Miscelánea histórica/Escuelas dominicales, y de adultos
Escuelas dominicales, y de adultos
Uno de los establecimientos más benéficos de estos últimos tiempos en Inglaterra son las escuelas dominicales o clases gratuitas para que los pobres aprendan a leer, solamente en los domingos, sin que se les siga perjuicio en sus jornales, por pérdida de tiempo y trabajo.
Habrá poco más de cuarenta años que un hombre benéfico y piadoso, llamado Mr. Robert Raikes, empezó a juntar los niños pobres de la villa de Painswick, en Gloucestershire, cada domingo, dándoles cartillas, y tomándose el trabajo de enseñarles a leer. En breve se halló que los muchachos y muchachas más adelantados servían de maestros a los otros, y distribuyendo la escuela en varias decurias, los mismos que venían a aprender contribuían a la enseñanza. Hubo además varios jóvenes de las cercanías, hijos de familias decentes, y a veces ricas, que, deseosos de contribuir a esta buena obra, se ofrecieron por maestros; de modo que en el espacio de veinte años 3.000 niños pobres habían recibido en aquella escuela los elementos de primeras letras, con tan buenos efectos morales que Mr. Raikes no halló el nombre de ninguno de ellos en los libros de entradas de la cárcel de Gloucester.
En 1785 se fundó una Sociedad para el fomento de Escuelas dominicales con el título de Sunday School Society, cuyos miembros tomaron a su cargo el costear los gastos necesarios de cartillas y libros.
En breve se vieron establecidas cerca de 3.000 escuelas en varias partes de Inglaterra e Irlanda. El número de niños de ambos sexos que aprendieron a leer en el espacio de los primeros catorce años después del establecimiento fue 246.724. Las cartillas y silabarios que se les dieron suben a 249.896; ejemplares del Nuevo Testamento, 55.881; Biblias completas, 7.423; los gastos subieron a 4.165 libras esterlinas.
Las escuelas de Bell y Lancaster, que en España y Francia se llaman Escuelas de Instrucción mutua, se establecieron por aquel tiempo contribuyendo de un modo más extenso, a la instrucción de las clases pobres. Pero el objeto de los dos establecimientos, quiero decir las Escuelas Dominicales y las de Instrucción mutua, son muy distintos. Éstas se dirigen a la educación de los niños pobres, cuyos padres no necesitan ponerlos a trabajar; aquéllas, a la de los que, estando empleados toda la semana sólo pueden dedicarse a la lectura los domingos.
Pero la beneficencia de los Ingleses es ingeniosa en extremo, y siempre está inventando nuevos modos de servir al género humano. A poco de haberse establecido las escuelas dominicales, se plantearon otras en el Norte de Gales (North Wales) para Adultos, con el objeto de enseñar a leer a los pobres que no tuvieron, en su juventud, quien los enseñase. La primera de estas Escuelas Dominicales de Adultos se abrió, en el territorio ya dicho, en 1811. En 1812 se abrió otra en Bristol. El primero que entró en ella a aprender el A, B, C fue un hombre de sesenta y tres años: la primera mujer tenía cuarenta.
Formóse también una sociedad para promover este objeto; y cuando sólo habían pasado catorce meses desde su fundación, ya existían 9 escuelas para hombre e igual número para mujeres, en las cuales 601 personas adultas habían aprendido a leer. En 1814 las escuelas de adultos en Bristol eran ya 21 para hombres y 23 para mujeres, y el número de los que concurrían a ellas, 1.500.
Si atendemos a la dificultad de aprender a leer en inglés, a causa de su ortografía, que es irregular en extremo, y la comparamos con la suma facilidad con que se lee la lengua española; el establecimiento de semejantes escuelas parece muy hacedero. La ruina y perdición de los españoles de ambos mundos ha sido y es la ociosidad en que el gobierno ha tenido a las clases bien acomodadas. A falta de objetos de interés, la juventud se entrega al más desenfrenado galanteo, en tanto que las gentes de edad madura o no saben qué hacer o pasan el día visitando altares: obra muy buena a su tiempo; pero que sería mucho más agradable a Dios si fuese acompañada de obras de caridad verdadera. El que da limosna al mendigo tal vez contribuye a la ociosidad y al vicio. Pero el que da luz al entendimiento embrutecido humaniza a sus semejantes y los prepara a ser virtuosos. La menor instrucción alcanza a producir los efectos más benéficos. A la verdad, más fuerza moral, proporcionalmente, tienen los primeros rudimentos de la educación intelectual que la acumulación de ciencia que constituye a un sabio. Esto se ve más a las claras en los adultos que aprenden a leer que en los niños que adquieren las primeras letras, y crecen sin saber el tesoro que en ellas tienen. El placer de un hombre hecho; que en dos o tres meses se halla capaz de gozar el contenido de un libro, que para él era antes libro sellado con siete sellos, se puede imaginar aunque no sería fácil pintarlo. El arte admirable de la escritura es la primera puerta de los placeres intelectuales. El que se queda de la parte de afuera puede decirse que se halla casi al nivel de la creación animal. ¡Qué satisfacción, pues, igualaría a la de los que, tan a poca costa como pudiera hacerse, elevasen a sus semejantes pobres a este grado de ilustración mental, en que el hombre se halla, en pocos meses, dotado de una nueva facultad, que casi lo transforma en otro ser! La educación de las facultades intelectuales no debe mirarse sólo como un medio de adquirir saber. Si no tuviese otro efecto que el de aumentar el número de ideas, de poco serviría, por lo general, a las clases inferiores de la sociedad, y en muchos casos no contribuiría a otra cosa que a hacerlos más infelices o más dañinos. El gran objeto con que nos debemos empeñar en comunicar el arte fácil y admirable de la lectura a las clases pobres, es excitar en ellas un estímulo (uso esta voz en sentido semejante al que le dan los médicos) que los saque de una vida enteramente animal y les haga percibir la existencia de otros placeres que los que no salen de la esfera de sensaciones. Si un mero juego como es el de Damas, embelesa a los hombres más ignorantes que llegan a entenderlo, sólo porque la atención se fija agradablemente en las combinaciones de las piezas; mucho más debe esperarse que un libro embebezca al pobre trabajador si halla en él pábulo a su curiosidad, acompañado del descanso que toda ocupación sedentaria y divertida produce. Yo he visto pobres trabajadores, a quienes ciertas personas benéficas daban lecciones de leer, repasar con el mayor ahínco el silabario sólo por el placer de hallar nuevas combinaciones de letras y gozar de la facultad naciente que en sí sentían; como el pájaro que se deleita en batir las alas en el borde del nido.
Nada sería más fácil que el abastecer las clases inferiores Hispano-Americanas de libros útiles y divertidos en extremo si los intereses políticos y el falso refinamiento no se empeñasen en hacerlo difícil. Unos rudimentos sencillos de moral cristiana; algunas colecciones pequeñas de Recetas o Métodos que les fuesen útiles en sus negocios domésticos; extractos entretenidos de la historia nacional, y, en fin, tales porciones del Antiguo y Nuevo Testamento cuales sus superiores espirituales tuviesen por conveniente una pequeña colección de esta clase tendría efectos admirables en favor de la felicidad y de la moral de aquellos pueblos. Pero no me cansaré más ni cansaré a mis lectores con menudencias: Un corazón verdaderamente benéfico no puede errar en ellas. Únanse los que sientan moverse con la idea que les propongo. La experiencia les dará luces, y cuanto hayan probado la felicidad y satisfacción interna que son fruto infalible de ocuparnos en bien de nuestros semejantes, bendecirán el día en que se les propuso esta idea.