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Miasmas del oro

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

MIASMAS DEL ORO

En ataúd de ébano estaban sepultadas las Minas esa noche.

La nieve de la frontera chilena brillaba por instantes, con relampagueos de bayoneta.

La atmósfera, rota en las cumbres por el trueno, descendía resonante hacia el camino, como si el peso de la sombra compacta le hubiese desencajado los remaches de sus capas eléctricas.

Debió ser obra de la emoción trágica del oro: pero yo llegué casi á sentirme en el fondo lúgubre del pozo de Poe, esperando que la guadaña de plata siguiera descendiendo á degollarme.

Miraba la densa obscuridad de hollín en torno; y el disco empañado de la luna se me impuso como la claraboya única de ese enorme calabozo.

Por momentos temblaba en la tiniebla una fulguración azul violácea, algo como el aletazo ígneo de un murciélago de azufre.

Al favor de ese vuelo funerario, los ventisqueros de la frontera albeaban sus cúpulas marmoreas de sepulcros seculares.

De que el desfiladero era abrupto, tenía la mayor prueba: cuando un valiente tiembla, la situación es grave: Y Chacay llegaba por momentos á temblar bajo la silla.

Resbalaba á menudo sobre el escorial metálico, y entonces sus herraduras hacían saltar en trizas aderezos de Mefisto y ramilletes ígneos de miosotis; ó espantaban abejas de oro y sangre que iban á apagar sus alas de fuego fátuo en el abismo.

De la rugosa Cordillera del Viento, desaforado fuelle de estas forjas neuquenianas, llegaban resoplidos de cansancio.

Otras veces gemían suspiros de órgano, que al propagarse en las grietas de la basílica salvaje, hacían oir á la quebradita Milla.

Michicó rezando entre la hondura su rosario, en sonoras cuentas de oro.

Al fulgor de los relámpagos veloces, las figuras casi humanas del escorial petrificado en detorsión aciaga, surgían en la sombra como una aparición de mohanes en plegaria ante la noche.

La respiración del viento era difícil. Al desgarrarse sus flancos en los bordes filosos de las rocas, gemía anhélitos estentóreos, como de pulmón roto.

Al vencer un repecho el cuadro fué distinto.

Las fogatas de los mineros pestañeaban en las profundidades como zarzas de Oreb.

Dentro de un rancho agazapado bajo la ceja de una roca, danzaban los reflejos de la lámpara, al compás del monótono bordoneo de una guitarra. Diríase que del cáliz de esa trémula rosa de oro y fuego, volaban hacia afuera, ebrios y enronquecidos en la orgía, los abejorros de la crápula.

En el patio de la venta pateaban sobre la nieve, ó cabeceaban de sueño los mancarrones de los mineros.

Mi buen Chacay tuvo la impertinencia de despertarlos con un relincho autoritario, mezcla de saludo y de reproche.

Ellos levantaron un instante su mirada somnolienta, contestaron entre dientes con un amago de relincho, y cambiaron de pata para seguir durmiendo.

Bajo el alero roncaba con furor un tenderete de ebrios.

Si al aliento que se escapaba de esas carnes febriles se hubiese arrimado un fósforo, se habría incendiado el rancho con la llamarada alcohólica.

Al traspasar el umbral del ventorrillo senti golpeado el rostro por un soplo cálido de vicio.

En un extremo del galpón veíase al favor de una candileja la figura patibularia del bolichero. Entre el estante donde fulguraban ira los licores, y el mostrador donde el vino derramado por los beodos caía en gotas siniestras, maniobraba diligente ese alquimista de la ponzoña mental.

Al otro lado, frente á frente de ese altar diabólico y chispeante, las lenguas de oro de un fogón campestre pugnaban por lamerse la techumbre pajiza.

Entre los espectadores ebrios que ocupaban las tarimas laterales, dos chilenas zangarreaban en las guitarras una zamacueca desgreñada y disonante.

Las otras, como sombras del pecado, reclinadas sobre el muro tosco de una cárcel, apoyaban sus frentes vinolentas sobre el pecho de los mineros taciturnos.

Todas acompasaban el bordoneo de las guitarras con un palmotear lánguido y triste, como aplauso de moribundos á quien sabe qué regocijo funeral.

Y á ese como azote de cuerdas viperinas sobre carnes flacias, se unía una cantinela lacerante de placer atormentado, gemida con voz chillona y trėmula de aullante frenesí, con un falsete de emoción lejana y pungitiva.

En el centro, entre una polvareda dorada por las fulguraciones del fogón, danzaba una pareja de chilenos.

La cabellera retinta y destrenzada de la moza, aleteaba como un cuerpo arremolinado entre una rojiza nube de ciclón.

Su cadera felina trazaba en el aire líneas de ijar convulso, signos de magia negra, curvaturas de redoma fulminante.

El jayán minero le seguía sus giros de dínamo, con pasos cortos y oblicuos de jaguar en celo. Sus ojos, esmerilados por el amor y el vino, relampagueaban en la sombra con un chispear de yunque. Enarcado hacia arriba para saludar á la pareja con su pañuelo rojo, rojo como una llamarada de lujuria, su brazo de púgil simulaba el arco imperativo de una flecha.

Ella también agitaba en el aire su pañuelo blanco, listo para enjugar las lágrimas de sus amores tempestuosos.

A veces los espectadores aceleraban el palmoteo; y ese como rumor de aplausos sobre carnes desnudas, triunfaba sobre el plañir de las canciones y la convulsión de las guitarras. Era que los danzantes llegaban al furor del vértigo.

De repente se oía un zapatazo seco, dado con pierna firme; y la moza, con un pie hacia adelante, quedaba inmóvil, en actitud de estatua, mirando á su compañero con mirada profunda, retándolo al incendio con la redondez explosiva de sus senos salientes.

Entonces, todos se precipitaban hacia el mostrador.

Allí los esperaba el ventero, con su balancita para pesar el oro.

Agrupados en torno á la bujía, los mineros obsequiaban á las mozas con vino.

Uno á uno se iban acercando. Las cantoras pedían en verso su salario de alcohol.

Cada litro de vino correspondía á un gramo de oro en polvo, que los mineros sacaban con el pulgar y el índice, de una bolsita de pergamino que guardan en lo más profundo de sus harapos.

Allí tuve ocasión de observar una de las más misteriosas transmutaciones del oro.

Ese polvillo mágico, horas antes tan obscuro entre las rocas, tornábase en desastroso motor de los espíritus, tan pronto como brillaba un instante sobre el platillo de la justicia humana.

Allí era donde se convertía en pólen de una floración punzante y trágica.

De ahí pasaba al corazón de los mineros, florecido en rosas de pasión sangrienta.

El vino en los cristales,, el beso entre los labios, y la salud en las mejillas, todo parecía agitado por los hervores de la disolución.

Debajo de esas cejas avezadas á la obscuridad del subterráneo, los celos chispeaban como puntas de acero.

Bajo esas gorras sombrías, los pensamientos enlutados volaban como índios lanza en ristre.

Entretanto, la balanza del ventero, así..así como las demás balanzas de los hombres, robaba oro á socapa.

Mas, como la hora no era adecuada para resolver esos problemas de mecánica moral, yo ganė el patio en busca de mi caballo.

La brisa de nieve llegó á mis pulmones perfumada con esencia de nardos.

Los borrachos aun roncaban afuera, bajo un sudario de escarcha.

El cielo cernía en sus gasas matinales un leve polvillo de sacarina ideal.

Sobre el anca lucia de Chacay, el hielo había deshojado caprichosos jazmines.

Su crin estaba ornada con un fleco de plata.

En los confines donde amanecía, allá sobre los ventisqueros, las vacas bermejas de la Aurora se desperezaban en prado de azucenas y emprendían solemnemente su ascensión hacia el cenit.

No sé si era el río Neuquén; pero me pareció que de ellas, de sus hocicos de oro rutilante, se escapaban inciensos y bramidos...