El Pactolo argentino
EL PACTOLO ARGENTINO
La quebradita Milla Michicó tiene sobrados títulos á la publicidad.
Si á la de Sajonia y otras enamoradas de imperial linaje se aplauden sus desvíos, ¿por qué motejar á esta princesa neuqueniana la gentil fuga de su palacio?
¿Que no nació para la inmovilidad hierática del siderismo? Que vivir estérilmente entre jazmines y alabastros no alcanza á llenar los anhelos de una virgen, máxime si en el lirio de sus carnes arde el botón de fuego de su raza volcánica?
¿Que es vida insoportable esa de estarse años y años mirando la estólida sonrisa de las estrellas y recibiendo del hielo la carantoña frígida y babosa?
¿Que en los tiempos que corren, siendo ella blanca y bella, su infecundidad sería un delito?
¡Naturalmente!
Y entonces; si su seductor era algo más que violinista ó pedagogo; si era el más ágil y prepotente de los príncipes indios; si era el armonioso Neuquén; ¿por qué no desgarrar el cendal de azahares que la cubría en la Cordillera del Viento, y arrojarse desnuda á la hondonada, allá donde el Neuquén le abría los brazos retorciendo sus deseos en lecho de hulla y ónix, bajo el cortinaje de moaré tejido por la luz con fibras de oro?
Sin contar las soñadoras medioevales que se fugaban de sus torres por escala de seda, allá más lejos, no había inmortalizado su amor una tal Safo tirándose al Tirreno?
¿Por qué ella no bajar de sus torreones de cristal, en pos de la eterna trova que el Neuquén le cantaba con arpas de oro y mármol?
¡Que vergüenza si los conquistadores argentinos la hubiesen sorprendido en el estéril monjio de su montaña!
Hoy no la conocerían siquiera: no la llamarían ¡rica!; no le rendirían culto de Pitonisa, no pasarían ante ella largas horas de embeleso; sondando en la profundidad de sus pupilas el rutilante horóscopo del bien.
Todas esas pirámides de oro, que en gradería de catafalco se interponen entre la Cordillera del Viento y las colinas auríferas de este territorio; todo ese Panteón de soles prehistóricos, como mansión de ruina y muerte hubieran continuado por siglos, si el gorjeo mágico de la quebradita no los hubiese resucitado á la vida de los hombres.
Ella, en su descenso solemne de Sibila, cuando golpea en las rocas con su coturno de cristal, hace que, bajo las criptas del gran templo, vibre y repercuta el himno pagano de la religión moderna.
Si á modo de sacerdotisa druídica se detiene á orar en esas tumbas, las momias de los magnates primitivos se estremecen, deshaciendo su esqueleto en polvo de oro fino y "usical.
Bajo nubecillas de inciensos vespertinos, ella boga en su esquife de hechicera, arrancando de su trono al Rey Rubio, como Cleoatra al opulento emperador romano.
¿Qué diré de la emoción que produce cuando uno se baja del caballo para mirarla de cerca?
Recordáis esa venia instintiva que se hace en un salón para abrir paso á una joven deslumbrante?
¿Recordáis esa inquietud de ensanche, esa ansia de disgregación suprema que distiende el espíritu cuando el aroma de una cabellera destrenzada penetra en vuestra sangre y arde en rosas de anhelo?
Recordáis ese temblor cerebral que produce el crujido de un traje de seda estrujado en la caricia?
Algo así como esos goces evoca esa quebradita.
Aleteos de felicidades por venir son los ruidos de sus aguas al golpear sobre los cuarzos de oro.
Cuando lame los bordes de la escarpadura, los terroncillos despiertan de su sueño prehistórico, se separan del filón aurífero y huyen impulsados por el roce lustral.
Allí principia la circulación del oro.
Sus partículas se desprenden del lodo, para hundirse en el lecho ferruginoso del cauce.
Y allá, incrustadas en diminutas cordilleras de limo, las sorprende el minero.
Desde entonces son ya moléculas de convencional felicidad humana, sin que por eso dejen de seguir más tarde arrastrándose entre el lodo y el hierro, entre la mano y el cerrojo, entre la sangre y el puñal.
Pero esta recriminación no viene al caso.
De esos manejos proditorios de los hombres la quebradita es inocente.
Dios sabe que, si ella presintiese las violencias del cuño sobre el oro en la casa de moneda, jamás lo despertaría del sueño funeral.
Ella extiende por aquellas soledades la blancura de su cuerpo, con ansia de vida libre y melodiosa.
Congelada habría permanecido por siglos en su torreón de nieve, si hasta el desierto neuqueniano hubiesen alcanzado las detonaciones y lamentos del Transvaal.
Soñó en el oro con ilusiones de vida y de belleza.
Creyendo filtrarse en el misterio de la sen sibilidad humana, pensó que los brazos del Neuquén la conducirían del idilio dorado del trigal en la llanura al idilio rojo de la sangre en las arterias.
Por eso pidió al oro el secreto de sus hechizos, y el único ritmo seductivo del epitalamio moderno.
Por eso se precipitó al Neuquén toda desnuda, dejando entre las breñas deshojados sus azahares, y rotos los encajes importunos de su pierna blanca.
Realizará su ensueño de fecundidad plena y feliz?
Cuando, por virtud de su oro, se haya transmutado en sangre humana será dichosa ó desgraciada?
¡Quién sabe!
Si en el fondo de un corazón burgués la quemase el ardor de la avaricia, de seguro que sentiría la nostalgia de su cumbre gélida.
Y si le toca em purpurar el beso de un labio mentiroso, icon qué angustia no habrá de recordar las transparencias de su infancia!
Quizá le quepa en suerte ir de Buenos Aires á la City para pagar las deudas de la patria.
Y entonces?
¡Qué hará cuando en su carne de doncella americana, se hunda el perfil de acero de un monarca europeo?
Y si algún Cecil Rhodes le averigua su estirpe, ¿cómo evitar que en sus nativos valles neuquenianos se reproduzcan algún día las tragedias africanas ó los sainetes calibanescos de independencia panameña?
Y si, ultrajada por el orfebre, llega á brillar en las orgías, reclinada sobre senos de cold—cream, ó á morder la amargura de una cabellera química, ¿con qué pena no recordará la sinfonía de estos desiertos, donde los ritmos de la sangre pura no han sido aún acidulados por el acqua toffana?