por cálculo, mujer, al ocultarte que era mi vecino de dos casas más arriba. ¡Figúrate, enfrente su balcón de mis balcones, desde más de medio año!
-¿Y cómo iba a escribírmelo? ¿Cómo iba a saber que eras tú mi prima?
-Eso es lo que falta averiguar, si lo sabía o no, en Madrid mismo. De cualquier modo, resulta indudable, niña, que al verme ahora, aquí, como tu prima..., también «se ha olvidado» de aquella vecindad, y ¡sigue ocultándotela!
-¿Por qué?
-¡Pregúntaselo a él!
-No, a ti. ¿Por qué?... ¡dímelo, Concha!
La inculpación, esta vez, era precisa, grave, ciertamente -y grande el sobresalto de Mariúca: «un novio que había reconocido de pronto, en una bellísima prima de su novia, a una antigua vecina de Madrid, y que se callaba como un muerto, ¿por qué?»
Prudente Concha por sí misma, y compasiva con Mariúca, pero pérfidamente implacable para Aurelio, se esquivó de esta manera:
-La causa, prima, si en realidad existe alguna que a él le convenga esconder, él tan sólo puede revelarla. Yo sabría decirte, únicamente, que no creería muy tranquilo de conciencia a un hombre que en la prima de su novia, como tal tenida desde luego, o como tal conocida de improviso, se empeña en no reconocer a una antigua vecina madrileña. ¿Qué hacerle? ¡a los «novios ausentes» les resultan siempre mal las posibles vigilancias, y más si descubren tarde que pudo alguien vigilarlos sin querer! Nada sé, en rigor, de tu novio, para habérseme vuelto antipático, sino esto: «que en Santander le contraría, y se lo calla, haberme conocido, el haber sido mi vecino de Madrid».
Llegaba el ama, con la nena pequeñita, a vestirla -y cortaron su diálogo las primas.
Mariúca, un rato después, en la playa, trataba de fijar con preocupación grandísima las responsabilidades de Aurelio. Con respecto a Concha, no dudaba: habíala dicho esto, cediendo a sus deseos, por cariño y por lealtad. Y fijando para el novio el problema, repetía la frase misma de Concha: «No se juzgaría muy tranquilo de conciencia un hombre que en la prima de su novia quiere olvidar a su vecina de Madrid».
Aurelio se les reunió. Mariúca, al verle, tuvo el dolor de la inminente explicación, de la presunta traición del hombre amado. Concha, procurando retardarse con su tía, los dejó ir de modo que se pudieran hablar sin estorbos.
Daría Concha cualquier cosa porque no entrase «este señor» en su familia. Daría... (puesto que él tanto parecía adorar a esta Mariúca por quien aquí las rabias del altivo volvíanse indiferencia... hasta despojándose de los desplantes de Madrid)..., daría... ¡oh, no podía saber lo que daría por conseguir, ni sabía cómo tampoco, que él se le iniciase rendido de algún modo, para que ella... pudiese despreciarle!
Fue toda una mañana de atención y de tortura hacia los novios. Contrariadísima, advertía que la pálida seriedad de los dos, por un momento, había pasado a una jovialidad absoluta, mayor que nunca, inconcebible.
A las once, ya de vuelta por la Magdalena, Concha creyó advertir que Aurelio se le despedía con una más segura indiferencia de la mano y con una sonrisilla de victoria. Así que tuvo ocasión, en casa, llevóse aparte a Mariúca.
-¿Qué le has dicho?
-Nada, eso. Que es extraño que se te dé por desconocido en Santander, siendo vecino.
-¿Y qué te ha dicho?
-¡Que..., nada, que... no te conocía..., que no se había fijado nunca en ti!
La indudable ingenuidad de la chiquilla, hizo que a Concha se le destacase más la orgullosa perfidia del perverso. Quedóse rígida, fría; tan lívida de ira, de soberbia, que la dulce Mariúca le dijo por consuelo, sin saber que así aumentábala el dolor:
-¡No, mujer! ¡No pienses que me engaña!... Aun siendo vecinos, nunca te había visto..., o no se habría fijado en ti. ¿Tiene eso algo de particular en Madrid, donde a veces se vive años en un piso sin conocer a los de al lado?... Además, él me lo ha dicho: paraba poco en casa, y no solía asomarse a los balcones. ¡Ya ves tú!
Concha mordió su rencor de llama por no contarle a la pobre candorosa aquella historia de Madrid..., que era al fin un desastre para ella.
Barrera de orgullo, dejábale cortada y definida su conducta para siempre: no preocuparse más de esta boda ni de Aurelio. ¡En absoluto! ¡Todo lo demás sería lanzarse hacia una loca lucha en que, puestas así las cosas, ella sería siempre la vencida!
Pero tuvo un leve alivio por la tarde: en el Sardinero, con su marido justamente, vio que se les acercaba Paco Almagro..., su amante... de esta temporada..., diputado también, por lujo; puesto que en rigor era un sportsman con más rumbos que dinero, y que lucíase en Madrid con su jaquita de «polo» y con su buggy de un caballo.
Desde este día, Almagro, presentado también a Aurelio, fue de la tertulia que en la playa formaban por mañana y tarde ambas familias.