Mil novecientos treinta y nueve: Capítulo B
<< Autor: Rubén Hernández Herrera
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Capítulo B
El lodo hacía que el camión que llevaba el pesado cargamento resbalara a un lado del camino que llevaba de la troje hasta la carretera, haciendo que sus ocupantes, y los del coche que venía custodiándolo, tuvieran que bajar a pesar de la tenaz lluvia; descargaron las pesadas cajas para que el camión pudiera volver al camino, el Licenciado Bassols no escapó de la lluvia. Acordaron hacer el viaje en dos etapas hasta la carretera principal. De las quince cajas, subieron siete en el primer viaje una vez desatascado el camión, cuando se cargaba el segundo cargamento la lluvia arreció de tal forma que difícilmente se veían los unos a los otros, con el chubasco que apenas dejaba ver el camino avanzaron hasta la carretera, en donde esperaron a que amainara la tormenta; en el primer respiro que les dio juntaron las cajas en el camión y prosiguieron su viaje hasta el muelle de la guardia en el embarcadero oriente, donde ya los esperaba el barco con bandera rusa. El capitán, con una guardia de cinco hombres, recibió la carga, la lluvia continuaba, aunque muy menguada; el capitán le dijo en mal español que esperaba los papeles, el notario se los extendió, viendo sin entender los documentos, hizo un garabato en uno de ellos y lo devolvió con gesto firme, al volver al coche el notario vio que las cajas estaban apiladas de dos en dos, cosa extraña, pues debería haber una non, puesto que eran quince, decidió no aclarar el punto en esas circunstancias, sobre todo cuando la lluvia arreciaba nuevamente y el capitán subía por la escalerilla envuelto en su gruesa gabardina negra. El notario esperó en el coche por si había alguna reacción por parte del capitán, pasó el tiempo y no percibía ningún movimiento, subió por una empinada calle hasta donde se encontraba una hostería desde donde se podía ver el muelle; pidió una habitación con ventana al mar, pasando la ropa mojada a la señora de la hostería para ponerla a secar contra el fuego de la chimenea. Todavía no habían restaurado el agua corriente en esa zona, por lo que pidió los jarros de agua para tomar un baño, todo mientras observaba el buque, que, contra el cielo oscuro bamboleaba en el muelle, se quedó dormido en la tina, al despertar se paró a ver el barco por la ventana, ya no estaba en el muelle, alejándose en la lejanía distinguió el barco a lo lejos al iluminar un rayo el horizonte. Se cubrió con una sábana y fue a recoger su ropa, todavía húmeda, pero ya no mojada, dejó varias pesetas sobre la mesa de atención y salió a la calle nuevamente, donde el aire frío con la brisa le recordaba que ya se acercaba el invierno. Llegó con prisa hasta el lugar donde se había atascado el camión, iluminando el lugar con el faro de mano, notó la caja faltante, una tabla estaba desprendida, con la tormenta se les había pasado subir la caja al camión. Tomó la llave de cuña de su auto y quitó la tapa de la caja, a pesar de que estaba enterado del contenido, no dejó de impresionarse al ver las barras de oro, que alcanzaban a reflejar el brillo del faro del coche. Subió las veintitrés pesadas barras a su coche. Las hojas de muelle quedaron totalmente horizontales con el peso. Era seguro que se las reclamarían, lo mejor era tenerlas a la mano, en esos tiempos los republicanos ya estaban muy nerviosos, por mucho menos habían matado a más de cien, las metió repartidas en la parte trasera del coche junto con los restos de la caja y se fue manejando cuidadosamente durante más de una hora hasta la parte trasera de su propiedad, antes de llegar volteó el coche en dirección contraria, hacia la orilla del río, en donde había un pequeño sauce, a sus pies estaba un cobertizo escondido entre la hierba, en donde guardaba papeles confidenciales que no consideraba destruir, sacó los papeles y metió el oro, para después acomodar los folios en la parte de arriba con el fin de evitar el olfato de los perros curiosos, cerró nuevamente el cobertizo, lo cubrió con la misma hierba y dio vuelta para tomar la gran vía y salir a su casa por la parte de adelante, el sol todavía tardaría en salir en esa larga noche de invierno. Los rumores de que los falangistas estaban cerca eran insistentes, se vieron confirmados cuando la municipalía fue abandonada y quemada por los republicanos en huida. Marcos, el vecino de enfrente, fue a avisar que los muelles ya habían sido tomados. Era solo cuestión de horas para que llegaran las tropas nacionalistas al pueblo, había incertidumbre por todas partes, se decía que en el pueblo vecino habían diezmado a todos los sospechosos de ser rojos. En todo caso, en el puerto se hablaba de más de quince mil ejecutados, unos por haberla y otros por tenerla, los que no por los republicanos, ahora por los nacionalistas, desde el treinta y seis había sido tarea del padre Antoni esconder gente, y disfrazarse él mismo, murió fusilado por la gente de Azaña.
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