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Napoleón en Chamartín/IX

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IX

Quiere el buen orden de esta narración, que ahora deje a un lado la gran figura del Gran Capitán, con cuyas eminentes dimensiones se llena toda la historia de aquellos tiempos; que también pase en silencio por ahora no sólo las hazañas que piensa hacer, sino sus admirables sentencias y el dictamen profundo que sobre los asuntos de la guerra daba, y pase a ocuparme de D. Diego de Rumblar. Es el caso que una noche encontrele camino de la calle de la Pasión; y al instante me cosí a su capa, resuelto a seguirle hasta la mañana, si preciso era.

-¡Oh Gabriel! ¡Qué caro te vendes! Chico, toma tus dos reales. No me gustan deudas.

-¿Ya ha salido Vd. de apuros? No será por lo que le haya dado el Sr. de Cuervatón.

-¡Miserable usurero! No pienso pedirle más porque ahora tengo todo lo que me hace falta. ¿A que no saltes quien me lo da? Pues me lo da Santorcaz.

-Eso es raro, porque yo suponía al señor D. Luis más en el caso de recibir que de dar.

-Pues ahí verás tú. Ahora tiene mucho dinero, sin que sepa yo de dónde le viene. Parece un potentado el tal Santorcaz. ¡Cuánto me quiere y con cuánto talento me indica todo lo que debo hacer! Habías de verle cómo me ofrece dinero y más dinero, por supuesto dándoleun recibito en toda regla. Ayer me prestó mil y quinientos reales que necesitaba para comprarle un collar de corales a la Zaina.

-¿Y es posible que gaste Vd. su dinero en tales obsequios, cuando tiene una tan linda novia con quien se ha de casar?...

-Qué quieres, chico: una cosa es el noviazgo, y otra es tener uno una mujer... pues. La Zaina me vuelve loco.

-¿Pero no se casa Vd.?

-¿Pues no me he de casar? Por de contado. Me parece que alguien de la familia se opone; pero no me apuro mientras tenga de mi parte a la marquesa. El casamiento es indispensable, porque es cosa de conveniencia. Mi madre me dice en todas sus cartas que si no me caso pronto, me abrirá en canal. La boda sobre todo; pero lo cortés no quita a lo valiente. ¿Has conocido mujer más salada, más seductora que la Zaina?

-Pues yo he oído, y esto lo digo para que Vd. se ande con tiento, que el Sr. de Mañara es el cortejo de la Zaina.

-Así se dice... pero a mí con esas... Puede que en un tiempo mi amigo D. Juan tuviera ese capricho; pero ya no hay tal cosa.

-Y que D. Juan salía al amanecer de casa de la Zaina, cierto es, porque yo lo he visto.

-Nada de eso hace al caso -repuso D. Diego con petulancia-. Lo que es hoy, Ignacia se está muriendo por el que está dentro de esta capa. Ya verás esta noche cómo no me quita los ojos de encima. Además, yo sé que Mañara bebe los vientos por otra mujer.

-¿Por otra?

-Mejor dicho, por dos. Mañara ha vuelto a enredarse con la señora aquella que fue causa de un escándalo el año pasado, según oí contar, y además anda en tratos con la María Sánchez, hermana de la Pelumbres. Y que con la Zaina no tiene nada, lo prueba que anoche se pusieron de vuelta y media en casa de esta. ¡Bonito pañuelo de encajes, y bonita mantilla blanca lució en los novillos de anteayer la Pelumbres! Todo es regalo de Mañara, y anoche estuvieron juntos en la cazuela del Príncipe, y fueron después a cenar en casa de la González. De modo que nadie me disputa a mi Zainita de mi alma.

En esto llegamos a casa de la semidiosa de las coles, lechugas y tomates, y vímosla trasegando de un pequeño tonel a media docena de botellas una buena porción de aguardiente, al cual, como católica cristiana, administraba el primer sacramento con el Jordán de un botijo de agua que allí cerca tenía. Lejos de ella, y a otro extremo de la salita, se calentaban junto a un braserillo el tío Mano de Mortero, padre de la Zaina, Pujitos y el simpático cortador de carne, a quien llamaban Majoma, los tres muy enredados en una calurosa conversación sobre los negocios públicos. Sin hacer caso de aquel grupo, que a su vez no lo hacía de los visitantes, D. Diego y yo nos fuimos derechamente a la Zaina, y aquí me corresponde hacer de ella la más exacta pintura que esté a mis cortos alcances.

Era Ignacia Rejoncillos la más hermosa esculturade carne humana que he visto; y digo esto no porque yo la viese jamás en aquel traje que suelen usar la Venus de Médicis, la de Milo ni otras marmóreas damas por el mismo estilo, sino porque claramente se le traslucían, a favor de los vestidos de entonces, la corrección, elegancia y proporcional forma de las distintas partes de su cuerpo; que el traje, lejos de afear estas femeninas esculturas, antes bien las hermosea, y más admirables son supuestas que vistas.

Guapísima de rostro, tenía un blanco nacarado, sin que jamás se hubiese puesto otro afeite que el del agua clara, y unos ojos chispos, pardos, adormecidillos, tan pronto lánguidos como enardecidos, de esos medio santurrones y medio borrachos, que suelen encontrarse viajando por tierra de España, detrás del cajón de una plazuela, al través de las rejas de un convento, y para decirlo todo de una vez, lo mismo en cualquier paraje público que privado. Aunque algo chatilla, sus dientes de marfil, su linda boca, que era puerta de las insolencias, su garganta y cuello alabastrino bastaban a oscurecer aquel defecto. Las manos no eran finas, como es de suponer; pero sí los pies, dignos de reales escarpines, y tenía además otro encanto particularísimo, cual era el de una voz suave, pastosa y blanda, cuyo son no es definible, y a quien daba mayor gracia lo incorrecto de la pronunciación y los solecismos que embutía en el discurso.

-Querida Zaina -le dijo amorosamente don Diego-, anoche soñé contigo.

-Y yo con las monas del Retiro -contestó ella.

-Soñé que me querías mucho, y cuando desperté estuve llorando media hora al ver que todo era sueño.

-¿Y cuánto me quiere su merced? Lo que hace yo, estoy toda muerta y tengo el corazón hecho un ginovesado de tanto quererle.

-¡Si dijeras verdad, ingrata Proserpina, orgullosa Juno, artificiosa Circe! Tu corazón es de duro diamante o risco, y en vano mi amor quiere traspasarle con los acerados dardos de su carcaj.

-¿Qué motes son esos que me ha puesto, señor conde? -exclamó la Zaina riendo a carcajada tendida-. ¡Puerco-espina yo! ¿Y qué es eso de los carcajales y de los diamantes duros?

-Esto lo he oído en una poesía que leyeron esta noche en la Rosa-Cruz, y a ti te viene de molde. Dime: ¿por qué no me contestaste a la tiernísima carta que te escribí el otro día?

-¿Yo contestar, hombre de Dios? Así cuervos se lo coman. ¿Cómo he de contestar si no sé escrebir? Allí leyeron el papé los amigos, y tuvieron dos horas de fiesta y risa con aquello del llagado corazón de su merced, y que yo era una paloma torcaz y una ruiseñora, y que me tiene un amor edial y pantásmico.

-¡Ideal y fantástico! decía la carta, lo cual significa que te quiero con amor puro y platónico, sin mezcla de ningún liviano apetito.

-¡Ande y que le den garrote! No me hable usía en lengua gringa que no entiendo.

-¿Y qué te han parecido los corales?

-¿Los colares? Mazníficos, como ahora se dice. Sólo que ya podía usía haberlos acompañado de la friolera de un par de zarcillos y de una peineta de carey de las que hoy se usan. Y no se olvide mi condito del alma que me ha prometido un coche pa dir el lunes a los novillos, ni de aquellas doce varas de cotonía para hacerme lo que llaman ahora un savillé. Si no, manque se güelva irmitaño y alacoreta, como dice en su cartapacio, no le he de querer.

-Todo eso tendrás y aún mucho más -dijo D. Diego tomándole un brazo.

-En el ínterin, manos quietas, Sr. D. Diego, que quien es platono y pantásmico, como usía dice, no ha de gustar de pelliscar carne fofa como la mía. Pero venga acá y contésteme. ¿Se afirma en lo que anoche me contó del señor de Mañara?

-Punto por punto, Zainilla de mis entrañas.

-No es que me importe nada de lo que hace ese calaverilla -añadió la verdulera-, sino que una amiga mía quiere saberlo.

-Pues dile a tu amiga que el Sr. de Mañara no la quiere ya, porque está enamorado de una cierta duquesa y de la Pelumbres, entrambas a dos.

-¡Duquesitas a mí! -exclamó Ignacia haciendo un gesto aterrador con su derecha mano-. Si es la señora que usía nombró anoche... ya, ya la conozco bien. Hace dos años solía ir en ca la Primorosa con otra amiguita suya, condesa o no sé qué, alta y morena, y con la Pepilla González, comicastra del treato delPríncipe. ¡Pues no armaban mal jaleo entre las tres!... ¿Y también está con la Pelumbres?

-No: con su hermana Mariquilla; me equivoqué. Eso todo el barrio lo sabe. ¡Pues no está poco satisfecha Mariquilla! Pero deja eso que nada te importa, Zaina. ¿Me quieres mucho?

-¡Pues no le he de querer, niño -respondió la Zaina sin mirar a D. Diego-, si tengo el corazón que no parece sino que en él me enclavan alfileres!... ¿Vendrá D. Juan esta noche?

-¿A ti qué te va ni te viene, capullito de rosa?

Diciendo esto, D. Diego volvió a extender los alevosos dedos para pellizcarla el brazo; pero en esto alzó la voz el tío Mano de Mortero, diciendo:

-¿Ya estamos de secreticos? A bien que el Sr. D. Diego es un caballero muy apersonado y principal, y viene acá con buenos fines. Nacia, no seas ortiguilla ni te pongas tan picona con mi señor conde; que si su grandeza te quiere dar un pellizco es por ver lo que vas engordando, y no con intención de ser pesado. Sí, que yo iba a consentir otra cosa en esta casa de la mesma honradez. Pero, ¿dónde están, señor conde, las espuelas de plata que me prometió?

-Mañana, si Dios quiere, las acabará el platero-, dijo D. Diego acercándose al grupo.

-¿No sabe usía las noticias que corren?

-Que se ha perdido una batalla en Espinosa de los Monteros.

-Y parece que también anda mal el ejércitode Castaños, y que ya Napoleón va sobre Burgos.

-Todo eso es misa rezada -dijo Pujitos-, porque ya tenemos en Portugal obra de veinte mil inglesones, que manda uno a quien llaman el tío Mor.

-Buen tiempo viene ahora para el comercio, tío Mano -dijo Majoma-. Con esto de la guerra, los franceses por el lado de acá y los ingleses por el lado de allá, la fardería corre que es un primor.

-Dices bien, niñito. La raya de Portugal está hoy que es un bocado de ángeles, y los comerciantes de Madrid me traen ahora en palmitas. Además de que no falta género inglés muy barato puesto en Portugal, por la frontera y por las sierras de Gata y Peña de Francia no se ve un pícaro guarda, porque todos se han juntado a los ejércitos, de modo que viva mi señora la guerra mil años, y abajo Napoleón.

-Como venga a Madrid el infame córcego -dijo Pujitos-, se va a quedar asombrado al ver los batallones que hemos formado acá en un ráscate ahí. ¿Han dido Vds. al enjercicio de hoy? ¡Válgame mi Dios y qué tropa! Aquello metía miedo, y si en vez de palos llegamos a tener fusiles, nosotros mesmos nos hubiéramos asustado de nosotros mesmos, echando a correr por todo el campo de Guardias palante.

-Pues yo no me he querido enganchar -dijo Majoma-, porque una peseta es poco, y si el tío Mano de Mortero me lleva a la raya, mejor estoy allí que en Flandes, y dejémonos de coger las armas, que por haberlas tomadouna vez contra un alguacil, me han tenido diez años mirando a la Puntilla y a los Farallones, con una cuenta de rosario en los pies, que si no es por la jura de mi D. Fernando VII, allá me comen los cínifes otros diez.

-Eso no debe apesadumbrarte, Majomilla -dijo Mano de Mortero-; que es de personas cabales el pasear la vista por los Farallones, y testigo soy yo, que aunque no fui allá por el aquel de ninguna sangría mal dada, como tú, echáronme dos años por mor de un paseo a caballo en compañía de cuarenta quintales de hilo de patente, con su London y todo, que metí allá por los Alcañices. Pero hijo, acá estamos todos y Dios y la Virgen nos acompañen para no tener que llevar en los tobillos aquellas telarañas de a dos arrobas, que es el peor corte de polainas que he calzado en mi vida.

Tocaron en esto a la puerta, y vimos entrar al Sr. de Mañara y a Santorcaz, el primero vestido elegantísimamente de majo, con capa de grana y sombrero apuntado.

-Gracias a Dios que parece su eminencia por acá -dijo el padre de la Zaina acercándole una silla a Mañara.

-Ya sabrán Vds. que le tenemos de regidor de Madrid -gritó Santorcaz.

-¡Regidor el Sr. de Mañara!

-¡Que viva mil años! -exclamaron todos.

-Así es. La sala de alcaldes me ha nombrado -respondió D. Juan-, y es probable que acepte.

-¿Y no se suspenderán los novillos del lunes?-preguntó con mucho interés Majoma.

-Como yo mande, habrá novillos, aunque tengamos a las puertas de la plaza a todos los emperadores del mundo.

-¡Viva el regidor!

-Y dígame usía, angelito de mi alma -preguntó el tío Mano de Mortero con visible enternecimiento-, esos probrecitos que hace dos meses están en la cárcel de Villa porque jugaron a la pelota con seis pellejos de vino por sobre las tapias de Gilimón; esos probrecitos corderos, que son más buenos que el buen pan y más caballeros que el Cid, ¿no merecerán de su generosidad que les quite del mal recaudo en que se hallan? ¡Ay, mis queridos niños! ¡y cómo se me aguan los ojos y se me arruga el corazón al verlos entre rejas! ¿Cómo no, excelentísimo señor, si les he criado a mis pechos y enstruido con mis liciones y enderezado con mis palos? No parece sino que su carne es mi carne, y mal haya el que los vio tan listos de piernas como de ojos por Peña de Francia y ahora les ve con los brazos cruzados, entre alguaciles, carceleros y toda esa canalla que debería estar frita en aceite para que todo el mundo anduviera en regla.

-Sosiéguese el buen Mortero -dijo Mañara-, que si de algo vale mi influjo, abrazará pronto a sus amigos.

-¡Que suba al quinto cielo el Sr. D. Juan, y juro que le he de traer la mejor muda de camisas en pieza que ha tapado carne de corregidor desde que el mundo es mundo! Ea, a bailar, a cantar. Nacia, trae aquello blanco del barrilito que apandamos en este viaje.

-¿No han venido Menegilda, ni Alifonsa, ni Narcisa? -preguntó Mañara-. Esto está más triste que un entierro. Tú, Zainilla, echa unas boleras para hacer boca.

-¡Yo, yo, boleras! -repuso la Zaina con tono desapacible y malhumorado-. No me pide el cuerpo boleras.

-Echalas por amor de Dios.

Digo que no me da la gana. ¿Soy figurilla de tutilimundi?

-Nacia -dijo gravemente el padre de la consabida-, no se contesta de esa manera, y pues el señor regidor de mi alma lo manda, cantarás, aunque te pudras.

-Un par de seguidillas al menos.

La Zaina cambió de parecer, y rasgueando una guitarra, cantó:

   Todas las duquesitas
de los madriles,
no sirven pa calzarme
los escarpines.
   Dale que dale
   y póngame esa liga
   que se me cae.

-¡Otra, otra! Tiene en el cuerpo esta Maldita Zaina toda la gracia del mundo.

La Zaina continuó:

    Señora principesa
de panza en trote,
las sobras que yo dejo
usted las coge.
   Viva quien vive,
   le regalo ese peine
   que no me sirve.

Aquí fue el batir palmas y el patear suelosy el romper sillas, con tanto estruendo y algazara que no parecía sino que la casa se venía al suelo. La Zaina arrojó después lejos de sí la guitarra con tal fuerza, que aquel sensible instrumento, al dar violentamente contra una silla, lanzó un quejido lastimero y se le saltaron dos cuerdas. Acto continuo sentose junto a D. Diego. Poco después entraron metiendo mucho ruido la Menegilda, la Alifonsa y la Narcisa, que con ser sólo tres, no parecía sino que entraban por las puertas todos los demonios del infierno.

-Tarde venís, ninflas -dijo Mano.

-Sí, hemos estado picando lomo para las salchichas. Como esta tarde no lo pudimos hacer por ir al rosario... -contestó una de ellas.

-Pos yo, por no perder el rosario, cerré mi almacén de hierro -dijo otra-, y desde prima noche he tenido que andar desapartando los clavos de herradura de los clavos de puerta.

-¡Ay qué bueno ha estado el rosario! ¿Lo has visto, Majomilla?

-¡Qué había de ver, si me entretuve en el puente de Toledo, esperando un cinco de copas que no quería salir, y gancheado a dos payos de Valmojado que malditos de ellos si sudaban dos cuartos! Pero lo rezaré mañana, que para el bien nunca es tarde.

-Ende que lo supimos -dijo la Narcisa-, nos plantamos allá. Yo le mandé al pariente que pusiera el puchero y cuidara de los chicos, y pies para qué vos quiero. Este rosario lo ha sacado la congregación de María Santísima delCarmen de la pirroquia de San Ginés, en rogativa de las presentes calamidades. Salió a las dos. ¡Qué lucimiento, qué devoción! Allí iban todos, desde el señor más estirado hasta el último comiquín, y todos con su vela. ¿No ha estado Vd., Mano de Mortero?

-¿Qué había de ir, mujer -respondió-, si estoy aquí con el corazón traspasado por la pena de no haber metido mi cucharada en ese rosario? Pero pues mi alma lo necesita, mañana tengo de asistir a la función que da la cofradía de María Santísima de los Dolores, a quien tengo ley por los malos pasos de que me ha sacado en bien, intercediendo con su divino hijo. Creo que predica mi grande amigote el padre Salmón.

-Esa función -añadió Pujitos-, es en el convento de padres dominicos, y se celebra para implorar el divino auxilio por la felicidad de las armas de esta monarquía, salud de nuestro S. P. Pío VII y libertad de nuestro amado Monarca.

-Justo y cabal -prosiguió Mano de Mortero-; y pues hay procesión, pienso asistir con vela, que todos, el que más y el que menos, estamos llenos de pecados, y aun yo que no hago mal a nadie, allá me voy con los demás; porque el justo peca tres veces, cuanti más los que no lo son. Por lo que a mí hace, no tengo comeniente en que Su Divina Majestad saque en bien los ejércitos, que españoles somos y lo debemos desear; ni tampoco en que le dé mucha salud y años mil a ese señor D. Pío VII; pero en lo de poner en libertad a Fernando, que escomo si dijéramos acabarse la guerra, por allá me lo tenga un par de añitos más.

-Mal patriota es el Sr. Mano -dijo enfáticamente Pujitos-, pues ni coge el fusil, ni ruega por la libertad de nuestro amado Monarca.

-Diez fusiles, que no uno cogeré si es preciso, pues hartos agujeros, raspones y abolladuras hay en los cuerpos de los guardas, que podrán dar fe de cómo manejo el gatillo. También quiero y reverencio a mi querido Rey, pues no puedo olvidar que me apretó la mano el día que entró viniendo de Aranjuez, ni que le alabó a mi Zainilla el garbo para tocar el pandero, pero los probres somos probres, y yo pondría a mi Fernando en siete tronos... Hijo, dame pan y llámame tonto, y como dijo el otro, el abad de lo que canta yanta.

-Hoy no vi al señor de Pujitos en la formación -dijo Santorcaz acercándose al grupo.

-Cómo había de ir, compañero -respondió el maestro de obra prima, que al oírse interpelado sobre aquel asunto recibió más gusto que si le regalaran tres tronos europeos-. Cómo había de ir si todo el día he estado en el parque apartando fusiles, contando piedras de chispa y repasando cartuchos, tan atareado, jeñores, que tengo en los lomos una puntada que no me deja respirar.

-¿Y se defenderá Madrid?

-Pues ya. No hay muchos fusiles que digamos; pero se han reunido un sin fin de sables viejos, muchas lanzas, cascos antiguos del tiempo del rey que rabió por gachas, cacerolas que pueden servir de escudos, mazas que para partircabezas de franceses serán una bendición de Dios, guanteletes, pinchos, asadores, llaves viejas, y otras mil armas mortíficas.

-De nada servirá nuestro valor -dijo Santorcaz-, si antes no acabamos con todos los traidores que hay en Madrid.

-Lo mismo digo -afirmó Mortero.

-Por todas partes no se ven sino espías de los franceses, y ahora es ocasión de que este señor regidor que aquí tenemos se luzca.

-Así es la verdad -dije yo-. Sé de muchos que se fingen muy patriotas, y están vendidos a los franceses. Los que hacen más aspavientos y dan más gritos, y más gallardean de patriotas, son los peores. ¿No es verdad, Santorcaz?

-Pues acabar con ellos.

-Para eso nos bastamos y nos sobramos -añadió Majoma-. Y vengan malos patriotas y gabachones para dar cuenta de ellos.

-Personajes conozco yo -dijo Mañara-, que han de morir arrastrados, si Dios no lo remedia; y si llego a ser regidor, ya nos veremos las caras, señores afrancesados.

-Esa es la gente más mala -afirmó Santorcaz con mucho desparpajo-, más desvergonzada y más traidora que hay; y si no ponemos mano en ellos, no saldremos bien de es ta guerra. Porque yo sé que hay quien está tramando abrir las puertas de Madrid si nos ponen asedio.

-Pues despacharlos, y se acabó la junción -dijo Pujitos-. En mi compañía están tan rabiosos, que sólo con decir «ese es gabacho», se le van encima y le quieren despedazar.

-Los peores -repetí yo, teniendo el gusto de que el tío Mano apoyara enérgicamente mi opinión-, son los que chillan y enredan, y están a todas horas hablando de traidores; y si no aquí está Santorcaz que conoce a la gente y lo puede decir.

-Así es, en efecto -repuso el franc-masón algo contrariado-, pero que hay traidores no tiene duda.