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Motivos de Proteo: 079

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LXXVIII - Áyax.

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... Florecía el jacinto en los prados de Laconia y a márgenes del Tíber, y había una especie de él cuya flor tenía estampados, sobre cada uno de los pétalos, dos signos de color obscuro. El uno imitaba el dibujo de una alpha; el otro el de una i griega. La imaginación antigua se apropió de esto como de toda singularidad y capricho de las cosas. En la égloga tercera de Virgilio, Menalcas propone, por enigma, a Palemón, cuál es la flor que lleva escrito un nombre augusto. Alude a que con las dos letras del jacinto da comienzo el nombre de Áyax, el héroe homérico que envuelto por la niebla en densas sombras, pide a los dioses luz, sólo luz, para luchar, aun cuando sea contra ellos.

En tiempos en que Roma congregaba todas las filosofías, vivió en ella Lupercio, geómetra y filósofo. De un amor juvenil tuvo Lupercio una hija a quien dio el nombre de Urania y educó en la afición de la sabiduría. Imaginemos a Hipatia en un albor de adolescencia: candorosa alma de invernáculo sobre la cual los ojos habían reflejado tan intensamente la luz que parte de las Ideas increadas y baña la tersa faz de los papiros, como poco y en reducido espacio la luz real que el sol derrama sobre la palpitación de la Naturaleza. Nada sabía del campo. Cierto día, una ráfaga que vino de lo espontáneo y misterioso de los sentimientos, llamóla a conocer la agreste extensión. Dejó su encierro. Desentumida el alma por el contento de la fuga, vio extenderse ante sí, bajo la frescura matinal, el Agro romano. La tierra sonreía, toda llena de flores. Junto a una pared en ruina el manso viento mecía unas de color azul, que fueron gratas a Urania. Eran seis, dispuestas en espiga a la extremidad de esbelto bohordo, cuya graciosa cimbra arrancaba de entre hojas comparables a unos glaucos puñales. Urania se inclinó sobre las flores de jacinto; y más que con la suavidad de su fragancia, se embelesó con aquellas dos letras, que provocaron en su espíritu la ilusión de una Naturaleza sellada por los signos de la inteligencia. Aún fue mayor su hechizo al columbrar que, como impresión de la Idea soberana, era el nombre de Áyax el que estaba así desparramado sobre lo más limpio y primoroso de la corteza del mundo; segura prenda -pensó- de que, por encima de los dioses, resplandece la luz que Áyax pidió para vencerlos... Pero las flores no tenían sino dos letras de aquel nombre, y en Urania dominaba un concepto sobrado ideal del orden infinito para creer que, una vez el nombre comenzado por mano de la Naturaleza, hubiera podido quedar, como en aquellas flores, inconcluso. Ocurrió en vano a nuevos bohordos de jacinto. Quizá las letras que faltaban se hallarían sobre las hojas de otras flores. Grande era lo visible del campo, y en toda su extensión variadas flores lo esmaltaban. Buscando las letras terminales aventuróse Urania campo adentro. Miró en las margaritas, mártires diezmadas por la rueda y el casco; en las rojinegras amapolas; en los narcisos, que guardan oro entre la nieve; en los pálidos lirios; en las violetas, amigas de la esquividad; llegó a la orilla de una charca donde frescos nenúfares mentían imágenes del sueño de la onda dormida. Todo en vano... Tanto se había obstinado en la búsqueda que ya se aproximaba la noche. Contó su cuita a un boyero que recogía su hato, y él se rió de su candor. Cansada, y triste con la decepción que desvanecía su sueño de una Naturaleza sellada por las cifras de las ideas, volvió el paso a la ciudad, que extendía, frente adonde se había abismado el sol, su sombra enorme.

Éste fue el día de campo de Urania. En presencia de los destinos incompletos; de la risueña vida cortada en sus albores; del bien que promete y no madura, ¡quién no ha experimentado alguna vez el sentimiento con que se preguntaba Urania cómo la Naturaleza pudo no completar en ninguna parte el nombre de Áyax habiendo impreso las dos primeras letras en la corola del jacinto!...

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