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Motivos de Proteo: 149

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CXLVIII - La vida es arte supremo.

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Quien, voluntaria y reflexivamente, contribuye a la renovación de su vida espiritual, ¿qué hace sino llevar adelante la obra, incapaz de término definitivo, que comenzó para él cuando aprendió a coordinar el primer paso, a balbucir la primera palabra, a reprimir por primera vez el natural impulso de fiereza? ¿Qué más es la educación, sino el arte de la transformación ordenada y progresiva de la personalidad; arte que, después de radicar en potestad ajena, pasa al cuidado propio, y que, plenamente concebido, en esta segunda fase de su desenvolvimiento, se extiende, desde el retoque de una línea: desde la modificación de una idea, un sentimiento o un hábito, hasta las reformas más vastas y profundas: hasta las plenas conversiones, que, a modo de las que obró la gracia de los teólogos, imprimen a la vida entera nuevo sentido, nueva orientación, y como que apagan dentro de nosotros el alma que había y encienden otra alma. Arte soberano, en que se resume toda la superioridad de nuestra naturaleza, toda la dignidad de nuestro destino, todo lo que nos levanta sobre la condición de la cosa y del bruto; arte que nos convierte, no en amos de la Fatalidad, porque esto no es de hombres, ni aun fue de los dioses, pero sí en contendores y rivales de ella, después de lograr que dejemos de ser sus esclavos.

Sólo porque nos reconocemos capaces de limitar la acción que sobre nuestra personalidad y nuestra vida tienen las fuerzas que clasificamos bajo el nombre de fatalidad, hay razón para que nos consideremos criaturas más nobles que el buey que emplearnos en labrar el surco, el caballo cuyo lomo oprimimos y el perro que lame nuestros pies. Por este privilegio, que nos alza a una noble sublimidad: como disciplinados y como rebeldes, reaccionamos sobre nuestras propensiones innatas, y a veces les quitamos el triunfo; resistimos la influencia de las cosas que nos rodean; sujetamos los hábitos naturales o adquiridos, y merced a la táctica de la voluntad puesta al servicio de la inteligencia, constituimos nuevos hábitos; adaptamos nuestra vida a un orden social, que, recíprocamente, modificamos adaptándolo a nuestros anhelos de innovación y de mejora; prevenimos las condiciones que nos rodearán en lo futuro, y obramos con arreglo a ellas; intervenimos en la ocasión y estímulo de nuestras emociones, y en el ir y venir de nuestras imágenes, con lo que ponemos la mano en las raíces de donde nace la pasión; y aun la fuerza ciega y misteriosa del instinto, que representa el círculo de hierro de la animalidad, se hace en nosotros plástica y modificable, porque está gobernada y como penetrada por la activa virtud de nuestro pensamiento.

Esta capacidad, esta energía, se halla potencialmente en toda alma; pero en inmensa muchedumbre de ellas, apenas da razón de sí: apenas pasa, sino en mínima parte, a la realidad y la acción; y sólo en las que componen una restricta aristocracia, sirve de modo consciente y sistemático a una idea de perfeccionamiento propio. Aparecería en la plenitud de su poder si todos atináramos a considerar nuestra vida como una obra de constante y ordenado progreso, en la que el alma adelantase, por su calidad e íntimo ser, como quien asciende exteriormente en preeminencia o fortuna.

Pero ¡cuán pocos son los que se consagran a tal obra, con amor y encarnizamiento de artistas ya que no se le consagraran con devoción de creyentes en una norma imperativa de moralidad! Porque arte verdadero hay en ella; arte superior a cualquier otro. Las grandes existencias, en que la voluntad subyuga y plasma el material de la naturaleza con sujeción a un modelo que resplandece mientras tanto en la mente, son reales obras de arte, dechados de una habilidad superior, a la cual la substancia humana se rinde, como la palabra en el metro, la piedra en la escultura, el color en la tela. Así, en Goethe la obra de la propia vida parece una estatua; una estatua donde el tenaz y rítmico esfuerzo de la voluntad, firme como cincel con punta de diamante, esculpe un ideal de perfección serena, noble y armoniosa. La vida de San Francisco de Asís está compuesta como una tierna y sublime música. Para encontrar imagen a la vida de monarcas como Augusto o como Carlomagno, sería preciso figurarse uno de esos monumentos cíclicos de la arquitectura, que encarnan en la piedra el genio de una civilización: templo clásico o cristiana basílica. El arte de la vida de Franklin es el de una máquina, donde la sabia e ingeniosa adecuación de los medios al fin útil, y la economía de la fuerza, alcanzan ese grado de conveniencia y precisión en que la utilidad asume cierto carácter de belleza.