Miscelánea histórica/Bosquejos de historia
Bosquejos de historia
Las noticias más antiguas que tenemos de Inglaterra o Gran Bretaña (llamada así por distinguirla de la provincia de Francia del mismo nombre) son las que nos han dejado los Romanos. Julio César, habiéndose apoderado de lo que ahora llamamos Francia, y antes, Gallia o Gaula, pasó el angosto canal que separa los dos reinos, y venciendo a los semibárbaros que en vano se oponían al valor y disciplina militar de los Romanos, añadió una provincia más a aquel vasto imperio.
La condición y estado de los Britanos en el interior de la isla era muy semejante a la de salvajes que empiezan a sujetarse a leyes religiosas en el estado de pastores, que es el segundo paso en la carrera de la civilización. Vivían en chozas con techos pajizos y se mantenían de leche y carnes de sus grandes rebaños. Eran también aficionados a la caza, que abundaba en los montes. Las pieles de los animales que mataban les servían de vestidos para el tronco del cuerpo; los brazos, piernas y muslos no tenían otra cubierta o adorno que un tinte azul sobre el mismo cutis. Dejábanse crecer la cabellera, que caía libre sobre la espalda y los hombros; la barba, por el contrario, llevaban cortada a raíz, a no ser sobre el labio superior como los soldados en nuestros tiempos. No había en la época de la invasión romana ningún rey soberano de la isla. Varios jefes hereditarios mandaban, cada cual en el distrito en que las gentes se habían acostumbrado desde tiempos remotos a obedecer a los herederos de cierta familia; cuyos fundadores ora por su mayor valor, ora por una especie de dominio patriarcal habían ganado el respeto del pueblo. En ocasión de hostilidades, elegían por general al guerrero más afamado y en él depositaban el poder Supremo, que en épocas de paz se hallaba repartido entre capitanes independientes. Tenía tropas de a caballo, aunque sus principales fuerzas eran de a pie. El arte de la guerra había crecido entre ellos hasta el punto de hallarse provistos de carros, en que los guerreros de más cuantía recorrían el campo, segando las filas enemigas con las hoces en que terminaban los ejes. La destreza con que saltaban a tierra y recobraban su posición en los carros, el arte con que se hacían obedecer de los caballos y los dirigían con la mayor rapidez, ora siguiendo, ora evitando al enemigo; mereció la admiración de los romanos.
La religión de los Britanos era, como en todo pueblo apenas salido de la primer barbarie, el lazo más fuerte de la sociedad; aunque, no menos pesado y tiránico que lo ha sido en la primer infancia de todas las naciones, que no la han recibido directamente del cielo. La Inglaterra gimió por muchos siglos bajo la superstición horrenda de los Druidas; especie de hermandad, o por mejor decir, orden Religiosa, cuyo origen se pierde de vista en la antigüedad más remota. En tiempo de la conquista de Julio César estos frailes idólatras tenían el centro de su autoridad en la Gran Bretaña. El saber y los estudios estaban limitados a los miembros de esta Orden, y los que apetecían ser instruidos tenían que pasar por un severo noviciado. Dividíanse en tres clases los Bardos, a cuyo cargo estaba la historia de la nación, y sus héroes, que celebraban en verso; los Vates o profetas, empleados en mantener la superstición de los pueblos con prestigios y predicciones y divertirlos con músicas y cantares; y los Druidas, de quienes, por ser la porción más numerosa, la Orden tomaba el nombre. La ocupación de éstos era, como entre los monjes cristianos, las prácticas y ejercicios religiosos diarios. La religión de los Druidas estaba fundada en el temor. La superstición les había dado tal ascendiente que nadie se atrevía a resistir lo que ellos mandaban. La contravención a sus leyes era castigada con el mayor rigor. Ellos eran los únicos jueces y árbitros de la conducta de los pueblos. Además de castigar con pena de muerte, la pintura que hacían de los tormentos a que podían mandar a los desobedientes, en el otro mundo, atemorizaba a los más esforzados.
Para tener más poder sobre los hombres habían ganado las mujeres a su partido. De estas las había que profesaban castidad perpetua y clausura y a quienes podríamos llamar monjas; otras, a quienes por la gran semejanza, podríamos dar el nombre de beatas; mujeres que, viviendo en libertad, casi no se separaban de sus directores, sirviéndolos en sus habitaciones campestres o selváticas, sin que los buenos maridos sospechasen engaño; y finalmente, las que podrían llamarse Legas, empleadas en los menesteres serviles y domésticos de los religiosos.
Los ritos y ceremonias de los Druidas tenían el mismo carácter ceñudo y sombrío que todo su sistema. Las ceremonias más solemnes se celebraban en el centro de los bosques más espesos y a media noche.
No tenían otro templo que una especie de cercado, hecho con piedras de tamaño enorme, de que aún se conservan restos notables en Inglaterra. Aquí sacrificaban víctimas humanas sobre una piedra según se cree, que a veces se halla colocada como ara en el centro del círculo.
Al temor que semejantes sacrificios debían inspirar se agregaba, para tener en completa sujeción al pueblo, la vida austera que muchos de los Druidas principales hacían en cuevas y entre peñascos, manteniéndose de yerbas y bellotas que cogían de las encinas.
Probablemente estos anacoretas no serían muy numerosos, porque de otro modo de poco servirían a la orden druídica las riquezas de que, según el testimonio de los autores romanos, eran sumamente avarientos. Yo creo que buscarían novicios bastante fanáticos y necios que se dedicasen a esta vida penitente, dando con ella fama y honra a la orden, como se cuenta de los Jesuitas; quienes mandaban al Japón, para mártires, a los jóvenes de quienes, por demasiado sencillos y limitados no podían sacar partido en Europa.
Al desembarcar Julio César en Deal, los britanos quisieron resistir la invasión, y para este efecto eligieron por su general a Cassivelauno; mas la envidia de los otros jefes y la superioridad de las armas romanas hicieron la resistencia inútil. Los más de los que habían acudido armados a la costa se retiraron al interior; Cassivelauno tuvo al fin que ceder, y dando rehenes que César llevase consigo; reconoció a los romanos por Señores.
El convenio duró bien poco, y César, antes de dirigirse finalmente a Roma, donde había de perecer después de dar la herida mortal a la libertad de su patria, tuvo que volver a Inglaterra a atajar una rebelión que amenazaba ruina al poder romano en la isla. Su sucesor en el Imperio, Augusto, no tuvo proporción de continuar la conquista. Las armas de Roma no adelantaron ni un paso contra los britanos hasta el reinado de Claudio. En estas campañas, el jefe Caráctaco se distinguió por su valor y el esfuerzo con que resistió, por más de nueve años, al poder de los invasores. Abandonólo, en fin, la fortuna y fue llevado prisionero a Roma, donde apareció encadenado ante el carro del triunfador.
Admirábanse todos al ver la serenidad y compostura con que sufría su mala suerte, cuando, rodeado de curiosos que se agolpaban a verlo y revolviendo la vista a los edificios espléndidos de Roma, «¿es posible, exclamó, que los dueños de tanta magnificencia y riqueza me envidien una pobre cabaña en mi país?» El Emperador, movido a compasión, le restituyó la libertad, dejándolo volver con todos sus compañeros de infortunio.
El dominio de los romanos no fue completo en la Gran Bretaña en época ninguna, su mayor extensión se verificó bajo el gobierno de Julio Agrícola, de quien el gran Tácito nos ha dejado el retrato histórico más perfecto. Esto aconteció en los reinados de Vespasiano, de Tito y de Domiciano. La paz de que, desde esta época en adelante, gozó la Gran Bretaña, civilizó a los pueblos a la parte al Sur, de donde se estrecha la isla cerca de Escocia. Pero cuando el Imperio cayó en manos que no podían gobernarlo y Roma se convirtió en una arena donde los partidos militares se disputaban el poder para ponerlo en manos de los que habían comprado el favor de las tropas, los Pictos y Escoceses, pueblos del Norte de la isla, que en sus bosques se habían burlado del poder romano, crecieron, de día en día, en fuerzas al mismo paso que los conquistadores se debilitaban por falta de socorros: hasta que en el reinado de Valentiniano, por los años de 448, las últimas tropas romanas se retiraron del todo, dejando a los que habían vivido bajo su dominio sin medios de defenderse de sus indómitos paisanos que los miraban como enemigos y tan degenerados de su antiguo valor, que, aunque hubieran tenido armas, les faltaba espíritu para aprovecharse de ellas. El dominio de los romanos duró en Inglaterra cerca de cuatro siglos.