Ir al contenido

Napoleón en Chamartín/X

De Wikisource, la biblioteca libre.

X

D. Diego, la Zaina y las otras tres damas, no menos que esta famosas, habían entablado animada conversación, formando otro corrillo.

-No se olvide el señor condito -dijo Menegilda-, que nos prometió traer una noche a su novia.

-Si yo no tengo novia.

-Sí que la tiene. ¿No es verdad, Gabriel, que tiene novia?

-Y más bonita que el sol -respondí acercándome.

-Vamos, la tengo -dijo Rumblar-, pero no la quiero, Zainilla. No te vayas a poner celosa.

-Ya estoy frita con los tales celos, niño mío -contestó la maja-. ¿Pero por qué no la trae aquí una noche?

-Antes traerá una estrella del cielo -afirmó Mañara acercándose al grupo femenino.

-D. Diego me ha prometido traerla y la traerá -dijo Santorcaz atraído también por aquel coloquio.

-Sí -indicó Mañara-, la familia de ese señorito iba a permitir que una tan delicada doncella viniera a estas casas.

-¡A estas casas! -exclamó la Zaina-. ¿Estamos en algún presillo? Más honrada es mi casa, Sr. D. Juan, que muchas de señoras amadamadas, por donde usía anda en malos pasos.

-Calla, tonta -dijo Mañara de mal humor.

-Y buenas princesas ha traído Vd. a esta casa, y a la de la Pelumbres y de la Primorosa -añadió Ignacia-. Toas semos unas, y no lo igo por esa duquesa con quien fue hace dos noches en ca la Pelumbres. Alifonsa, ¿sabes quién es? ¿Te acuerdas de aquella duquesilla amojamada, que parece un almacén de huesos? Si D. Juan la trae por aquí, pondremos una fábrica de botones.

-¿Qué hablas ahí, zafiota, animal sin pluma? -exclamó Mañara con vivo arrebato de ira-. Habla mejor si no quieres que con tu lengua haga una pantufla para azotarte la cara.

-¡A mí con esas el asno regidor! -vociferó la Zaina-. Después que le he despreciao, después que he tenido que escupirle en la cara para que no anduviera tras de mí chupándose la tierra que yo pisaba, ¿ahora viene con esa? Con las barbas de un usía friego yo los cacharros de la cocina, y tripas de caballero le echo a mi gato.

-¡Condenada manola! -dijo Mañara cadavez más encolerizado-. La culpa tiene quien te ha dado esas alas y quien con personas bajas se entretiene. ¿Para qué tomas en tu ruin boca el nombre de señoras respetables de quien no mereces besar la suela del zapato? ¡Cuidado con los celitos de la niña!

-¿Celos yo? -exclamó la maja más encendida que la grana-. ¡Por Dios, que me quiera Vd., so pringoso: tomelo por estera y se creyó cortejo!

Y diciendo esto, lanzó un salivazo en medio del corrillo.

-¡Miserable mujerzuela! ¡La culpa tiene quien se arrima a ti, por hacerte gente siquiera un día!

-Eh, eh, poco a poquito -dijo a este punto el tío Mano de Mortero, que de espectador indiferente de aquella escena se trocaba en actor de ella-. Eso de mujerzuela es de gente mal hablada, y aquí no se habla mal de nadie, y lo que es mi hija tiene su siempre y cuando como cualquier otra. Que el Sr. D. Juan no nos toque a la honor, porque a mí no me falta un saco de onzas de oro ensayadas para apedrear a cualquiera. Y tú, princesa mía, ¿a qué le haces tantos cocos ahora al Sr. de Mañara, cuando ha pocos días te chiflabas por él, y si alguna noche faltaba su señoría a hacerte compañía o a ayudarte a rezar el rosario, ponías en el cielo unos suspiros como catedrales? Anda, que todos son buenos, y váyase lo uno por lo otro.

-¿Suspiritos tenemos? -preguntó Mañara con presunción.

-Y si hubo suspiros -dijo Mortero-, mi hija es una persona de etiqueta, y los puede echar como cualquiera otra, aunque sea por el Rey; que si está en el cajón de verduras, es porque quiere; que su padre ya le ha prometido varias veces ponerla al frente de una casa de bebidas finas.

-¡Yo suspirar por ese animal! -dijo la Zaina-. Por lástima le he mirao una vez cuando iba al cajón a echarme flores.

-Eso quisieras tú; pero no se estila echar margaritas a puercos.

La Zaina hizo un movimiento. El demonio fue sin duda quien llevó a sus irritadas manos una botella de las que en la mesa contigua había, y disparola con tanta fuerza contra Mañara, que a no apartarse este vivamente, viéramos allí partida en dos la cabeza más dura que ha gastado regidor en el mundo. Levantose este furioso para castigar el descomedimiento de la Zaina; pero con tanta presteza acudió D. Diego en defensa de la verdulera, que sobre él cayeron los primeros golpes. Lleno de rabia al verse aporreado, arremetió contra Mañara, a punto que el tío Mano de Mortero empezaba a probar la exactitud de su apodo, repartiendo algunos puñetazos sobre tirios y troyanos. Las majas Narcisa, Menegilda y Alifonsa, declaráronse también en guerra, por dar gusto a las inquietas manos, y bien pronto de todos los allí presentes no quedó uno que no llevase su óbolo a tal colecta de golpes y gritos. Era aquello una bendición de Dios, y juro que jamás habría yo metido mis manos en talfregado, si no me incitara a ello una caricia que sentí en mitad de la espalda, hecha por mano desconocida. Y lo peor fue que Majoma, hombre ingenioso, inclinado siempre a sacar partido de tales alteraciones del orden privado, descargó varios palos sobre el candil que la escena iluminaba, y al punto nos vimos todos de un color. Aquí fue el arreciar de los puñetazos, y el esfuerzo de los gritos y el rodar unos sobre otros, y si bien el peso de un cuerpo nos oprimía a veces, también el nuestro caía en humanas blanduras, de cuyos choques provenían los pellizcos, arañazos y demás proyectiles menudos. Por aquí se oían voces lastimeras, por allá gritos de venganza, y sobre toda especie de rumores, descollaba la voz estentórea del tío Mano de Mortero, diciendo:

-En mi casa no ha de haber escándalos, y el que diga que aquí se siente el vuelo de una mosca, miente. Vamos, amiguitos; no meter tanto ruido ni pegar tan recio. Esto es una broma: conque paz y pan, y divirtámonos.

Y a todas estas la vecindad se alborotaba, y en la calle deteníase la gente curiosa, no porque le hiciera novedad aquel ruido, sino por gozar de él, y se temió la intervención de la justicia, lo cual hería al Sr. Mano en lo más delicado de su dignidad, y por fin hubo uno que pudo dar con la puerta y abrirla y echarse fuera, con lo cual, habiendo entrado un poco de luz, pudimos vernos. Todo indicaba que íbamos a tener una visita alguacilesca, lo que me impulsó a coger por un brazo a D. Diego y echarlo conmigo afuera, y bajar a saltos la escalerahasta dar con nuestros cuerpos en la calle, por la que nos escurrimos, sin miedo a la corchetería.

Cuando nos vimos lejos, acortamos el paso, contemplándonos uno a otro. D. Diego había padecido más averías que yo en la refriega, y ostentaba en la cara un verdugón hecho por buena mano.

-¡Maldito de mí! -exclamó tentándose los bolsillos de sus calzones-. ¿Sabes que me han quitado mis dos relojes? ¡Pues también el dinero, todo el dinero que llevaba!

-Era de suponer, Sr. D. Diego -le respondí registrándome también-, pues no salimos de ninguna misa cantada. Y por lo que veo, a mí también me han desplumado.

-¿Te quitaron el reloj?

-No señor, el reloj no me lo han quitado ni me lo quitarán todos los cacos del mundo, porque no lo tengo; pero sí perdí un dinerillo... bien poco, por cierto.

-¡Dios mío! Sin relojes, sin dinero... -clamó doloridamente D. Diego-. ¿Con qué compraré ahora las diez y siete varas de cotonía que quiere la Zaina? ¿Con qué alquilaré el coche para que vaya el lunes a los novillos? Si Santorcaz no me presta, me moriré.

-Diez y siete varas de fresno, que no de cotonía, es lo que merece esa gentuza -le contesté-; pues es necesario estar loco o enamorado para poner los pies en tales casas.