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Mirando atrás desde 2000 a 1887 Capítulo 15

De Wikisource, la biblioteca libre.

Cuando, durante el transcurso de nuestra visita de reconocimiento, llegamos a la biblioteca, sucumbimos a la tentación de los lujosos sillones de cuero que la amueblaban, y nos sentamos en uno de los rincones cubiertos de libros alineados, para descansar y charlar un rato. [3]


[3] No puedo celebrar suficientemente la gloriosa libertad que reina en las bibliotecas públicas del siglo veinte comparado con la intolerable gestión de las del siglo diecinueve, en la cual los libros estaban celosamente a buen recaudo apartados de la gente, y solamente eran obtenibles a un coste de tiempo y burocracia que desanimaba a cualquier gusto común por la literatura.


"Me dice Edith que ha estado usted en la biblioteca toda la mañana," dijo la Sra. Leete. "Sabe, me parece a mi, Sr. West, que es usted el más envidiable de los mortales."

"Me gustaría saber por qué," repliqué.

"Porque los libros de los últimos cien años serán nuevos para usted," respondió. "Tendrá tanto que leer, de la más absorbente literatura, como para dejarle apenas tiempo para comer, durante estos próximos cinco años. Ah, qué daría si no hubiese leído todavía las novelas de Berrian."

"O de Nesmyth, mamá," añadió Edith.

"Sí, o los poemas de Oates, o 'Pasado y Presente', o 'En el Principio', o-- oh, podría mencionar docenas de libros, cada uno merecedor de un año de la vida de uno," declaró la Sra. Edith con entusiasmo.

"Juzgo, entonces, que se ha producido alguna notable literatura en este siglo."

"Sí," dijo el Dr. Leete. "Ha sido una era de esplendor intelectual sin precedentes. Probablemente la humanidad nunca antes ha pasado por una evolución moral y material, a la vez tan vasta en su alcance y breve en su tiempo de realización, como la del viejo orden al nuevo en los primeros tiempos de este siglo. Cuando la humanidad llegó a comprender la grandeza de la felicidad que les había sucedido, y que el cambio por el que habían pasado no era meramente una mejora en los detalles de su condición, sino la elevación de la humanidad a un nuevo plano de existencia con una ilimitada perspectiva de progreso, sus mentes se vieron afectadas en todas sus facultades con un estímulo, del cual la drástica transición del medievo al renacimiento ofrece tan sólo una pálida insinuación. Sobrevino una era de invenciones mecánicas, descubrimientos científicos, producción artística, musical y literaria tal que ninguna era anterior del mundo ofrece nada comparable."

"Por cierto," dije, "hablando de literatura, ¿cómo se publican los libros ahora? ¿También lo hace la nación?"

"Ciertamente."

"¿Pero cómo se las apañan? ¿El gobierno publica todo lo que le llevan, como algo natural, a expensas del público, o ejerce una censura e imprime solamente lo que aprueba?"

"Ni lo uno ni lo otro. El departamento de imprenta no tiene poderes de censura. Se dedica a imprimir todo lo que le ofrecen, pero imprime únicamente a condición de que el autor sufrague de su crédito el primer coste. Debe pagar por el privilegio del oído público, y si tiene algún mensaje que merezca la pena ser oído consideramos que se alegrará de pagar. Desde luego, si los ingresos fuesen desiguales, como en los viejos tiempos, esta regla solamente permitiría que los ricos fuesen autores, pero siendo iguales los recursos de los ciudadanos, simplemente mide la fuerza de los motivos del autor. El coste de una edición de un libro medio puede salir del ahorro de un año de crédito, economizando y con algunos sacrificios. El libro, al publicarse, es puesto a la venta por la nación."

"El autor recibe una comisión sobre las ventas como en mi época, supongo," sugerí.

"No como en su época, ciertamente," replicó el Dr. Leete, "pero sí de una manera. El precio de cada libro se calcula a partir del coste de su publicación con una comisión para el autor. El autor fija esta comisión en cualquier cifra que le plazca. Desde luego, si la pone irrazonablemente alta es una pérdida para él, porque el libro no se venderá. La cuantía de esta comisión se ingresa en su crédito y se le releva de otro servicio a la nación por un período tan prolongado como dicho crédito sea suficiente para sustentarle a él en proporción a la asignación para el sustento de los ciudadanos. Si su libro tiene un éxito moderado, tiene de este modo un permiso de varios meses, un año, dos o tres años, y si entre medias produce otro trabajo de éxito, el descargo de servicio se extiende tanto como las ventas puedan justificar. Un autor de mucha aceptación logra sustentarse mediante su pluma durante todo el periodo de servicio, y el grado de habilidad literaria de cualquier escritor, determinado por la voz popular, es de este modo la medida de la oportunidad que se le da para dedicar su tiempo a la literatura. A este respecto, los resultados de nuestro sistema no son muy diferentes a los del suyo, pero hay dos diferencias notables. En primer lugar, el universalmente alto nivel de educación hoy en día da al veredicto popular una irrevocabilidad sobre el auténtico mérito de un trabajo literario que en su época estaba muy lejos de tenerse. En segundo lugar, ahora no hay nada parecido al favoritismo de ningún tipo que interfiera con el reconocimiento del auténtico mérito. Cada autor tiene precisamente las mismas facilidades para llevar su trabajo ante el tribunal popular. A juzgar por las quejas de los escritores de su época, esta absoluta igualdad de oportunidades habría sido apreciada en gran medida."

"En el reconocimiento del mérito en otros campos del genio original, tal como la música, el arte, la invención, el diseño," dije, "supongo que siguen un principio similar."

"Sí," replicó, "aunque los detalles difieren. En arte, por ejemplo, como en literatura, la gente es el único juez. La gente vota la aceptación de estatuas y pinturas para los edificios públicos, y su veredicto favorable lleva consigo el descargo del artista de otras tareas, para dedicarse a su vocación. Poniendo a disposición copias de su trabajo, también se derivan para él las mismas ventajas que para el escritor de las ventas de sus libros. En todas las líneas del genio original el plan que se sigue es el mismo para ofrecer un campo libre para los aspirantes, y tan pronto como su talento excepcional es reconocido, para liberarlo de toda atadura y dejar que siga un rumbo libre. El descargo de otro servicio en estos casos no se pretende que sea un regalo o una recompensa, sino el medio de obtener más y más alto servicio. Desde luego hay varios institutos literarios, de arte y científicos de los cuales se hacen miembros los famosos y los premiados en gran medida. El más alto de todos los honores de la nación, más alto que la presidencia, que requiere meramente buen sentido y dedicación, es la condecoración con la cinta roja por el voto de la gente a los grandes escritores, artistas, ingenieros, físicos, e inventores de la generación. No más que un cierto número la lleva en un momento dado, aunque todo joven brillante del país pierde innumerables noches de sueño soñando con ella. Incluso yo lo hice."

"Como si mamá y yo hubiésemos pensado que eras más con ella," exclamó Edith; "no que no sea, desde luego, una cosa muy hermosa para tener."

"No tenías elección, querida, sino tomar a tu padre como lo encontraste y hacer lo posible," replicó el Dr. Leete; "pero en cuanto a tu madre, ahí, nunca me habría tenido si no le hubiese asegurado que estaba determinado a conseguir la cinta roja o al menos la azul."

A esta extravagancia, el único comentario de la Sra. Leete fue una sonrisa.

"¿Y qué me dicen de los periódicos y las publicaciones?" dije. "No negaré que su sistema de publicación de libros supone una mejora considerable respecto al nuestro, tanto en su tendencia para alentar una vocación literaria auténtica, como, igualmente importante, para desalentar a los meros emborronadores de cuartillas; pero no veo cómo puede aplicarse a las revistas y los periódicos. Está muy bien hacer pagar a una persona por publicar un libro, porque el gasto será únicamente ocasional; pero nadie puede permitirse el coste de publicar un periódico cada día del año. Les costaba lo suyo hacerlo a nuestros capitalistas privados, y a menudo se quedaban sin fondos antes incluso de que tuviesen beneficios. Si es que tienen ustedes periódicos, éstos, imagino, deben de ser publicados por el gobierno a costa del gasto público, con editores del gobierno, que reflejan las opiniones del gobierno. Entonces, si su sistema es tan perfecto que nunca hay nada que criticar sobre cómo se llevan los asuntos, este orden de cosas es la respuesta. En otro caso, debería pensar que la falta de un medio no oficial independiente para la expresión de la opinión pública tendría resultados desafortunados. Reconozca, Dr. Leete, que una libre impresión de periódicos, con todo lo que ello implica, era una circunstancia que redime al viejo sistema, cuando el capital estaba en manos privadas, y que deben ustedes descontar esa pérdida, de sus ganancias en otros aspectos."

"Me temo que no puedo darle ese consuelo tampoco," replicó el Dr. Leete, riendo. "En primer lugar, Sr. West, la impresión de periódicos no es de ningún modo el único o, según nosotros lo vemos, el mejor vehículo para la crítica seria de los asuntos públicos. Para nosotros, las opiniones de sus periódicos acerca de tales temas parecían generalmente haber sido burdas y frívolas, y marcadamente teñidas de prejuicios y acritud. En tanto en cuanto puedan ser tomadas como la expresión de la opinión pública, dan una desfavorable impresión de la inteligencia popular, mientras que en tanto en cuanto puedan haber formado la opinión pública, no puede felicitarse a la nación. Hoy en día, cuando un ciudadano desea influir seriamente en el público en relación a cualquier aspecto de los asuntos públicos, lo hace a través de un libro o panfleto, publicado igual que los demás libros. Pero esto no es porque carezcamos de periódicos y revistas, o porque éstos carezcan de la más absoluta libertad. La impresión de periódicos está organizada para ser una expresión más perfecta de la opinión pública que lo que posiblemente podía ser en su época, cuando el capital privado la controlaba y gestionaba en primer lugar como un negocio lucrativo, y en segundo lugar sólo como una suplantación de la voz pueblo."

"Pero," dije, "si el gobierno imprime los periódicos a costa del gasto público, ¿cómo va a dejar de controlar su orientación? ¿Quién designa a los editores, sino el gobierno?

"El gobierno no paga el coste de los periódicos, ni designa sus editores, ni en ningún modo ejerce la más mínima influencia sobre su orientación," replicó el Dr. Leete. "La gente que se lleva el periódico paga el coste de su publicación, escoge su editor, y lo destituye cuando es insatisfactorio. Apenas puede decirse, creo, que tal impresión de periódicos no sea un libre órgano de la opinión pública."

"Indudablemente no puedo decirlo," repliqué, "¿pero cómo puede ser esto factible?"

"Nada podría ser más sencillo. Suponga que alguno de mis vecinos o yo mismo pensamos que deberíamos tener un periódico que refleje nuestras opiniones, y que esté dedicado especialmente a nuestra localidad, ocupación, o profesión. Lo propagamos entre la gente hasta que conseguimos los nombres de un número tal que sus suscripciones anuales cubrirían el coste del periódico, que es poco o mucho conforme a su tamaño. La cuantía de las suscripciones descontada de los créditos de los ciudadanos da garantía a la nación contra pérdidas en la publicación del periódico, siendo su asunto, como comprenderá usted, puramente el de un editor, sin opción a rechazar el deber requerido. Los suscriptores del periódico eligen entonces a alguien como editor, quien, si acepta el oficio, es descargado de otro servicio durante su responsabilidad. En vez de pagarle un salario, como en su época, los suscriptores pagan a la nación una indemnización igual al coste de su sustento por tenerle alejado del servicio general. Él gestiona el periódico como lo hacía uno de los editores de su época, excepto que no tiene departamento de contabilidad al que obedecer, ni tiene que defender intereses de capital privado contrarios al bien público. Al final del primer año, los suscriptores para el siguiente o bien reeligen al anterior editor o escogen a cualquier otro para ocupar su lugar. Un editor competente, desde luego, mantiene su puesto indefinidamente. A medida que crece la lista de suscriptores, los fondos del periódico se incrementan, y éste mejora al asegurarse más y mejores colaboradores, justo como ocurría en los periódicos de su época."

"¿Cómo se recompensa a los colaboradores, ya que no pueden ser pagados con dinero?"

"El editor establece con ellos el precio de sus productos. La cuantía se transfiere a sus créditos individuales a partir del crédito de garantía del periódico, y se concede al colaborador un descargo del servicio por un tiempo cuya duración corresponde a la cuantía del crédito que se le da, sencillamente como a otros autores. En cuanto a las revistas, el sistema es el mismo. Aquellos interesados en el proyecto de una nueva publicación periódica consiguen el compromiso de suficientes suscripciones para ponerlo en marcha durante un año; eligen su editor, que recompensa a los que hacen contribuciones igual que en el otro caso, la oficina de impresión proporciona la fuerza y material necesarios para la publicación, como algo natural. Cuando los servicios de un editor ya no son deseados, si no puede ganar el derecho para su tiempo mediante otro trabajo de tipo literario, simplemente reasume su lugar en el ejército industrial. Debo añadir que, aunque de ordinario el editor es elegido únicamente al finalizar el año, y por lo regular suele continuar en el oficio durante años, en caso de cualquier cambio súbito que diese al tono del periódico, se prevé llamar la atención de los suscriptores para su destitución en cualquier momento."

"Por más que una persona pueda anhelar fervientemente estar ocioso con el propósito de estudiar o meditar," hice notar, "no puede zafarse del arnés, si le he entendido correctamente, excepto en estos dos casos que ha mencionado. O bien mediante la productividad literaria, artística o inventiva, debe indemnizar a la nación por la pérdida de sus servicios, o bien debe conseguir un número suficiente de personas para contribuir a tal indemnización."

"Es muy cierto," replicó el Dr. Leete, "que hoy en día ninguna persona capacitada físicamente puede evadir su participación en el trabajo y vivir del trabajo de los demás, tanto si se llama a sí mismo con el buen nombre de estudiante como si admite ser simplemente un holgazán. Al mismo tiempo nuestro sistema es lo suficientemente elástico para dar juego libre a cada instinto de la naturaleza humana que no esté dirigido a dominar a otros o vivir del fruto del trabajo de otros. No sólo existe la remisión por indemnización, sino también la remisión por abnegación. Cualquier persona cuando cumple los treinta y tres años, cuando su período de servicio se ha cumplido a la mitad, puede obtener ser dado de baja del ejército honorablemente, siempre y cuando acepte para el resto de su vida para su sustento la mitad de la cuota que reciben los demás. Es totalmente posible vivir con esa cuantía, aunque uno debe prescindir de los lujos y elegancias de la vida, además de, quizá, algunas de sus comodidades."

Cuando las señoras se retiraron esa noche, Edith me trajo un libro y dijo:

"Si estuviese desvelado esta noche, Sr. West, podría estar interesado en leer este relato de Berrian. Se considera su obra maestra, y al menos le dará una idea de cómo son los relatos hoy en día."

Me senté en mi habitación esa noche para leer "Pentesilea" hasta que comenzó a clarear por el este, y no lo dejé hasta que lo terminé. Y aun así, que ningún admirador del gran escritor del siglo veinte se resienta si digo que en la primera lectura lo que más me impresionó no fue tanto lo que estaba en el libro como lo que no estaba. Los escritores de relatos de mi época habrían estimado el hacer ladrillos sin paja una tarea ligera comparada con la construcción de una novela de la cual se debiesen excluir todos los efectos derivados de los contrastes entre la riqueza y la pobreza, la educación y la ignorancia, la tosquedad y el refinamiento, lo elevado y lo bajo, todos los motivos derivados del orgullo social y la ambición, el deseo de ser más rico o el miedo a ser más pobre, junto con las sórdidas ansiedades de cualquier tipo respecto a uno mismo o a los demás; una novela en la cual, de hecho, debiera haber abundancia de amor, pero amor sin la corrosión de las barreras artificiales creadas por la diferencia de estatus o posesiones, no obedeciendo otra ley que la del corazón. La lectura de "Pentesilea" fue de más valor que lo habría sido casi cualquier cantidad de explicaciones para darme algo como una impresión general del aspecto social del siglo veinte. La información que el Dr. Leete me había suministrado era de hecho extensiva en cuanto a los hechos, pero éstos han afectado mi mente en impresiones tan separadas, que yo hasta ahora no había tenido éxito sino de modo imperfecto para que me resultasen coherentes. Berrian los puso juntos para mi en un cuadro.