Motivos de Proteo: 041
XL - La vocación: su arraigo inconsciente.
[editar]Hay una misteriosa voz que, viniendo de lo hondo del alma, le anuncia, cuando no se confunde y desvanece entre el clamor de las voces exteriores, el sitio y la tarea que le están señalados en el orden del mundo. Esta voz, este instinto personal, que obra con no menos tino y eficacia que los que responden a fines comunes a la especie, es el instinto de la VOCACIÓN. Verdadero acicate, verdadera punzada, como la que, en su raíz original, significa este nombre de instinto, él se anticipa a la elección consciente y reflexiva y pone al alma en la vía de su aptitud. La aptitud se vale de él como los pájaros del supuesto sentido de orientación, por el cual hallarían el camino cierto en la espaciosidad del aire. ¿Adónde va el pájaro sin guía sobre la llanura inmensa; en medio del laberinto de los bosques; entre las torres de las ciudades? A la casuca, al nido, a término seguro. Así, sin conocimiento de la realidad, sin experiencia de sus fuerzas, sin comparación entre los partidos posibles, el alma que ve abrirse ante sí el horizonte de la vida, va por naturaleza al campo donde su aplicación sera adecuada y fecunda. A veces se revela tan temprano, y tan anterior a toda moción externa, este instinto, que se asemeja a la in tuición de una reminiscencia. Otras veces se manifiesta tan de súbito y de tan resuelta manera, cuando ya el alma ha entrado en el comercio del mundo, que sugiere la idea de una real vocación, esto es, de una verdadera voz que llama. «Sígueme ¡oh Mateo!». Otras veces, en fin, después de indecisiones en que parece revelarse la ausencia del saber inequívoco y palmario del instinto, surge la vocación tan clara y enérgica como si las dudas hubieran sido resueltas por el fallo de una potestad superior: tal se contaba, en la antigüedad, que surgió de la respuesta de la Pythia, para Aristóteles y para Licurgo.
La repentina conciencia que un alma, hasta entonces ignorante de sí misma, adquiere de su vocación, suele acompañarse de un estremecimiento tan hondo y recio en las raíces de la vida moral, en los obscuros limbos donde lo espiritual y lo orgánico se funden, que la emoción semeja un vértigo o un síncope; y a veces dura, como un mal del cuerpo, la huella que deja en la carne esa sacudida o arranque misterioso. Cuando Malebranche sintió anunciársele su genialidad metafísica leyendo el Tratado del hombre de Descartes, que puso ante sus ojos la imagen de una aptitud semejante a la que él llevaba, sin conocerlo, dentro de sí mismo, las palpitaciones de su corazón le sofocaban a punto de forzarle a interrumpir la lectura. Wagner nada sabía de su vocación musical, antes de oír, por primera vez, en un concierto de Dresde, una sinfonía de Beethoven. Trastornado por la intensidad de la emoción, llega enfermo, enfermo de verdad, a su casa; y cuando pasados los días, vuelve a su ser normal, tiene ya plena conciencia de su vocación y se apresta para acudir a ella.
Energía que arraiga en el fondo inconsciente y genial de la personalidad, la vocación prevalece sobre los más altos y categóricos motivos de determinación voluntaria. Un padre moribundo, médico decepcionado de su ciencia, llama junto al lecho a su hijo, y le persuade a jurar que abandonará el propósito de estudiarla. El juramento sagrado hace fuerza, durante cierto tiempo, en el ánimo del hijo; pero, al cabo, la soberana voz interior recobra su ascendiente, y ese inculpable perjuro será Walter, el gran anatomista de Koenigsberg. Puede la razón del mismo que se siente fatalmente llevado a cierto género de actividad, condenar y aborrecer el objeto de ésta, sin que por ello la vocación pierda un ápice de su fuerza e imperio. El gran capitán de los reinados de Marco Aurelio y de Cómodo: Albino, es fama que reprobando las armas con toda la sinceridad de su pensamiento, perseveraba en ellas por ímpetu irresistible de su naturaleza, lo que le movía a decir que para él fue ideado el verso de Virgilio: Arma amens capio, nec sat rationis in armis.
En medio de los obstáculos del mundo; del abandono y la adversidad; del desdén y la injusticia de los hombres, la vocación hondamente infundida se desenvuelve con esas porfías indomables que recuerdan las significativas figuraciones en que la fantasía pagana expresó la tenacidad de un don o carácter que se identifica con la esencia de un ser: tal la repetidora Eco, que, muerta y despedazada, no pierde su facultad; la lengua de Filomela que, cortada por su forzador, sigue murmurando sus quejas; Niobe, que, convertida en piedra, llora todavía; o el ensimismado Narciso, que después de descender al averno, aún busca, en las negras aguas de la Estigia, la hermosura de su imagen.
Pero si, una vez desembozada y en acto, la vocación profunda manifiesta esta nota de fuerza fatal, no siempre toma franca posesión del alma sin que la voluntad la busque y anime. Suele ser, la vocación, tardía y melindrosa en declarar su amor, aun cuando luego pruebe, con su constancia, cuán verdadero era; por donde se parece en ocasiones al enamorado tímido y al pobre vergonzante, en quienes la vehemencia del deseo lucha con lo flaco de la decisión. Para consuelo del enamorado y del pobre que sufren por este íntimo conflicto, la naturaleza ha distribuido, entre sus gracias delicadas, un arte fino y sutil, de que suele hacer beneficio tanto a las voluntades sabias en ardides de amor, como a las almas piadosas. Es éste el arte de provocar el atrevimiento, de modo que no se percate de la provocación el provocado, que le tiene por propio y natural impulso suyo. ¡Cuánta perspicacia y habilidad; qué intuitivo hallazgo de la actitud, el gesto y la palabra; qué justo punto medio entre contrarios extremos de insinuación y de desvío, para determinar al labio trémulo a la audacia de la confesión; o a la mano contenida, al recibimiento de la dádiva!... Pues algo de este arte ha menester la voluntad puesta en la obra de vencer la hesitación de ciertas vocaciones: ya para despejar y definir el rumbo de una vocación conocida; ya para que se nos acerque y anuncie una que aún no sabemos cuál sea, pero que acaso nos tiene puestos los ojos en el alma y espera así el momento en que la voluntad, cambiando, por la observación y la prueba, las actitudes del espíritu, acierte con aquella que provocará su atrevimiento.