Napoleón en Chamartín/XXV

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XXV

Referidos estos curiosos diálogos, me cumple ahora contar de qué medio se valió la condesa para facilitarme la deseada fuga. Mandome, pues, que volviera al día siguiente, prometiéndome tener todo concertado y en regla, de modo que pudiese sin pérdida de tiempo emprender la marcha, desafiando la vigilancia ejercida en las matritenses puertas. Hicimos Salmón y yo lo que se nos mandaba, y al otro día, cuando nos disponíamos a volver de nuevo a casa de Amaranta, llamonos el padre prior, y nos dijo:

-Este joven no puede estar aquí ni un día más, y esta noche misma, si no encuentra medio de escaparse, es fuerza que busque un asilo más seguro.

-¿Más seguro que la Merced?

-Sí -añadió Ximénez de Azofra-. Han venido a avisarme que se sospecha de los conventos; que se nos acusa de ocultar a los conspiradores y a los espías de los insurgentes, y parece que mañana mismo registrarán todas estas casas, principiando por la Merced.

-Por fortuna la señora condesa te amparará hoy mismo -dijo Salmón-. Vamos allá sin perder un instante.

Vestido de novicio y en coche, como el día anterior, fuimos a casa de Amaranta, y desde que nos vio entrar, díjome con semblante alegre:

-Mi primo el duque de Arión ha llegado anoche, y me ha prometido conseguir la carta de seguridad antes de tres días.

-Es que yo quisiera partir esta misma noche, señora condesa -dije.

-¿Esta misma noche?

-Tememos que esos hotentotes registren mañana nuestra casa -añadió Salmón.

-Pues es preciso hacer un esfuerzo y salir de este mal paso -indicó Amaranta-. La principal contrariedad consiste en que no puede uno fiarse de nadie. Me han asegurado que la policía francesa ha extendido sus ramificaciones a muchas casas principales, y que sobornando lacayos y pajes tiene bajo su vigilancia a las familias que juzga desafectas. No quisiera poner en el secreto a ningún criado, y... ¡Ah! ¿no podría salir con ese mismo traje de novicio?

-Mal vestido es, señora, para estas circunstancias -dijo Salmón-. Tengo entendido que el registro que se hace en las puertas es tan escrupuloso, que hace difícil toda superchería. A unos les hacen desnudar, no librándose de este vejamen, ni aun las pudorosas doncellas y las que no lo son. Examinan con farolitos las facciones, confrontándolas con las notas de la carta, hacen vaciar las faltriqueras, y esta ceremoniase repite en dos o tres puntos, y ante los ojos de distintos esbirros.

-Un criado de casa -dijo la condesa-, tiene carta de seguridad. Con ella y disfrazándose de paleto, ¿no sería fácil burlar la suspicacia de esa gente?

-Los paletos -dije yo- son los más perseguidos y a los que primero detienen, porque se teme que comuniquen a los conspiradores de aquí con los insurgentes de fuera.

-En este momento -exclamó Amaranta-, se me ocurre una idea salvadora.

Diciendo esto, llamo a un criado y mandole un recado al duque de Arión, que vino sin tardanza alguna, pues residía en la propia casa. El cual duque de Arión, a quien llamo así porque se me antoja, callando su verdadero título que es de los más conocidos entre los de España, era un joven de veintidós a veintitrés años, delgado, de regular estatura, semblante frío y sin expresión, de modales elegantes y comedidos, como de persona habituada a la alta etiqueta, y sin otra cosa notable en su persona que la atildada perfección del vestir. Digo mal, pues también llamaba la atención en él un acento francés tan marcado y un tan incorrecto uso de nuestro lenguaje, que a veces no era posible oírle con seriedad.

Hijo único de una señora que no nombro, y que fue mujer muy corrida y muy tomada en lenguas allá por los últimos años del siglo antecedente, marchó con ella a París a los siete años de edad y en tiempo del Directorio: allí se educó, permaneciendo tres lustros fuerade su patria. Era primo no sé si en segundo o tercer grado de los que yo llamo de Leiva; pero la marquesa que le había criado, casi le consideraba como hijo. Ya saben Vds. que este joven, a quien no faltaba cierta discreción y muy buenas luces, era partidario decidido de Bonaparte, más que por aficiones políticas, por la amistad que le unía al mariscal Berthier. Cuando verificó el Emperador su expedición a España, trájole consigo, dándole no sé qué puesto en la casa imperial. Desde Somosierra fuele encargada una comisión confidencial cerca de los vecinos acomodados de Burgos; desempeñola bien, según entendí después, y al venir a Chamartín, después de un día de descanso, pasó a Madrid con objeto de abrazar a aquellos sus parientes, y con ansia también de visitar su posesión de Parla donde había nacido. Llegó Arión por la noche, y al siguiente día tuve el honor de verle y ocurrieron sucesos muy notables, a consecuencia de un diálogo que no puedo menos de copiar, reuniendo los más oscuros recuerdos que almacena en sus antros sin fin mi memoria.

-Primito -dijo Amaranta-, me vas a hacer un favor.

-¡Oh! Mi querida prima -repuso Arión-,de tout mon cœur.

-Préstame, o mejor dicho, dame tu carta de seguridad. No dudo que me harás este obsequio, ya que has mostrado tantos deseos de obsequiarme.

-¡Oh,ma belle contesse! -dijo el currutaco llevándose la mano al corazón-. Yo estoy muyobligado a vuestras bondades, y si pudiera exprimaros lo que siento... Mi deseo fuera que me demandaríais quelque chose de más difícil, extraordinario y peligroso, para probaros que...

-Gracias por la condescendencia, primo, y excusemos galanterías. Yo soy una vieja. ¿Se usa en Francia que los petimetres galanteen a las viejas? Por aquí no ha llegado todavía esa moda; pero me parece que tú traes los primeros figurines de ella.

-¡Oh, oh!

-¿Y no te enfadarás si tomo tu nombre para una obra de caridad? Deseo facilitar la evasión de Madrid a un joven desgraciado, a quien persiguen miserables polizontes por satisfacer una ruin venganza.

-¡Oh, oh, volontiers! Ma belle contesse es dueña de hacer lo que querrá con mi nombre.

-También me darás uno de tus vestidos, primito ¿no es verdad? -dijo Amaranta con encantadora gracia y examinándome rápidamente de pies a cabeza-, uno de esos magníficos trajes que has traído de París, hechos conforme a las últimas modas, y que servirán de desconsuelo a todos los petimetres de por acá.

-¡Oh, oh! yo soy tres contento de daros mi hábito.

-Pues bien -dijo Amaranta con satisfacción-. Creo que podré salir adelante con mi invento. Al anochecer escapará este joven de Madrid con el menor riesgo posible.

Y tomando de mano de Arión la carta de seguridad, me la dio diciéndome:

-Esta tarde antes de marchar al Pardo con mi tía y mi primo, lo dejaré arreglado todo. Puede este joven retirarse tranquilo; y si el discreto Salmón tiene la bondad de pasar por aquí esta tarde, yo le daré las necesarias instrucciones para que todo marche a pedir de boca.

-Señora -dijo el fraile-, volveré al anochecer o cuando usía quiera; que tan a pechos he tomado este negocio como el mismo interesado.

-Vuelva su merced antes de las tres, pues hemos de salir para el Pardo temprano, por sernos preciso visitar de paso en la Moncloa a mi madrina que allí reside y está enferma, aunque no de gravedad.

Di yo las gracias a la condesa por sus muchas bondades; rogome ella que si salía en bien, como esperaba, se lo comunicase, indicándole el sitio de mi residencia para enviarme nuevos testimonios de su protección, y con esto salimos el mercenario y yo muy satisfechos para tomar el camino del convento.

Más tarde, cuando el fraile regresó de su segundo viaje a la misma casa, conocí en conjunto el plan maravilloso de Amaranta, que era digno ciertamente de su habilidoso y enredador talento.

-No he visto más graciosa invención -dijo mi amigo-. Te pones el vestido que te mandarán, para que puedas pasar por persona principal, y como tú y el señor duque tenéis la misma estatura y talle, quedarás que ni pintado. Con esto y la carta de seguridad que yatienes, esta noche no eres Gabriel, ni Pico de la Mirandola, sino el señor duque de Arión que sale por la puerta de Toledo para ir a su posesión de Parla. Asimismo estará a tu disposición un coche... ¡pero qué coche! La señora condesa tiene sospechas de que alguno de su servidumbre está sobornado por esos indignos corchetes y teme confiarles el secreto. Para quitar de en medio esa dificultad ha solicitado de una amiga que le facilite un bombé... ¡Conque en bombé nada menos, chiquillo! Te advierto que al cochero y lacayo se les dice que eres el propio Arión; y como no conocen a este, es imposible que te vendan, aunque alguno fuese bastante malo para hacerlo. Tendrán orden de llevarte a donde tú les digas; pero se te aconseja que no pases más allá de Navalcarnero si sales por la Puerta de Segovia, o de Leganés si vas por la de Toledo, en cuyos puntos no creo que haya peligro. Conque señor duque, beso a usía las manos. Es imposible que sospechen nada al ver tu empaque y tu carta de seguridad... Ya verás cómo lejos de ponerte reparos esos gaznápiros, se quitarán los sombreros ante ti, y aun se brindarán a acompañarte hasta tu palacio de Parla. ¡Qué las tenga vuecencia muy felices!

La idea de Amaranta era de éxito casi seguro, y no tropezando con Santorcaz, con Román o con otro cualquiera que personalmente me conociese, era inevitable mi escapatoria, siendo, como era, el nombre de mi carta de seguridad, el de una principalísima persona, reputada por muy adicta a la causa francesa. Conesta confianza estuve todo el día, y antes del anochecer llegó un criado con el traje, el cual me caía, que ni pintado. Era elegantísimo, y de mucho lujo por la finura del paño, el primor de los adornos y lo exquisito de todos sus accesorios; mas no era traje de corte, sino de diario traer, si bien de esos que por sí solos hacen resaltar sobre el vulgo a cualquiera que se los pone, aunque más los lleve colgados que puestos. Consistía en casaca, chupa y calzón de paño verde muy oscuro, con medias del mismo color; cuello blanco, de infinidad de randas compuesto, y un rendigot pardo con vueltas y solapas de pieles. Esta prenda tenía algún uso, pero aún conservaba muy buen ver.

Cuando me encajé sobre mi cuerpo aquellas prendas, todos los frailes vinieron a verme, y a porfía dijeron que nada podía pedirse en el arte y buen parecer; que el sastre, autor de tales ropas, por fuerza había adivinado las medidas de mi cuerpo, y que de tan linda manera vestido, podía echarme a buscar aventuras por las altas casas de Madrid, seguro de encontrar en alguna quien me mirase con agrado. A estas alabanzas contestaba yo con risas y bromas, pero la verdad era (y en conciencia no quiero ocultar esto aunque me desfavorezca) que yo estaba un poquillo envanecido con mi traje, y todo se me volvía dar vueltas ante un espejo; pues también en los conventos había espejos. El más satisfecho de todos era Salmón, que no cesaba de hacer reverencias ante mí, llamándome señor duque; y por fin lleváronme como en jubileo a la celda del prior,el cual se rió mucho, alabando con exageración mi buen empaque.

Vestido ya, vinieron a decir al fraile que un joven le buscaba con mucho empeño. Salimos los dos y en el claustro bajo hallamos a D. Diego, pálido, azorado, inquieto, el cual llegose impaciente al mercenario, y le habló así:

-Padre, la Zaina se muere y quiere confesarse.

-¡Pobre Zainilla! -exclamó el mercenario-. ¿Y qué es ello?

-Un mal que nadie conoce, ni se ha visto otro parecido, pues unos lo tienen por locura, otros por consunción, estos por reumatismo, y aquellos por melancolía. Lo cierto es que se muere sin remedio, y ahora ha dado en llorar después de dos días en que no ha hecho más que morderse, arrancarse los cabellos, e insultar a todos, a mí principalmente, llamándome necio y mentecato.

-¡Era Vd. su cortejo! -dijo con desabrimiento Salmón-. ¡Oh, entre qué gente anda metido el señor conde de Rumblar!

-Padre, dejémonos de discusiones, y vaya pronto a confesar a la Zaina, que se muere, pues ahora a ratos llora mucho y habla con razón diciendo que quiere confesar sus pecados a Dios para irse al cielo, y a ratos le entra un delirio en que dice mil disparates, y manda a todos que laven las piedras de la calle que están manchadas de sangre, y luego pregunta que cuándo acaba de pasar la estera que ya lleva tantos años y tantos siglos de estar pasandopor delante de sus ojos: en fin, mil desatinos que no son para contados.

-Pues voy allá al momento; pero antes pediré licencia al prior, por ser ya de noche.

-Gabriel -me dijo Rumblar, cuando nos quedamos solos en el claustro-, ¿qué traje es ese? ¿Te has vuelto caballero?

-Amigo D. Diego -le contesté-, de menos nos hizo Dios.

-¿Y qué es de ti? No se te ve por ninguna parte. ¿Qué traes a vueltas con estos frailuchos?

-Más respeto, Sr. D. Diego, para esta buena gente -le dije-, siquiera porque estamos en su casa.

-No les puedo ver. Santorcaz que todo lo sabe, me ha contado mil cuentos indecentísimos que prueban lo mala que es esta canalla. Es preciso acabar con ellos. De veras te digo que desde que veo un fraile me horripilo. Especialmente a este Salmón, a quien llamo el padre Tragaldabas, no le puedo ver ni en estampa. Verdad es que él tampoco me adora, y seguramente es quien intrigando en casa de la marquesa ha hecho fracasar mi proyectado casamiento.

-¿Ya no se casa el señor conde? Eso no le será penoso porque me parece haber oído decir a Vd. que no amaba mucho a la novia.

-Verdad es que la tal Inés no me hace mucha gracia; pero yo estoy decidido a que sea mi esposa, porque así conviene a mis intereses. ¿Sabes? Santorcaz me ha dicho que todo hombre debe mirar por sus intereses, porque sinesto no se puede tener representación alguna en el mundo. Además él, que todo lo sabe y es más listo que el demonio, me asegura que yo tengo talento, disposición y estoy llamado a muy grandes cosas, por lo cual me dice: «Don Diego; a Vd. le es necesaria una buena posición, que le permita desplegar sus dotes».

-¿Pero Vd. no tiene por sí una desahogada posición?

-Bicoca: el patrimonio de Rumblar es de esos que hacen en las ciudades chicas un mediano papel; pero aquí apenas puedo presentarme en quinta fila. Nuestra casa ha vivido desde hace tiempo con la esperanza de que se le incorpore ese mayorazgo de Leiva que es uno de los primeros de España. Si cuando apareció Inés, como legítima heredera, mi señora mamá se disgustó mucho, luego que se concertó el casarnos para evitar pleitos y cuestiones, quedose muy satisfecha. Conque figúrate cuál será su rabia y la mía, ahora que las señoras marquesa y condesa me han dicho terminantemente que no hay nada de lo convenido. Mi madre a quien lo escribí me contesta furiosa, llamándome tonto y necio y estúpido, y amenazándome con venir a darme mil palmetazos si no llevo adelante el negocio de la boda, como puede hacerlo un caballero resuelto y de pesquis. A mí, francamente, no se me ocurre nada; pero para dicha mía tengo ahí a ese bendito Santorcaz que me aconseja como un padre de la Iglesia, y últimamente ha discurrido el más ingenioso arbitrio para que las de Leiva no se burlen de mí.

-Yo creo que al señor conde no le será difícil llegar al casamiento, y con el casamiento a la posesión del mayorazgo, con tal que esa joven esté dispuesta a darle su mano.

-Eso no, porque no estoy loco por ella, que digamos, y de buena gana renunciaría a todo, si exclusivamente de mí dependiera. Has de saber, compañero, que yo, más que todos los mayorazgos del mundo, apetezco una libertad sin límites para hacer lo que me dé la gana; ir a las logias, dar gritos en las calles cuando hay alborotos, cortejar a las mozas del Avapiés, echar un par de pesetas a un caballo de oros, y divertirme en paz y en gracia de Dios: pero Santorcaz, que es mi mejor amigo y mentor, como él dice, me tiene sujeto, y me hinca las espuelas en esto del mayorazgo, afeándome mi descuido en cuestión tan importante. Como además le debo enormes cantidades que no sé de qué modo pagarle, aquí tienes el siempre y cuándo de esta mi resolución mayorazguil. Te advierto que lo que me deslumbra y me vuelve lelo es la esperanza de poseer una renta de esas que le permiten a uno gastar y gastar y gastar todo lo que se le antoja. ¿Hay mayor gusto, muchacho, que ir un día por casa de todos los amigos y convidarlos a una merienda en el Canal, poniendo comida para más de cuatrocientas bocas, con tanta abundancia como en aquellas célebres bodas de Camacho? ¿Hay mayor gusto que visitar los interiores del teatro del Príncipe o de los Caños, y saber que no habrá entre aquellos lienzos pintados actriz española, cantarina italiana, ni bailarina francesa que nose le rinda a uno de toda voluntad? ¿Hay mayor satisfacción que dar una corrida de toros, permitiendo la entrada gratis a todo el pueblo, pagando con doble sueldo a los lidiadores y lidiando uno mismo con un traje fino bordado de plata y oro? Pues esto y aún más espero tener, si sale bien lo que hemos tramado.

Quedeme absorto y mudo, meditando en la inconmensurable degradación a que en pocos meses había caído aquel joven tan estrecha y meticulosamente educado bajo la inspección de su rigorosa madre; instruido tan sólo en cosas aparentemente buenas, en el temor excesivo a los superiores, en el desprecio de las novedades, en el aborrecimiento de las cosas mundanas, en el respeto a la tradición, en el encogimiento del espíritu; educado para ser gran señor, y representante de todas las virtudes patriarcales. Ved a dónde había ido a parar su imaginación atada durante la infancia con cien cadenas; ved por qué derrumbaderos tenebrosos se despeñaba salvajemente su voluntad, criada en el respeto; ved qué clase de pájaro atrevido salía de aquel huevo empollado al calor de las mezquinas ideas del siglo pasado. Verdad es que cuando aquella inocente gallina sacó al mundo su echadura, se encontró que de los rotos cascarones salían en vez de pollos otras mil alimañas desconocidas, y la infeliz cacareó con angustia, sin saber quién las había engendrado.

-Pero si ella no le quiere a Vd. tampoco -dije a D. Diego-, lo que proyecta no será tan fácil.

-Eso me parecía a mí; pero Santorcaz, quesabe más que siete, me ha llenado la cabeza de catálogos, principiando por decirme que yo era un papanatas, y burlándose de mí con tanta zunga, que al fin me enfadé y dije: «Pues yo seré más osado que Judas, y me atreveré a cuanto hay que atreverse, pues ni las de Leiva, ni Vd. ni nadie se reirán de mí».

-¿Y qué hace ahora el Sr. de Santorcaz?

-Le han hecho los franceses jefe de la policía menuda, cargo que desempeña a las mil maravillas. A todos los desafectos al nuevo Gobierno me les echa mano lindamente. Verdad es que por ahí le critican mucho, llamándole traidor; pero él se ríe de todo y dice que no hay mejor Rey que José, y que los españoles son unos animales. Esto al principio me enfadaba mucho; pero ya me he acostumbrado a oírselo decir, y yo mismo, que era antes más español que Fernando VII, ya no doy dos higos por España, y al son que me tocan bailo... Pero verás lo que tenemos proyectado. Para probarle a él y a todos sus amigos que no merezco esas burlas, he decidido que si Inés no se quiere casar conmigo voluntariamente, se casará por fuerza.

-Eso me parece difícil.

-Así lo parece: pero no lo es. Tú no tienes grandes ideas ni un corazón osado, como yo lo voy a tener ahora, de modo que no podrás comprender esto. Figúrate que consigo engañar a la muchacha, y sacarla a hurtadillas de su casa, sin que lo adviertan tías ni primas, y llevármela bonitamente a donde me diese la gana por unos días...

-Pero eso no podrá ser, porque esa honesta joven no saldrá con Vd. de su casa, y mucho menos, si como dice, no le quiere ni pizca.

-Tú eres memo, por lo que veo -me contestó con petulancia truhanesca-. Eso mismo me parecía a mí; pero Santorcaz y sus amigos me llamaron el Papamoscas de Burgos. Te advierto que es preciso tener el corazón echado para adelante, como dicen ellos, y atreverse a todo. Con tal que Inés salga conmigo... llévela yo a una casa que tenemos preparada al efecto, y después su misma familia nos echará la bendición. El siglo lo tiene dispuesto así.

Tuve que hacer un esfuerzo para refrenar la indignación que tanta bajeza me producía.

-Poco me importa -añadió-, que Inés no me ame en este momento. Yo estoy seguro de que se volverá loca por mí en cuanto nos tratemos con cierta intimidad. Todos dicen que tengo yo cierto atractivo... así... pues... un gancho para pescar muchachas... Desde que se le pase la tristeza... No sé si te he contado que allá en los tiempos en que mi novia andaba abandonada por el mundo, tuvo por novio a un perdido, un raterillo, un granuja... ¡Qué cosas se ven en el mundo! Lo más raro de todo es que le ha guardado a su galán zarrapastroso una fidelidad de novela sentimental, que causa vergüenza a todos los de la casa. Como que han tenido que hacerla creer que ese joven ha muerto, para que no deshonrara a la familia pensando en él.

-Pero nada de eso hace al caso, y cada vezveo más difícil que Vd. pueda sacar de su casa a tan honrada joven.

-Animal, claro es que no saldrá, si le digo a dónde la llevo; pero como no lo he de decir, sino que tenemos preparado un cierto artificio.

-¿Cuál?

-Ya he sobornado a Serafina, su doncella, a quien he tenido que dar una buena suma, y es seguro que mañana muy temprano saldrán las dos a dar un paseo por los jardines de palacio, encontrándose en cierto sitio solitario, donde es lo más fácil del mundo poner en ejecución mi pensamiento. Santorcaz asegura que esto saldrá muy bien, y él es quien lo dispone todo, quien prepara los coches, quien ha buscado la casa, quien ha dado el dinero para sobornar a la criada. ¡Si vieras qué interés tan grande se toma!

-Lo creo.

-Mañana temprano queda todo hecho. A esa hora la marquesa está entregada a sus devociones, la condesa no se habrá levantado aún, y el marqués estará en el primer sueño.

-Sr. D. Diego -dije disimulando la ira cuanto me fue posible-, ¿y Vd. no ve en eso una serie de repugnantes bajezas, infamias y desvergüenzas, indignas, no digo de un caballero, sino del más desarrapado chalán? El que es capaz de hacer esto, está destinado a acabar sus días en un presidio.

-Te hablaré francamente. Cuando Santorcaz y sus amigos me manifestaron su plan, sentí aquí dentro cierta repugnancia y no la oculté. Pero se rieron mucho de mí, y allí fueel llamarme zanguango, corazón de mirlo, hombre de alfeñique y otras injurias que me indignaron mucho. Al mismo tiempo, por otro lado Santorcaz me apremia para que le pague las grandes sumas que le debo, y que ya exceden a cinco años de renta de mi patrimonio. Además de esto, mi madre me manda de Bailén unas cartitas en que me pone como chupa de dómine. Dice que si no llevo adelante por cualquier medio este casamiento, soy un necio y un badulaque, y que pierdo y arruino a mi familia con mi dejadez y pazguatería. Hasta D. Paco me escribe diciéndome que seré para siempre indigno del altísono nombre de Rumblar, si no pesco ese mayorazgo, y ahí tienes... No hay más remedio que hacerlo. Fuera, pues, escrúpulos de monja, y adelante. Ahora voy a probar que soy un hombre hasta allí, capaz de todo y dispuesto a las más atrevidas cosas. ¿Qué te parece? ¿No apruebas mi conducta? ¿No te entusiasmas oyéndome?

-¿De modo que mañana temprano...? -pregunté con mas interés que D. Diego en aquel asunto.

-Al rayar el día. No sé si te he dicho que ella madruga mucho. Santorcaz dice que cuanto más pronto mejor. Ninguno de la familia se enterará del caso, hasta que estemos en Madrid. Ya he escrito una carta a la marquesa, fingiéndome muy enamorado y diciéndole que la fuerza irresistible de mi pasión me impele a obrar así, y otras muchas cosas muy bien puestas; como que la ha escrito Santorcaz... Pero, chico, es tarde y me retiro; quiero ver en quépara esta pobre Zaina y si se muere o no se muere. La verdad es que me quería bastante; y sabe Dios si habrá influido en su enfermedad... Como ahora me tiene loco la hermana de la Pepa Ramos... ¿La conoces tú? ¡Qué guapa y qué mona es! Adiós: me voy allá. ¿Quieres venir? ¿Qué haces aquí con esos frailucos? Pero dime: ¿has heredado por ventura? No te conozco. Mira que los frailes son muy intrigantes... adiós, adiós, que aún tengo algo que arreglar para mi viaje al Pardo a la madrugada.

Y diciendo esto, se marchó, dejándome solo en el claustro. En éste me paseaba yo, presa de la más grande agitación, cuando me avisaron la llegada del coche enviado por Amaranta para mi fuga. Al instante corrí a la calle y entrando en él, pregunté al lacayo:

-La señora condesa, ¿dónde está?

-Esta tarde ha marchado al Pardo -me contestó respetuosamente, sombrero en mano.

-¿A dónde quiere usía que le llevemos?

-Al Pardo -contesté con resolución.

-Dijo la señora condesa que saldríamos por la puerta de Toledo, camino de Illescas, ¿es que quiere usía dar un rodeo?

-Al Pardo, majadero, al Pardo derecho y sin rodeos -exclamé con furia-. ¿No he dicho que al Pardo? A toda prisa.

Las mulas partieron a escape, llevándome camino del real sitio.