Motivos de Proteo: 142
CXLI - Ante los muros de la cárcel. El criminal heroico. Fatalidad de un momento. El epiléptico en la tumba.
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Ante los muros que separan de la sociedad humana la sombra de una cárcel, cuántas veces he sentido porfiar, en el fondo de mi mente -en el fondo huraño y selvático donde las ideas no tienen ley-, este pensamiento tenaz: ¿qué no podría hacer la vida, el recobro del goce natural de libertad, acción y amor, con muchas de esas almas quitadas de la vida como agua soterrada que no corre ni envía sus vapores al cielo? ¿qué no podría hacer con ellas un grande impulso de pasión, un grande estímulo, un grande entusiasmo, un horizonte abierto, una embriaguez de dicha y de sol?...
Y ante el relato de un crimen que hace que midamos el abismo de un alma proterva, trágica por la fuerza aciaga de la perversidad y del odio, cuántas veces he experimentado, aún más intensa quizá que la abominación por el mal que fue objeto de esa fuerza, un sentimiento, de admiración y... ¿cómo lo diré?... de codicia; de codicia comparable con la que, ante el impulso desplegado por el huracán devastador, o el mar iracundo, o el alud que derriba casas y árboles, experimentaría quien se ocupara en buscar un motor nuevo, una nueva energía material de que adueñarse para magnificar el trabajo y el poder de los hombres.
En la quietud, en la acumulación baldía de la cárcel, hay fuerza virtual de voluntad y de pasión, que, enderezada a un alto objeto, sería bastante para animar y llevar tras sí, con avasallador dinamismo, a ese rebaño humano que veo pasar bajo el balcón si levanto los ojos; en su mayor parte, inútil para el bien, inútil para el mal: ¡polvo vano que solevantan el egoísmo y el miedo!
Está más cerca de aquella noche tenebrosa que de esta pálida penumbra la luz por que se anuncia súbitamente el Espíritu... Y es más fácil hacer un Pedro el Ermitaño, o un Jerónimo Savonarola, o un Bartolomé Las Casas, de un criminal apasionado, que de un hombre recto que no tenga más que la fría rectitud que se funda en interés y discreción. Cuando se pone fuego a una selva, una vegetación del todo diferente de la que había, brota y arraiga entre las cenizas del incendio. Es que gérmenes ocultos, vencidos hasta entonces por los que en la selva prevalecían, se manifiestan y desenvuelven a favor de la fertilidad del suelo, pródigo de sí, que dio esplendente prosperidad a los unos, como la dará, no menos franco y liberal, a los otros. Llámense aquéllos los gérmenes de la maldad heroica; éstos los de la heroica virtud. Vive una esperanza eternamente enamorada del alma en donde hay fuerza, condición de todas las superioridades, lo mismo las buenas que las malas. A mucha suerte de gérmenes es propicio el suelo rico de calor y de jugo.
En el conflicto de dos potencias antitéticas, que se disputan el gobierno de un alma, si la una es vencida y la otra prevalece, adquiere realidad la superstición de ciertos salvajes, que imaginan que el valor y fuerza del caído pasan a incorporarse al ánimo del vencedor. ¿Qué otro sentido tiene la observación de que es en el pesar y espanto de la culpa donde la santidad recogió siempre cosecha más opima, y de que la intensidad de la virtud guarda proporción con la causa del arrepentimiento?
Pero además de las poderosas y extraordinarias energías, para siempre anuladas con su primera aplicación al mal: aun en lo que se refiere al vulgo del crimen, ¡cuánto dolor en la fatalidad que unce el destino de una vida al yugo de lo que puede haber de fatal también en la sugestión de una ráfaga perversa!... La criminalidad recoge buena parte de su ración de almas dentro de la inmensa multitud de los que cruzan el temeroso campo de la vida sin forma propia y fija de personalidad; de los que en esta incertidumbre e indiferencia vagan, mientras el impulso de un momento no los precipita del lado de su condenación, como otro impulso de un momento los alzaría a lo seguro de la honra. Con frecuencia el culpado fue, hasta el preciso instante de su culpa, lo que yo llamaría una conciencia somnolienta, especie abundantísima. Fue, hasta ese instante, el que aún no es malo ni bueno. Fue aquel que, mohíno por su desamparo y miseria, marcha una noche, al acaso, por las calles, sin determinación de hacer cosa que tenga trascendencia en su vida. Ve, tras una ventana, un montón de oro que relumbra, y un hombre indefenso junto a él: un mal demonio le habla al oído, y roba y mata. A lo instantáneo de la tentación y de la culpa, sigue la perdurable necesidad social de la ignominia. Si el azar le hubiera puesto frente a una casa que fuese presa del incendio, y hubiese visto, allá en lo alto, una mujer o un niño a punto de perecer entre las llamas, quizá un buen ángel le habría hablado al oído, y él se hubiera consagrado de héroe, y después de tal iniciación, perseveraría, probablemente en el bien, y suyas para siempre fueran la dignidad y la gloria.
¿Con qué he de comparar lo que siento cuantas veces sé que un hombre joven y fuerte pasa, para ya no salir, o bien para salir con la cabeza blanca, las puertas de la casa de amarga paz, de la casa de esclavitud y de vergüenza? Con el sentimiento de angustia que experimentamos ante la horrenda fatalidad del epiléptico que toma las apariencias del cadáver y es llevado en vida a la tumba. ¡Quizá hubiera despertado, el epiléptico, para vivir mucho más; quizá su vida hubiese sido hermosa y buena!... ¿Y su desesperación cuando recobra el sentido en el encierro pavoroso?... Cierto es que esta desesperación dura un instante, un instante no más; porque, si mientras aún no fue sepultado puede haber duda sobre si en realidad estaba muerto: después de que ha pasado una hora en la clausura adonde no llegan luz ni aire ¿quién dudará de que ha muerto de verdad?...