Mil novecientos treinta y nueve: Capítulo A

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<< Autor: Rubén Hernández Herrera
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Capítulo A

San Just Desvern era un pueblo pequeño al norte de España, cerca de Barcelona. La plaza de la Creu bordeada por la parroquia, el mercado y las masías, granjas enclavadas en las montañas, que le daban vida al pueblo. Calle arriba se distinguía la Can Bassols, masía del notario, con despacho en la planta baja y tres hermosos balcones con herrería churrigueresca, con macetas que dejaban caer las begonias adornando la fachada. El notario Bassols, todavía de luto por la muerte de su hijo, tenía visita: su joven nuera, recién viuda. La acompañaba la madre y su pequeña hermana, Lucha. Salió el notario a recibirlas al patio, Toña y Samuel llevaban las maletas de la tartana al cuarto "del calor", recámara orientada hacia el sur y la única con ventana al poniente, que la hacía la más agradable en esa época de invierno, los cuatro observaban junto a la fuente cómo subían el equipaje, dos baúles negros y dos maletas de piel, una todavía con las iniciales de Fernando. La visita de su nuera no era precisamente de cortesía, esa parte del norte de España era asolada por la guerra y ante la entrada de los nacionalistas temían que tomaran venganza por Fernando, bien conocido idealista republicano. El notario, de poco menos de cincuenta años, con canas incipientes, se conservaba en forma por los diarios recorridos a caballo por las tres masías, paseo que aunque forzado, disfrutaba todas las mañanas. Su traje de tres piezas le daba la formalidad necesaria para lo que fuera su oficio en tiempos de paz. Las relaciones con la familia de su nuera habían sido buenas, aunque escasas; la belleza y elegancia de Carolina no pasaban desapercibidas al notario, su gracia, casi infantil, lo había cautivado desde el día en que se la presentó su hijo. Terminaron de subir el equipaje, después de agradecer la hospitalidad, las tres se retiraron a la recámara. Ya caída la tarde se reunieron para la merienda en el comedor pequeño, de los pájaros, le decían, por el decorado. La luz tenue de la tarde, que entraba por las dos ventanas enmarcadas en cantera, apenas dejaba notar la iluminación del candil. Carolina, totalmente de negro, conservaba su juvenil gracia aún en los trances más angustiantes, su ascendencia andaluza parecía resaltar en cuanto caminaba, se recogía su abundante cabello a manera de chongo como complemento de su vestido formal, hace poco niña que saltaba con el aro, ahora señora viuda. La plática transcurrió evitando el tema de Fernando. Carolina no podía dejar de observar que su suegro era mejor parecido de lo que recordaba, trataba de adivinar en él los rasgos de su difunto marido, todo lo que le había contado Fernando de su padre venía a su mente, a veces le costaba seguir la conversación por estar observándolo. Transcurrió la merienda con fluida amenidad. A pesar de la escasez, Toña se dio maña en conseguir galletas y, lujo inaudito para los recién llegados: leche, misma que disfrutó especialmente la niña, Lucha, después de varias semanas de probar solo té de hierbabuena. Así pasaron varios días, las tertulias se extendían hasta después de las diez de la noche. Era frecuente recurrir a las velas para continuar las veladas, los cortes eléctricos eran frecuentes. Doña Alicia solo observaba callada el conversar de su hija. Una noche, al requerirla para marcharse a su habitación, Carolina le respondió con un inesperado "adelántense, ahora las alcanzo". Carolina se mostraba muy serena y el notario parecía estar especialmente dispuesto a permanecer con ella todo el tiempo que se le permitiera. Había en la plática muchos momentos de silencio, nunca desagradables. El notario, aprovechando uno de esos momentos, le pidió que tocara el piano; pasaron a la estancia, junto a la sala; el notario encendió la lámpara grande ubicada en la esquina y el candelabro de cristal francés de la sala. Ofreciéndole una copa de coñac que Carolina rechazó elegantemente, el notario levantó la tapa del piano de media cola, apoyándola en el bastón, para después deslizar el atril y levantar la cubierta. Después de preparar el piano, se sentó en una silla estilo Luis XV, mientras Carolina se sentaba en el banco del hermoso instrumento checo "Petrof" que dominaba la estancia. Levantó la tapa del teclado. Sus largos dedos se deslizaron sobre el mármol ensayando "Claro de Luna", hizo una pausa, y después empezó en tono bajo Kanon en Do mayor. La música envolvía el ambiente; desde el patio de la masía, Jesús María el caballerango detenía sus deberes con la pastura para deleitarse con el sonido del piano. Su patrón, músico renombrado en su juventud, no tocaba desde que había muerto su hijo. Acababa de llover, el aroma de las pacas de pastura y la tierra recién mojada del empedrado daban la mejor ambientación a la música que se oía a través de las grandes ventanas de la estancia. La corriente eléctrica falló de nuevo, Carolina siguió tocando en la oscuridad la pieza de Pachebel. El notario se acercó para encender las velas de los candelabros rusos que le habían regalado junto con el piano. Los colocó en su lugar, a ambos lados del atril. Carolina seguía tocando. El notario retrocedió dos pasos para observar la escena. El perfil de Carolina, todavía juvenil, iluminado por la luz de las velas y enmarcado por el vestido negro, hacía de cada uno de sus movimientos una imagen digna del más sofisticado retrato. Terminando la pieza se recargó suavemente sobre el teclado. -El piano es bonito, pero prefiero el violín, dijo mirando el estuche que estaba sobre una pequeña mesa cuadrada, como pidiendo permiso; el notario accedió con la mirada, Carolina bajó la cubierta del teclado y se levantó hacia el violín. Al acercarse, Carolina se detuvo para observar la base de caoba manufacturada especialmente para sostener el estuche, reparó en la mesa, sobria, sin más adornos, ni siquiera el muy usado mantelillo de encaje. El estuche de piel color negro, sin grabados, reflejaba un trato muy especial. Con cuidado retiró los dos broches y abrió el estuche. Al ver el violín Carolina se emocionó, la luz de las velas reflejada sobre la carátula del violín le provocó un deja-vú. Estaba segura que ese momento ya lo había vivido antes, quitó el broche que sujetaba al mango y tomó el violín. Carolina volvió a dejar el violín en su estuche, no sin antes balancearlo para ver la luz reflejada en su tapa color vino, difuminado en varios tonos. ―¿Qué haces?, no, no, continúa―. Carolina dudó. ―Es una lástima que nadie toque ese violín―. ―Adelante, por favor―, insistió el notario. Carolina ajustó las cuerdas girando firmemente las clavijas que iban a tener la responsabilidad de sujetar las cuerdas. Tomó con cuidado el arco, que retiró del estuche con una suave presión. Tardó poco más de diez minutos en afinar. Después, en silencio, se dirigió a la vitrina de la estancia donde estaba una charola con una jarra de agua, tomó uno de los vasos que estaban boca abajo, lo llenó hasta la mitad y tomó dos tragos. Volvió al violín, el caminar firme en sus zapatos con tacón sevillano resonaba en la duela de cedro. Tocó varios armónicos para checar la afinación. Tchaikovski, concierto en Re mayor. Carolina sintió que el violín le pedía más fuerza, la caja no se alcanzaba a llenar, el sonido era puro y poderoso, sin ninguna distorsión. Carolina se tuvo que poner de pie para moverse más libremente. Sentía que necesitaba de todo su cuerpo para alcanzar al violín, después de varios intentos, sin dejar la melodía y sudando copiosamente, alcanzó todo el sonido. La sala se llenó con el embeleso del sonido puro y potente. Carolina sabía que si disminuía solo un poco el esfuerzo, se saldría de la zona. Al acabar la pieza, Carolina estaba extenuada, pero emocionada. ―¿Quién toca este violín?―. ―Nadie―. ―¿Nadie?―. ―Ninguna persona, nunca―. ―¿Cómo nunca?―. ―Nadie había tocado ese violín antes―. ―¿Cómo lo sabe?―. ―Porque yo estuve en la laudería, en Cremona, cuando lo terminaron. Es la primera vez que sale un sonido de su caja―. ―¿Para quién lo compró?―. ―No lo compré, lo mandé fabricar―, dijo sonriendo mientras la veía profundamente―, para hacer un regalo muy especial―. Carolina no se atrevió a seguir con el diálogo. ―Qué privilegio..., ―cambió el tema Carolina―, para Tchaikovski, claro―, bromeó mientras se limpiaba el sudor de la cara. Se despidió amablemente, el notario dio dos pasos para despedirse con un respetuoso beso en la mano. Ninguno de los dos concilió el sueño hasta altas horas de la noche. Carolina estaría en la masía de los Bassols más de lo que habían pensado originalmente y mucho más de lo necesario.

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