Motivos de Proteo: 130
CXXIX - La idea que se organiza en escuela o partido, pierde fatalmente parte de su esencia. Nombres que engendran odio.
[editar]Desde el instante en que una idea se organiza en escuela, en partido, en secta, en orden instituido con el objeto de moverla y hacerla prevalecer como norma de la realidad, ya fatalmente pierde una parte de su esencia y aroma, del libre soplo de vida con que circulaba en la conciencia del que la concibiera o reflejara, antes de que la palabra del credo y la disciplina de las observancias exteriores la redujesen a una inviolable unidad. Y a medida que el lazo de esta unidad se aprieta, y que su propaganda y su milicia, confirmándose, han menester de más medido y estrecho movimiento, su espíritu enflaquece, y lo que la idea gana en extensión aumentando la numerosidad de su rebaño, piérdelo de hondor en la conciencia individual.
No es en las tablas de la fórmula, no es en las ceremonias del rito, ni en la letra del programa, ni en la tela de la bandera, ni en las piedras del templo, ni en los preceptos de la cátedra, donde la idea está viva y da su flor y su fruto. Vive, florece y fructifica la idea, realiza la fuerza y virtud que tiene en sí, desempeña su ley, llega a su término y se transforma y da de sí nuevas ideas, mientras se nutre en la profundidad de la conciencia individual; expuesta, como la nave lo está al golpe de las olas, a los embates de la vida interior de cada uno: libremente entregada a las operaciones de nuestro entendimiento, a los hervores de nuestro corazón, a los filos de nuestra experiencia; como entretejida e identificada con la viva urdimbre del alma.
No ya la inmutabilidad del dogma en que una idea cristaliza, y la tiranía de la realidad a que se adapta al trascender a la acción: el solo, leve peso de la palabra con que la nombramos y clasificamos, es un obstáculo que a menudo basta para trabar y malograr, en lo interior de las conciencias, la fecunda libertad de su vuelo.
La necesidad de clasificar y poner nombre a nuestras maneras de pensar, no se satisface sin sacrificio de alguna parte de lo que hay en ellas de más esencial y delicado. De esa necesidad nacen errores y limitaciones que, no sólo adulteran la íntima realidad de nuestro pensamiento en el concepto de los otros, sino que, por el maravilloso poder de sugestión que está vinculado a las palabras, reaccionan sobre nosotros mismos, y ponen como bajo un yugo, o mejor, comprimen como dentro de un molde, el natural desenvolvimiento de la idea que ha hecho su nido en nuestra alma. -«¿Qué filosofía, qué religión profesas; cuál es, en tal o cual respecto, la doctrina a que adhieres?» Y has de contestar con un nombre; vale decir: has de vestirte de uniforme, de hábito... Para quien piensa de veras ¡cuán poco de lo que se piensa sobre las más altas cosas, cabe significar por medio de los nombres que pone a nuestra disposición el uso! No hay nombre de sistema o escuela que sea capaz de reflejar, sino superficial o pobremente, la complejidad de un pensamiento vivo. ¡Y cuán necesario es recordar esta verdad a cada instante! Una fe o convicción de que sinceramente participas es, en lo más hondo de su carácter, una originalidad que a ti solo pertenece; porque si las ideas que arraigan en ti con fuerza de pasión, te impregnan el alma con su jugo, tú, a tu vez, las impregnas del jugo de tu alma. Y además, una idea que vive en la conciencia, es una idea en constante desenvolvimiento, en indefinida formación: cada día que pasa es, en algún modo, cosa nueva; cada día que pasa es, o más vasta, o más neta y circunscrita; o más compleja, o más depurada; cada día que pasa necesitaría, en rigor, de nueva definición, de nuevo credo, que la hicieran patente; mientras que la palabra genérica con que has de nombrarla es siempre igual a sí misma... Cuando doy el nombre de una escuela, fría división de la lógica, a mi pensamiento vivo, no expreso sino la corteza intelectual de lo que es en mí fermento, verbo, de mi personalidad entera; no expreso sino un residuo impersonal, del que están ausentes la originalidad y nervio de mi pensamiento y los del pensamiento ajeno que, por abstracción, identifico en aquella palabra con el mío. La clasificación de las ideas nos da, en un nombre, un vínculo aparente de simpatía y comunión con multitud de almas que, penetradas en lo substancial de su pensar, en lo que éste tiene de innominado e incomunicable, fueran para nosotros almas de enemigos. ¡Ay! cuántas veces los que realmente son hermanos de alma, han de permanecer para siempre separados por esa pared opaca y fría de un nombre; porque la íntima verdad de su alma, donde estaría el lazo de hermandad, no encuentra nombre que la transparente entre aquellos que las clasificaciones usuales tienen destinados para las opiniones de los hombres!
Y no tan sólo desconocimiento y frialdad: odio y muerte, a raudales, han desatado entre humanos pechos los nombres de las ideas: sus nombres, antes que su esencial realidad; y por de contado, muy antes que lo que está aún más hondo que ellas: el espíritu, y la intención, y la fe; odio y muerte -¡pena infinita!- entre quienes, si recíprocamente se vieran, por intuitivo relámpago, el fondo del alma, rota esa venda de los nombres adversos, se hubieran confundido, allí, sobre el mismo ensangrentado campo de la lucha, en inmenso abrazo de amor!