Miscelánea histórica/Conquista de Gran Bretaña por los sajones

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Miscelánea histórica
de José María Blanco White
Conquista de Gran Bretaña por los sajones

Conquista de Gran Bretaña por los sajones

Conquista de la Gran Bretaña por los sajones Libres del temor de las armas romanas, los bárbaros de Caledonia (que así se llamaba lo que, con corta diferencia, decimos Escocia) se derramaron como un torrente por las provincias más débiles y civilizadas de hacia el Sur. Ni la muralla que en lo angosto de la isla había edificado Adriano, ni la resistencia de los que aún conservaban algún valor entre los Britanos, pudo contener la furia de los Pictos y Escoceses. Ocupaba el trono, si tal nombre puede darse al puesto dudoso de un jefe cuya autoridad es débil e incierta, Voltigerno: quien viéndose incapaz de valerse a sí propio o a sus súbditos, tomó la determinación de llamar por aliados a ciertos aventureros militares del Norte de los países llamados entonces Germania. Dos hermanos, Hengisto y Horsa, de la nación de los sajones, una de las muchas tribus de bárbaros septentrionales que empezaban ya a ocupar los países del mediodía, eran conocidos por las expediciones piráticas con que en varias épocas habían atemorizado las costas del canal de la Manga o Mancha, que divide a Inglaterra de Francia. A éstos llamó por auxiliares el débil e incauto Voltigerno: y ellos gozosos de la ocupación guerrera que se les presentaba vinieron con mil y quinientos hombres a defenderlo de sus enemigos domésticos. No bien habían los britanos dádose al regocijo de la victoria, que los aventureros les habían alcanzado, cuando tuvieron que abrir los ojos al nuevo y mayor riesgo que les amenazaba de parte de estos falsos amigos. La fertilidad de la isla y la flaqueza de los habitantes eran tentación demasiado halagüeña para hombres que no conocían otra ley o derecho que el de la espada.

Acudieron más tropas Sajonas bajo capa de amistad. Un refuerzo de cinco mil hombres les bastó para su intento. Desembarcaron en la costa de Kent, país fertilísimo y hermoso, y apoderándose de parte de la provincia, se declararon señores del terreno.

Tan gran traición aguijó el espíritu, hasta ahora indolente, de los britanos, y aunque no acostumbrados a valentías, la necesidad y la indignación les dieron fuerzas. Pelearon con los falsos amigos; venció la parte injusta; mas fue a costa de la vida de Horsa, uno de sus dos jefes. Pero Hengisto tenía talentos suficientes y valor sobrado para llevar al cabo su empresa. La devastación y ruina que causaron entre los britanos no hay pluma que los pinte. Los infelices naturales, con tal de salvar la vida, unos tuvieron que acogerse a las montañas de Gales (Wales); otros pasaron el estrecho, confiados en la semejanza de lengua y costumbres que reconocían en los habitantes de la provincia de la Gaula antigua, que llamaron Armónica, y que, después del establecimiento de esta colonia de fugitivos britanos, tomó el nombre de Bretaña.

La fama de las victorias y conquistas de los sajones, como la de los Españoles en América, atrajo muy en breve bandas de aventureros, que dejando los bosques pantanosos del bajo Rin, donde esta tribu o horda vivía, ocuparon casi toda la Inglaterra.

Crecía, empero, con la opresión, el valor de los naturales y la guerra continua entre invasores e invadidos, no dejaba restañar la sangre de ambos pueblos. Era ya a principios del siglo sexto cuando las calamidades de su patria despertaron el valor de Arturo, príncipe a quien su demasiada fama ha quitado el prez de la verdadera gloria que sus hechos merecieron. Este es el Rey Artus de los Romances. Las necias fábulas en que los escritores de los siglos medios o bárbaros han envuelto su nombre y memoria, han hecho dudar la realidad de su persona. Pero es muy cierto que, aunque con término desventurado, Arturo hizo una guerra sangrienta a los enemigos de su patria, y fue el mayor obstáculo que tuvieron que superar en la conquista. Duró la guerra como siglo y medio; en cuyo espacio apenas quedó un puñado de los aborígenes, emboscados en la costa occidental. De éstos descienden los que en el país de Gales conservan, aún al presente, la lengua de los bárbaros que los romanos hallaron en Inglaterra.

De las tropas de sajones que acudieron durante la contienda nacieron siete reinos pequeños, conocidos en la historia inglesa bajo el nombre griego Heptarquía, que en su primera sílaba expresa el dicho número. Entre las hordas de los invasores hubo dos cuyos nombres alcanzaron más fama que los de las otras: éstos fueron los Angles, y los Saxones: de los primeros se deriva el nombre latino de los siglos medios, Angli, y de éste, el castellano Inglés.

Hechos señores de la isla los Anglo-Sajones volvieron, como era de esperar, las armas unos contra otros, y, sólo al cabo de cerca de cuatrocientos años, gozaron de paz, con motivo de haberse reunido las siete coronas en la persona de Egberto.

Por este tiempo se verificó el establecimiento de la religión cristiana en Inglaterra. Las circunstancias que proporcionaron este evento pintan muy al vivo el temple y carácter de aquellos tiempos.

Pasaba el monje, a quien conocemos bajo el nombre de San Gregorio el Magno, por uno de los mercados de Roma, donde, como era costumbre de aquellos siglos, los piratas que se empleaban en cautivar hombres, mujeres y niños para venderlos por esclavos, sin otro pretexto para hacerlo que el de que estos infelices, como los negros en nuestros días eran llamados bárbaros; los exponían de venta. La curiosidad de ver gentes extrañas le hizo volver los ojos hacia los cautivos, y notando algunos jóvenes de cabellos rubios, piel blanquísima y ojos azules rasgados, preguntó, ¿de qué nación eran?

Respondiéronle que eran Angli. Ángeles, diría yo, exclamó el buen monje (que aún no era Papa), con tal que fuesen cristianos. «¿Y de dónde vienen? Del país de Deiri. ¡Deiri!, contestó al Santo equivoquista, que no sabía que así se llamaba una provincia del Norte de Inglaterra: «De ira de Dios los hemos de libertar bautizándolos» «¿Y cómo se llama el rey de esa tierra?», «Ala o Ela». «Aleluya, Aleluya, concluyó Gregorio; poco he de poder o se ha de cantar Aleluya en esos países.» En breve fue elevado Gregorio al pontificado; y no olvidando a sus Ángeles ingleses, envió a un monje llamado Agustín con otros misioneros a que predicasen en la Gran Bretaña. El recibimiento que le dio el rey Ethelberto podría servir de modelo de moderación y tolerancia a los cristianos mismos.

Permitióles que predicasen con tal que no causasen alborotos; y ora porque viese que la nueva religión era más capaz de civilizar a sus pueblos que la idolatría grosera en que vivían; ora porque el ejemplo de los franceses que se habían convertido tiempo antes le moviese a hacer lo mismo; ora en fin porque alguna de las razones del misionero le hiciese fuerza; Ethelberto se bautizó y los pueblos siguieron su ejemplo.