Motivos de Proteo: 073
LXXII - Voz inquietante. Los mármoles sepultos.
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Y ahora quiero dar voz a un sentimiento que, en el transcurso de este divagar sobre las vocaciones humanas, cien veces me ha subido del corazón, repitiendo por lo bajo una pregunta que viene, en coro, de mil puntos dispersos, y suena en son de amargura y agravio. Dice la pregunta: «¿Y nosotros?»...; y me deja una desazón semejante a la que experimento cuando me figuro los mármoles antiguos que permanecen sepultados e ignorados para siempre...
Cada vez que, por revelación de la casualidad, como cuando se iluminó de hermosura el campo venturoso de Milo; o de la investigación sagaz, que impone a la avaricia de las ruinas sus conjuros, la civilización recupera una obra de arte perdida o ignorada: una estatua, un bajorrelieve, un vaso precioso, un frontón, una columna, el mismo pensamiento me obsede. De la idea de ese objeto ganado, para la gloria y la admiración humanas, al reino de las sombras, pasa mi mente a aquellos otros que aún permanecen ocultos, entre el polvo de grandezas concluidas, en soledad agreste o profunda prisión: allá en el Ática, en sus llanos gloriosos y sus colinas purpúreas; en Olimpia y Corinto, ricas de tesoros arcanos; bajo las ondas del mar de Jonia y del Egeo, o bien bajo el gran manto de Roma y las lavas seculares de Nápoles. Transparentando la corteza de la tierra y las aguas del mar, ilumina mi espíritu ese seno oriental del Mediterráneo, donde hunden sus áncoras eternas las rocas sobre que alzó sus ciudades la raza por quien empezó a ser obra de hombres la belleza; y en una rara, hiperbólica figuración, tierra y mar se me representan como una inmensa tumba de estatuas, museo disperso donde la piedra que fue olímpica, los despojos de los dioses que, en seis siglos de arte, esculpieron los cinceles de Atenas, de Sicione y de Pérgamo, reposan bajo la agitación indiferente de la Naturaleza, que un día personificaron, y de la humanidad, que fue suya...
Dioses caídos, dioses de mármol y de bronce volcados por el ala del tiempo o el arrebato de los bárbaros; hechos para la luz y condenados a la sombra de un misterio sin majestad y sin decoro, su imagen me suspende en una suerte de angustia de la imaginación. De su actual sepulcro, algunos resurgirán, quizás, en la deslumbradora plenitud de su belleza; intactos, salvados, por misteriosa elección, de los azares que se conjuran para su abandono: como esos pocos que la humanidad ha podido reponer enteros sobre el pedestal, con entereza no debida a restauraciones profanas, y que perpetúan, en la promiscuidad de los museos, la actitud con que ejercieron su soberanía desdeñosa sobre frentes no menos serenas que ellos mismos... Otros, despedazados, truncos; devueltos, como tras el golpe vengador de los Titanes, a las caricias de la luz; vejados por la superstición, tumbados en los derrumbes, mordidos por el fuego, hollados por los potros que pasaron en la vorágine de las irrupciones, entregarán a la posteridad un adorable cuerpo decapitado, como la Nice de Samotracia; un torso maravilloso, como el Hércules de Belvedere; y su invalidez divina hará sentir a los que sean capaces de reconocer su hermosura, la especie sublime de piedad que experimentaba, en presencia de los infortunios de estirpes sobrehumanas, el espectador de Esquilo o de Sófocles...
Pero los que más me conmueven son aquellos que no resucitarán jamás; los que no han de incorporarse ni al llamado de la investigación ni al del acaso; los que duermen un sueño eterno en las entrañas del terrón que nunca partirá el golpe del hierro, o en los antros del mar, donde el secreto no será nunca violado: detentadores de una belleza perdida, perdida para siempre, negada por cien velos espesos a los arrobos de la contemplación, y que, persistiendo en la integridad de la forma, a un mismo tiempo vive y ha muerto...