Miscelánea histórica/Teatro de la ópera italiana de Londres
Teatro de la ópera italiana de Londres
Deleitar el oído y la vista mortificando la razón y el buen sentido es el efecto de la música moderna aplicada a las fábulas dramáticas.
Pocas de éstas dejan de ser unos verdaderos monstruos si se examinan por las reglas más indulgentes del drama, pero al favor de los mágicos acentos de los Mozart y de los Rossini, repetidos por las Catalanis, las Pastas y las Garcias, se perdona el agravio contra la verosimilitud y las conveniencias teatrales, y se admira la feliz inspiración del compositor y la maestría del artista que con la voz o el instrumento ejecuta sus primores. ¿Por qué no preside una juiciosa economía en la aplicación de la música a la expresión de los afectos, al adorno de ciertas situaciones? ¿Por qué es siempre objeto principal el que generalmente debiera ser accesorio en el teatro? ¿Por qué vemos tan a menudo requebrarse dos amantes con las puntas de los pies, pedirse celos, desesperarse, consolarse, devanando períodos y discursos enteros entre los caprichos de la orquesta y el zapateo de un padedos, de un minué o de una comparsa? ¿Por qué oímos prolongarse un sí o un no con los dulcísimos gorgeos de un personaje que, según la situación en que está colocado, apenas debe tener tiempo ni para pronunciar aquellos brevísimos monosílabos? La razón de este abuso no puede ser otra que la de todos los demás imputables a los melindres del gusto que, cansado de gozar, busca fuera de la naturaleza nuevos estímulos al deleite. ¿Y se corregirá algún día? No es probable que esto suceda mientras no retrograde la civilización, cuyas mayores ventajas nunca podrán disfrutarse sino a costa de algunos sacrificios de menor monta.
Si, pues, ni nos atañe, ni nos es posible, ni tal vez nos importa mucho corregir abusos de esta clase, dejémoslos como los encontramos y vamos tratando y gozando de la música según se nos presenta por los maestros de este arte encantador; que a la verdad, si no hay Orfeos, Anfiones ni Tirteos en nuestros días tampoco prefieren nuestros menestrales el sonido de la flauta a un buen jornal, ni los ecos del clarín y de la trompeta hacen tanto efecto como los cohetes a la Congreve y los cañones de vapor, ni hay para qué los maridos bajen a los infiernos a rescatar una mujer perdida.
No cabe duda en que el teatro de la Ópera Italiana de Londres ha correspondido al principal objeto que tuvo su fundación: a saber, introducir en Inglaterra el gusto y el estudio de la música moderna. La primitiva construcción del edificio representado en la lámina se acabó en 1705, y en aquel mismo año comenzaron a ejecutarse las óperas Italianas en el Teatro de la Reina, que es el nombre que entonces se le dio. Probaron muy bien los primeros ensayos, como que, pocos años después, se trató de hacer permanente el nuevo establecimiento, y se realizó al efecto en tiempo de Jorge I una suscripción de 90.000 libras esterlinas. Con este fondo se le dio un fomento de gran rapidez y lucimiento, llamando a toda costa los mejores profesores y artistas de la Italia, maestra laureada de la moderna música vocal e instrumental.
Este mismo plan se ha seguido hasta el presente, en que el público de Londres, y en él lo más selecto de su grandeza nacional y extranjera, acude a ostentar esplendidez y elegancia y a admirar los talentos más sobresalientes de Italia, España, Alemania y Francia en música y baile.
La música moderna, creada en cierto modo por Guido Aretino, no recibió, sin embargo, todo el impulso que la comunicó aquel grande ingenio hasta muchos años después, cuando a fines del siglo XVI el célebre Zarlino la restauró e hizo tomar vado, siguiendo las huellas del español Bartolomé Ramos, el cual, cien años antes, había ya demostrado la necesidad de suponer alteradas las quintas y cuartas de los instrumentos estables, siendo ésta la primera idea que se tuvo del nuevo temperamento. Imprimióse la obra de Ramos en Bolonia en 1482 bajo el título: Tractatus de Musica. En el de 1495 publicó Guillermo, del Podio sus comentarios en latín sobre la música. En 1510, Francisco Tobat dio a luz en Barcelona un libro de música práctica escrito en español. Diego Ortiz compuso en Roma en 1553 una obra en lengua italiana intitulada: El primer libro de las glosas sobre las cadencias. El sevillano Cristóbal Morales compositor de la capilla pontificia dedicó a Paulo III varias composiciones, muchas veces reimpresas, que le dieron grandísima estimación y crédito. Durante el siglo XVI fueron profesores de la misma capilla pontificia veintidós españoles, muy apreciados todos por sus talentos. Estos y otros españoles sobresalientes en la música fueron los que contribuyeron muy eficazmente a su restauración en el intervalo desde Guido hasta Zarlino, que publicó su obra en 1580. Esta breve noticia tiene cierta analogía con la circunstancia de hallarse al presente la reputación de la Ópera Italiana dignamente servida en el teatro de Londres por la admirable habilidad del Sevillano Manuel García, después de haberlo sido en las principales de Italia y Francia, y por eso la apuntamos en este lugar.
Los ingleses no han sido tan precoces como los italianos y españoles en la cultura de este arte. Hasta el tiempo de la reina Isabel nada habían producido que pudiese competir con las composiciones de Italia. Sus progresos fueron muy lentos aún después de esta época, y aunque Gibbons logró distinguirse, no llegó, sin embargo, a igualar el talento de Purcel, a quien se debe el haber mejorado considerablemente la aria, llevada después a su mayor perfección por Handel, quien puede ser mirado como el restaurador de la música inglesa, cuando ésta se veía amenazada de un retroceso a la antigua barbarie. Ha habido en Inglaterra profesores que en la música instrumental rivalizan con los italianos y alemanes; pero en la vocal son indisputablemente muy inferiores. Debe hacerse, no obstante, una excepción a favor de Mrs. Billington, célebre cantarina de estos últimos tiempos; y aun al presente los aficionados más descontentadizos pasan gustosos del teatro de la Ópera Italiana a los de Drury Lane, Covent Garden y de la Ópera Inglesa, para oír algunas cantatrices que se hacen aplaudir por los apasionados de las Pastas y Catalanis.
El teatro de la Ópera Italiana está situado, como todos los demás teatros principales de la capital, en la parte occidental de esta gran población, haciendo ángulo con la famosa calle de Pall Mall. En 1790 fue destruido por un incendio, y aunque poco después fue reedificado bajo un plan más perfecto, no recibió la forma que hoy tiene hasta el año 1818. Según está en el día, es un magnífico edificio adornado con molduras de estuco y una elegante columnata dórica de hierro colado que le rodea. Ésta forma un espacioso peristilo, en el cual están distribuidas varias habitaciones, vistosas tiendas, botillerías y fondas.
El frente de la portada principal que está a levante está decorado con un primoroso bajo relieve, obra del escultor Mr. Bubb, cuyo ingenioso diseño con relación a la representación alegórica de los objetos, merece notarse. El grupo central representa a Apolo y las Musas con los símbolos de sus respectivos atributos. En cada uno de los dos extremos hay otros grupos de danzas significativos del origen y progresos del arte del baile. Los claros intermedios de la labor, que tiene 86 pies de largo y cinco de alto, están variados con figuras que representan los progresos de la música, y que llegan a juntarse con las del baile. La Atención al sonido se representa por un niño que aplica una concha al oído, y está en actitud de deleitarse con el ruido que percibe; la imitación primitiva del sonido se designa con silbatos de cañas de diferentes formas, y su aplicación se indica por algunos instrumentos groseros, como cuernos y caracoles. Para expresar la reducción del sonido a sistema ha adoptado el artista la idea sugerida por Pitágoras, que movido de la armonía resultante de la repetición de los golpes dados por unos herreros sobre un yunque, principió a hacer pruebas sobre el sonido poniendo en tensión y sacudiendo algunos listones desiguales, precursores de los instrumentos de cuerdas, e hiriendo en vasijas huecas de varias dimensiones, preludios del encajonado sonoro.
Por esta gradación continúa la alegoría hasta dar con la aplicación de la música por los hebreos y egipcios en sus festivales y sacrificios, concluyendo así la historia antigua del argumento y la mitad del cuadro por la parte del mediodía. Las alusiones clásicas al arte música y a su parte científica en el grupo del centro llegan a unirse con el extremo opuesto, donde se representa la escuela música de los romanos en sus progresos relativos, siguiendo éstos hasta la última perfección de la moderna italiana. Este trozo del cuadro corresponde con los grupos danzantes del lado opuesto y remata la composición.
El interior de este teatro, llamado también Teatro del Rey, es muy suntuoso y casi de tanta capacidad como el del famoso coliseo de La Scala en Milán. Las paredes de la sola forman un recinto de 60 pies de largo y 80 de ancho, y la distancia de los palcos de banda a banda es de 46 pies. Las balconadas y fajas de los palcos están divididas en lienzos adornados de pinturas y emblemas, y el techo representa un cielo estrellado, cuyos delicados tintes producen un efecto admirable. Cada palco está colgado con un elegante cortinaje al gusto de los teatros de Nápoles, y contiene seis asientos. Hay cinco órdenes de palcos, en los cuales caben 900 personas cómodamente. En las lunetas de patio pueden colocarse 800 personas con desahogo y otras tantas en la galería. Hay por separado una gran sala de conciertos suntuosamente adornada, que tiene 95 pies de largo, 46 de ancho y 35 de alto. Las decoraciones de este teatro hace realmente honor a los artistas encargados de ellas, y la maquinaria está servida con admirable perfección; pero el foro debiera ser algo más espacioso para los magníficos bailes de acción, cuyo gusto se ha introducido de algunos años a esta parte. La temporada de las representaciones principia por lo regular en el mes de enero y continúa hasta agosto, dándose los martes y sábados de cada semana.