Motivos de Proteo: 116

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CXV - Convicción, fe. La tolerancia y cómo ha de entendérsela.[editar]

Exista el Hylas perdido a quien buscar, en el campo de cada humano espíritu; viva Hylas para cada uno de nosotros. Pongamos que él no haya de parecer jamás: ¿qué importa, si el solo afán de buscarle es ya sazón y estímulo con que se mantiene el halago de la vida?

Un supremo objeto para los movimientos de nuestra voluntad; una singular preferencia en el centro de nuestro corazón; una idea soberana en la cúspide de nuestro pensamiento...; no a modo de celosas y suspicaces potestades, sino de dueños hospitalarios y benévolos, a cuyo lado haya lugar para otras manifestaciones de la vida que las que ellos tienen de inmediato bajo su jurisdicción; aunque, indirecta y delicadamente, a todas las penetren de su influjo y las usen para sus fines.

Ya por el moroso Idomeneo supimos cómo la perseverancia en una alta idealidad, cómo el fervor de un gran designio, puede hermanarse con un tierno interés por las demás cosas bellas y buenas que abarca la extensión infinita del mundo. Fijemos otro aspecto de esta misma virtud de simpatía; pasémosla de la relación entre las distintas vocaciones y formas de la actividad, a la relación entre las diferentes doctrinas y creencias: considerémosla por su influjo en nuestra convicción o nuestra fe. En esta esfera, esa virtud es la fecunda y generosa tolerancia.

La tolerancia: término y coronamiento de toda honda labor de reflexión; cumbre donde se aclara y engrandece el sentido de la vida. Pero comprendámosla cabalmente: no la que es sólo luz intelectual y está a disposición del indiferente y del escéptico, sino la que es también calor de sentimiento, penetrante fuerza de amor. La tolerancia que afirma, la que crea, la que alcanza a fundir, como en un bronce inmortal, los corazones de distinto timbre... No es el eclecticismo pálido, sin garra y sin unción. No es la ineptitud de entusiasmo, que en su propia inferioridad tiene el principio de una condescendencia fácil. No es tampoco la frívola curiosidad del dilettante, que discurre al través de las ideas por el placer de imaginarlas; ni la atención sin sentimiento del sabio, que se detiene ante cada una de ellas por la ambición intelectual de saberlas. No es, en fin, el vano y tornadizo entusiasmo del irreflexivo y veleidoso. Es la más alta expresión del amor caritativo, llevado a la relación del pensamiento. Es un transporte de la personalidad (que no se da sin un piadoso prejuicio de benevolencia y optimismo) al alma de todas las doctrinas sinceras; las cuales, sólo con ser creaciones humanas, obra de hombres, trabajada con los afanes de su entendimiento, y madurada al calor de su corazón, y ungida por la sangre y las lágrimas de sus martirios, merecen afecto e interés, y llevan en sí cierta virtud de sugestión fecunda; porque no hay esfuerzo sincero encaminado a la verdad que no enseñe algo sobre ella, ni culto del Misterio infinito, que, bien penetrado, no rinda al alma un sabroso dejo de amor...