Napoleón en Chamartín/XXVI
XXVI
Fue detenido el coche en la puerta de San Vicente, abrieron la portezuela, presenté mi carta de seguridad, y después de abrumarme con cumplidos y cortesías, me dejaron pasar. Sufrí nueva detención hacia San Antonio, y una tercera en la puerta de Hierro de cuyas repetidas molestias deduje que era arriesgadísimo salir disfrazado y enteramente imposible sin el documento prescrito. Pero yo pasé el camino felizmente, y ninguno de los que echaron su mirada importuna dentro de mi coche, sospechó el papel que un servidor de ustedes estaba representando.
Yo iba en un estado de agitación indefinible, y la marcha de las mulas me parecía tan desproporcionada a mi febril impaciencia, que sentía impulsos de bajar y correr a pie, creyendo de este modo llegar más pronto. Arrastrado por una ciega e invencible determinación, yo la había formulado en estos términos sencillísimos: «Llegaré, haré por ver a la condesa, informarela de la alevosa intención de D. Diego, y partiré después. No es preciso nada más». Yo no pensaba en dificultades de ninguna clase, y las contrariedades subalternas eran despreciadas entonces por mi impetuosa voluntad. Tampoco atendía en manera alguna a mi proyectada fuga, ni me cuidaba de si iba vestidode esta o de la otra manera. Caer en poder de la policía, una vez llevado a efecto mi pensamiento, me importaba poco.
Por fin, en poco más de una hora llegamos a la plaza de Palacio, donde vi una gran escolta de caballería y muchos coches. El cochero del mío azotó las mulas y las hizo penetrar por la ancha puerta hasta el vestíbulo de donde arranca la gran escalera. Todo lo vi iluminado; todo lleno de guardias españolas y francesas. Una música militar tocaba el himno imperial en la galería que domina la escalera. Napoleón, que había ido a comer con su hermano, estaba allí todavía.
Figuraos que uno se muere y despierta en otro planeta, en otro mundo, encontrándose con forma distinta, en atmósfera diversa, en un medio diferente, donde crecen Fauna y Flora que no se parecen a la Flora y Fauna del mundo donde nació. Esta fue mi impresión: yo estaba aturdido y atontado. Sin embargo, saliendo precipitadamente del coche, pregunté al primer criado que se me apareció por los aposentos del señor marqués de X. En el mismo instante, el lacayo me decía: -Venga vuecencia por aquí, que es en este piso bajo a la izquierda».
Dos o tres, no sé cuántos se apresuraron a franquearme la entrada, y mi lacayo, entrando delante de mí, dijo a los criados que salían a su encuentro:
-Ya está aquí el señor duque; avisad que ha llegado el señor duque de Arión.
Yo no sé por dónde me llevaron; yo no sé por dónde entré; yo no sé en qué sitio me encontraba;yo sólo sé que me vi en un recinto muy alumbrado y caliente, y que el diplomático, estrechándome en sus brazos, exclamaba:
-¡Picarón, gracias a Dios que te vemos!... Pero ¿por qué has venido tan tarde? Ya se ha acabado la comida... ¡Ah, picarón, qué alto estás!
Yo balbucí algunas excusas; pero comprendiendo al punto que era preciso disipar aquel engaño, dije:
-¿No está la señora condesa?
-No ha venido. Estoy solo con mi hija. Pero, chico, no tienes acento francés, y me dijeron que hablabas como un amolador. Ven, ven, al instante te voy a presentar al rey José, que tanto desea verte. Ahí está el Emperador. ¡Albricias!... Ha convenido en que su hermano vuelva a ser Rey de España, y ya están zanjadas todas las diferencias. Conque ven... ven... Pero primo, ¿cómo es eso? -añadió examinando mi traje-. ¿Cómo no has venido de etiqueta? Pues oiga... también te has venido sin relojes... Pues ¿y tus cruces, y tu Legión de Honor, tu Cristo de Portugal, y tu Carlos III, y tu San Mauricio y San Lázaro, y tu Águila Negra?
-Déjese Vd. de bromas -repliqué sin poder disimular mi impaciencia-. Ahora vengo para un asunto urgente y del cual depende...
-¿La suerte de Europa? -dijo interrumpiéndome-. Corro, corro al instante a ponerlo en conocimiento de Urquijo. ¿Vienes del cuartel general? ¿Ha llegado allí algún correo de Francia con noticias del Austria?
-No, no es eso -repuse sin atreverme a disipar el engaño-. ¿Pero dice Vd. que no está aquí mi señora la condesa?
-¿Tu prima? Esta tarde la esperábamos; pero debía pasar por la Moncloa a ver a su madrina, y como ésta se halla in articulo mortis, presumo que Amaranta y mi hermana habrán determinado quedarse allí toda la noche. ¿Vienes tú de Madrid, o directamente de Chamartín?
-Siento mucho -manifesté con la mayor zozobra- que no esté aquí la señora condesa.
-Te presentaré a mi hija, ven. Pues es lástima que no hayas venido de etiqueta. Verdad es que tú tienes familiaridad con el Emperador, y si te anuncias, puedes pasar a verle con ese traje... Pero dime, ¿qué noticias traes? ¿Ha llegado algún correo al cuartel general? A que me he salido yo con la mía... ¿apostamos a que el Austria?... A mí puedes contármelo. Ya sabes que el Emperador me consulta todo... Pero chico, ¿sabes que tienes una arrogante figura? A mí me habían dicho que eras... así... un poco cargado de espaldas y... la nariz chata, y un ojo un poco... pero no... veo que me habían engañado. Eres mejor de lo que yo suponía, y lo que es tu cara... casi juraría que no me es desconocida... pues... que te he visto en alguna parte.
Estábamos en un lujoso salón, con magníficos muebles alhajado. Sentíase ruido de voces en las habitaciones inmediatas; pero allí no había nadie más que nosotros dos. El diplomático, asiendo las solapas de mi casaquín, mesacudía, me sofocaba, me volvía loco con su charlar inacabable. En vano era que yo pretendiese quitarle la palabra, hablando de otras cosas y principalmente indicando algo del móvil de mi viaje. Aquel insensato me quitaba la palabra de la boca, ávido y hambriento de hablárselo él todo, y con sus gesticulaciones, su cotorreo sempiterno, semejante al son de una matraca, me tenía aturdido, colérico, nervioso.
-¡Ay sobrinillo de mi alma! -continuó-. Si me confiaras las noticias que traes... Ya habrá llegado a tu conocimiento que yo soy la misma reserva... Porque no me queda duda de que tú traes algo, sí señor, algo grave. Si hubieras venido a la comida, habríaslo hecho más temprano y con otro traje. Y no es más sino que estabas en el cuartel general, y el mayor general Berthier te envió a toda prisa con una comisión. A ver, dímelo a mí solo, a mí solo... ¿Vas ahora mismo a ver al Emperador? Si quieres pasaré aviso al gentil-hombre para que te introduzca. Ya han concluido de comer, y están conferenciando juntos el Emperador, el Rey, el secretario Hugues Maret, Urquijo y monseñor de Pradt, ex-arzobispo de Malinas. Anda, anúnciate, subamos...
-Señor mío -dije bruscamente sin poder disimular ya mi impaciencia y desasosiego-. Yo no vengo a hablar con el Emperador ni con el Rey, ni con el arzobispo, ni tengo nada que ver con ninguno de esos señores. Yo vengo a...
Y callé, sin atreverme a decirle el objeto de mi visita.
-¿Conque no está aquí la señora condesa? -volví a preguntar después de una pequeña pausa.
-Dale con la condesa. Que no, que no está. La esperábamos esta tarde; pero según entiendo, se ha detenido en la Moncloa por acompañar a su madrina, que se muere por momentos. Puede ser que llegue antes de media noche.
-Pues la esperaré -dije resueltamente sentándome en un sillón.
-Veo que Amaranta te interesa más, y es para ti de mayor importancia que la suerte del mundo. ¿Pero no querrás decírmelo?... Aquí en confianza... a mí solo -dijo sentándose junto a mí y poniéndome la mano en el muslo.
-¿Qué, hombre de Dios, qué le he de decir, si no sé nada?
-Pesado estás sobrino. Para mí sería muy satisfactorio saberlo antes que el mismo Emperador y poderlo decir a todos esos que están ahí muertos de sed por una noticia.
-¿Dice Vd. que la Condesa vendrá antes de media noche? ¿Cuánto hay de aquí a la Moncloa?
-¿Pero qué traes tú con la Amarantilla?... Todo eso es para disimular. Pero ven... quiero que conozcas a mi hija. Ya tendrás noticias de ella. ¡Pobrecita! La he recogido y reconocido... Es preciso reparar de algún modo los errores de nuestra juventud. En París habrás oído hablar mucho de mí. Bastantes ruinas hay allí todavía de mi ímpetu destructor en materias amorosas. Pero ven... conocerás a Inés... es guapísima. No se ha recogido aún, y si está acostada, haré que se levante.
-No -dije yo-, la veré mañana.
Mi situación, queridos señores míos, era bastante comprometida. La condesa, a quien necesitaba ver y hablar, no estaba allí. Yo no quería faltar al solemne compromiso contraído con ella, cuando le prometí no presentarme jamás a su hija; y en verdad si Amaranta me hubiera sorprendido allí en compañía de Inés, todas mis explicaciones le habrían parecido artificios y malas artes y la aventura de mi disfraz un ardid alevoso para arrebatarle aquel tesoro de su familia, que por la sociedad y por otras mil consideraciones, me estaba tan implacablemente vedado. En todo esto pensé, mientras D. Felipe de Pacheco y López de Barrientos me volvía loco para que le contara las noticias del cuartel general. Discurriendo rapidísimamente sobre aquella situación vine a deducir que era preciso valerme del mismo diplomático para mi objeto, no hallándose en palacio ninguna otra persona de la familia; mas para esto era también preciso no perder el disfraz, ni correr el velo de aquel gracioso engaño, pues si esto ocurría, todo acababa con echarme a la calle o ponerme a disposición de un alguacil. Meditando en breves términos mi plan, di principio a su ejecución de la siguiente manera:
-Después, mi querido tío, informaré a usted de todo lo que se dice en el cuartel general. Por ahora quiero hablarle a Vd. de otro importante asunto.
-¿Importante? Vamos a ver -dijo en voz baja y tan impaciente como un niño.
-Importantísimo.
-Ya adivino. La Inglaterra, el enemigo común...
-No es nada de eso. Lo que digo es que ese condesito del Rumblar... ¡oh! es un joven de malísimas costumbres.
-Ya lo sabemos; pero dejemos ahora a don Diego, ¡qué majadería! -exclamó con desagrado.
-Es preciso que Vd. esté prevenido, por si...
Entraron en aquel momento en la sala dos personajes vestidos de uniforme, uno de los cuales era español y el otro francés; pero los dos se expresaban en nuestra lengua. Levantámonos y el diplomático me presentó gravemente a ellos, diciendo después:
-Por más que le pincho, nada, no suelta una palabra. Viene del cuartel general, con noticias interesantísimas.
-¿Sube Vd. a ver al Emperador? -me preguntó uno de ellos.
-No señor -respondí, obligado a llevar adelante la farsa-. No necesito ver por ahora a Su Majestad Imperial.
-En el cuartel general -me dijo el otro-, ¿qué se dice de la actitud del Emperador respecto a su hermano?
-¡Oh! -exclamé yo, dándome importancia-, se dicen muchas cosas.
-¡Muchas cosas! -repitió el marqués haciendo aspavientos.
-Aún no está decidido -añadió el que parecía francés-, que el Emperador, nuestro señor,ceda el reino de España a su hermano. ¿Qué ha oído Vd. en Chamartín? ¿Insiste el Emperador en la idea de considerar a España como país conquistado?
-Sí señores, como país conquistado -dije con mucho aplomo, metiendo mi cucharada en los arreglos y desarreglos del mundo.
-La verdad es -dijo otro-, que los dos hermanos no están muy acordes. ¿Va tomando cuerpo la idea de agregar la España al territorio de Francia?
-Sí señores -afirmé condoliéndome de la suerte de mi país-. España se unirá a Francia.
-¡Oh! ¡qué calamidad! -clamó D. Felipe-. No podemos en modo alguno seguir al servicio de la causa francesa. ¿Y se insiste en dividir a nuestro país en cinco virreinatos?
-¡Pues qué duda tiene, señores! -repuse en tono de hombre listo-. Pero aún se duda si serán cinco o seis.
-Sin embargo _dijo el que parecía francés-, yo creo que esta noche se reconciliarán.
-Por supuesto que si el Emperador se decide a tratar a España como país conquistado, le mueven a ello las intrigas de Inglaterra.
-De Inglaterra, justo -repuse yo vivamente-. Me lo ha quitado Vd. de la boca.
-Y la insensata resistencia del pueblo español.
-Exactamente... la insensata resistencia...
-A pesar de todo -dijo el español-, yo dudo mucho que el Emperador pueda llevar adelante tan atrevido pensamiento, y menosahora cuando corren rumores de que el Austria...
-¿Qué dicen los últimos despachos? Parece que el Austria se arma.
-Sí señores -respondí yo en tono profético, misterioso y sibilítico-. El Austria se arma y... no diré más.
-Pero hombre -apuntó el diplomático-. Si aquí somos todos amigos. Di de una vez todo lo que sabes.
-Dispénsenme Vds. señores -indiqué cortésmente-. De buena gana lo haría por complacer a personas tan amables; pero antes que mi deseo está mi deber, antes que la satisfacción de un capricho amistoso, la conciencia de mi discreción, cuyo inexpugnable baluarte en vano atacan galantes sugestiones o arteras amabilidades. Callaré por ahora; pero tengan ustedes entendido que el Austria... el Austria...
Los tres cortesanos se miraron, y yo examiné las pinturas del techo.
De improviso entraron dos, a quienes igualmente me presentó mi augusto tío; pero aquí fui menos afortunado, porque uno de ellos, al saludarme, me dijo con cierta malicia:
-Es muy particular. Hace tres años vi en París al señor duque de Arión y no reconozco su fisonomía en la de Vd. O yo estoy trascordado, o Vd. ha variado considerablemente.
Por mi suerte el diplomático se había apartado un poco, y además yo tuve buen cuidado de no engolfarme en conversaciones con aquel caballero. También quiso mi buena estrella queviniese a sacarme de apuros, otro que llegó de repente y con gran prisa, a decir:
-Señores, la conferencia va tomando carácter de altercado. Alzan mucho la voz y desde el corredor de Poniente se oyen los gritos. Vamos allá y oiremos algo.
Vierais allí cómo aquellos cortesanos coman por los pasillos, cómo se escurrían por los laberintos de palacio, cómo se precipitaban unos delante de otros disputándose cuál llegaba primero a pescar una noticia, una voz perdida, un gesto visto al través de un resquicio, un accidente, un destello de reales miradas, cualquier mezquindad que les fuera favorable. Yo seguí tras ellos, y salí también; atravesamos un gran salón, donde había hasta una veintena de personas de distintos uniformes; internáronse en nuevos pasillos, pasaron de sala en sala, llegando por último a un largo y oscurísimo corredor que tenía ventanas a un angosto patio. Allí había otros cinco o seis, asomados a las ventanas, y muy atentos a no sé qué, pues yo no veía nada digno de llamar la atención. Todos se acercaban con pasos quedos, chicheaban muy por lo bajo, y atendían y miraban; pero ¿qué miraban y a qué atendían?
El patio a que me refiero era muy estrecho. En la pared de enfrente había una gran ventana cuyas hojas de cristal, cerradas y por dentro cubiertas con una cortina de gasa, daban paso a la luz interior. Los gruesos cortinones de invierno estaban recogidos a un lado y otro, de modo que quedaba un triángulo de luz, con el ángulo más agudo en la parte superior.En este triángulo se dibujaban varias sombras, pero con toda precisión una sola, efecto de linterna mágica producido por la presencia de un hombre entre la luz que iluminaba aquella pieza y el hueco de la ventana. Movíase la sombra al tenor de los diversos grados de animación de la palabra, y en esta sombra y en sus irregulares movimientos fijaban la vista y el oído y la atención y el alma toda los cortesanos allí reunidos.
-Ahora hablan más bajo -dijo muy quedamente uno de ellos-, pero hace poco se han oído con claridad algunas palabras.
Y alargaban los cuerpos fuera del corredor, por ver si sus pabellones auriculares cogían al vuelo alguna sílaba. Yo también atendí; pero la verdad es que allí se oía tanto como en un desierto. Lo que sí excitó mucho mi curiosidad, fue la sombra que ocupaba el centro del triángulo. Era la de un hombre rechoncho y de cabeza redonda, con pelo corto. Notábase el movimiento pausado de sus brazos al hablar, el de su cabeza al atender; notábanse claramente las señales de asentimiento, las negaciones vagas y las fuertes; notábanse la tenacidad, la duda, el ademán de la pregunta, el de la respuesta, y tanta era la verdad con que aquella silueta reproducía a la persona misma, que hasta se creía advertir en ella la sonrisa, el fruncimiento de cejas, el asombro y cuantos modos de lenguaje posee y usa el rostro humano. Unas veces la cabeza puesta de frente, proyectaba en la vidriera una forma redonda, otras volviéndose proyectaba su perfil; luego veíamosque a su altura subía una mano y distinguíamos perfectamente el dedo índice afianzando y dando energía a la palabra; después desaparecían las manos, y los brazos, juntándose a la masa del cuerpo, indicaban que se habían cruzado; luego transcurría mucho tiempo sin que la figura hiciese ademán alguno, señal de que oía o de que meditaba, hasta que de nuevo volvía a ponerse en acción.
-Miren Vds. ahora -dijo uno de los cortesanos-, cómo dice que no, que no y que no con la cabeza.
En efecto, la sombra movió su cabeza haciendo la señal negativa por espacio de algunos segundos.
-De seguro está diciendo que no cederá a nadie sus derechos a la corona de España -indicó uno.
-Lo que indudablemente estará diciendo -habló otro-, es que pasará por todo, menos porque los ingleses se metan aquí.
-¡Quia! -exclamó un tercero-. Lo que debe de estar diciendo es que los españoles no podrán resistir mucho tiempo.
Entonces la sombra movió la cabeza en señal afirmativa repetidas veces y con mucha insistencia, acentuando con la mano aquel movimiento.
-Pues ahora dice que sí, que sí y que sí -indicó uno.
-Sin duda habla de que son indudables sus derechos de conquista.
-Y de que puede disponer del trono de España como se le antoje.
-¡Patarata! Apuesto a que no es nada de eso, sino que asegura vencerá a los ingleses.
Poco después la sombra se llevó la mano a la nariz.
-Toma tabaco -dijeron los cortesanos.
-Ya van trece veces desde que estamos aquí.
Luego la sombra acercó un bulto a su cara, inclinándola después, y se oyó desde nuestro observatorio un lejano ronquido.
-¡Se suena! -exclamaron los cortesanos.
-¡Buena señal! -dijo uno.
-¡No, sino muy mala! -añadió otro.
Después la sombra se levantó, y al instante confundiose entre otras sombras. Un momento después, separadas las demás, volvió a destacarse; pero ya estaba transfigurada, porque la cabeza redonda había desaparecido en otra mayor sombra trapezoidal. Una vez puesto el sombrero, se hubiera distinguido de cuantas sombras suele engendrar la noche, y de cuantas pueden volver de los Elíseos Campos o de los cristianos cementerios a pasearse por el mundo.
-Ya sale... -dijeron los cortesanos.
-Corramos al salón.
Y aquello no fue correr, sino volar a la desbandada.
-¿No vienes al salón? -me preguntó el diplomático.
-¿No ve Vd. que no vengo de etiqueta?
-Es verdad; pero tú... Te advierto que el Emperador se marcha. ¿Acaso vienes a hablar con el rey José?
-Yo no quiero ver al Emperador esta noche-le respondí-. Aunque él me trata con bastante intimidad, y solemos jugar un poco al tute...
-¡Al tute!... hombre... eso sí que no lo sabía.
-Sí... pues decía que aunque tenemos mucha confianza, y nos tratamos como dos amigotes, no puedo presentarme así en el salón, cuando los demás van de etiqueta. Vd. no irá tampoco...
-¡Oh, sí! Yo voy al salón... porque te advierto que el Emperador al entrar me miró, y después preguntó quién era yo. De modo que ahora...
-¿Pero no le ha hablado Vd. nunca?
-Te diré, lo que es hablarle... así... pues... así como estoy hablando ahora contigo, no... pero hemos cambiado notas, y no creas... en ocasiones con la pluma en la mano nos hemos puesto como ropa de pascuas.
-¿Vd. se retirará a su aposento? Hablaremos un poco y luego me marcharé.
-¡A estas horas! No... aquí te has de quedar. No dudes que vendrá la condesa mañana temprano. Hablaremos todo lo que quieras; pero después que yo vaya al salón, y haga por ver si S. M. I. me mira otra vez, y me entera de todo lo que se dice... ¿Qué sabes tú si el rey José querrá llamarme como anoche, para que le dé un poco de conversación?
-Antes hablemos los dos de un asunto que nos interesa... es cosa de pocas palabras.
-Entremos en mi cuarto -dijo cuando llegamos al salón donde me recibió la vez primera.
-No, aquí mismo -repuse-. Ahora caigo en que tengo que marcharme, en cuanto hablemos dos palabras.
-¡Qué singular! Hombre, aquí me hielo de frío. Entremos en mi cuarto.
En efecto, pasamos a otra pieza, nos sentamos, pero aún no se habían arrellanado nuestros cuerpos en el sofá, cuando entró un criado diciendo:
-Aquí está un gentil-hombre que viene a decir a usía que el señor conde de Cabarrús quiere verle al momento.
-Al instante, corro al instante. ¡Oh, ministro amabilísimo! -exclamó el diplomático con súbita e inmensa alegría-. Primo, ahí te quedas. Vendrá Inés a hacerte compañía.
-No... que no se moleste -repuse yo con inquietud-. Esperaré solo.
-Que venga la señorita Inés -dijo el diplomático al criado.
El criado me miraba atentamente.
-Que venga mi hija -repitió el marqués-. Dile que está aquí el señor duque de Arión, su pariente; que venga al instante a hacerle compañía, porque el Emperador... digo, el rey José... digo, el ministro Cabarrús, me ha mandado llamar para consultarme un grave asunto.
Y sin esperar más, porque su impaciencia era febril, salió dejándome solo. Yo estaba tan agitado que no me era posible apreciar la extensión del tiempo que iba pasando mientras permanecía en la soledad de aquel cuarto, sin percibir otro ruido que el tic-tac de un reloj dechimenea, y el chisporroteo de los leños que en ella se quemaban. Yo no cabía en mi mismo de inquietud, de ansiedad y desasosiego, y juntamente se me representaban en espantosa lucha, la inefable felicidad de ver a Inés y el pesar de mi conciencia turbada por quebrantar una leal promesa. A veces me parecía que los minutos corrían con inconcebible rapidez, y a veces que se estaban quietos delante de mí, mirándome como geniecillos desvergonzados. Mi espíritu a ratos impaciente y lleno de amorosas ansias, me impulsaba a penetrar en las habitaciones interiores, buscando a la que no parecía; y a ratos me venían deseos de abrir la ventana, echarme por ella al jardín inmediato, y huir para siempre de aquella casa.
Sentado estaba mal, y mal estaba en pie y mal también paseándome de un ángulo a otro en la reducida estancia: el pulso y las sienes me latían con furia, y aquel violento y acompasado golpear determinó bien pronto en mí una viva calentura que me inflamaba todo. Inés tardaba mucho. «Si no viene, me muero», dije para mí, olvidándome al fin de todas las consideraciones que al principio me habían hecho temer su llegada. Pasaron no sé si horas o minutos; sólo sé que muchas ideas mías se iban quedando atrás y que venían otras a sustituirlas, para marcharse luego. De este modo apreciaba el transcurso del tiempo. El reloj avanzó mucho sin que Inés pareciese. Aquella soledad empezó a hacérseme insoportable, y la idea de que ella no vendría, se representó en mi pensamiento produciéndome un dolor inmenso.Después de mis primeras dudas, habíase entregado mi espíritu al gozo de suponer que vendría, y su tardanza me ponía en estado febril.
Arrastrado por una fuerza irresistible, sir reparar en mi situación ni en circunstancia alguna, casi ignorando lo que hacía, abrí la pequeña puerta que comunicaba aquella pieza con la inmediata. Al pasar a esta, halleme en una sala sin luz; pero como entraba alguna claridad por la puerta recién abierta, pude ver por dónde andaba. Con pasos muy quedos atravesé aquella sala, y al ver reflejada oscuramente mi imagen en los espejos, sentía miedo de mí mismo. En el testero del fondo vi otra puerta que cedió al punto a mi mano, y encontreme en una tercera sala más pequeña.
Profunda oscuridad reinaba en ella, pero al poco tiempo de estar allí, distinguí en el fondo negro una perpendicular raya de luz. Al mismo tiempo creí que sonaban voces de mujer por aquel lado, y esto, con la débil claridad, impeliome más hacia allí. Andaba muy lentamente, extendiendo las manos para no tropezar con los muebles; andaba como un ladrón, conteniendo el aliento, apagando el ruido de los pasos, creyendo que hasta las oscilaciones del aire a mi tránsito iban a delatar mi presencia a los de la casa. Yo había perdido todo dominio sobre mí mismo, y en nada reparaba más que en llegar pronto a aquella raya luminosa, tras la cual sentía más claramente ya la voz de Inés. Al fin llegué. Por la estrecha rendija no se veía nada; pero se oía. Dos mujeres hablaban.
Al poco rato una de las voces dijo algo como despidiéndose; sentí el ruido de una puerta, y todo quedó en completo silencio. Aguardé un poco. Puse luego la mano en el picaporte, y con mucha, muchísima lentitud lo fui levantando, levantando, de modo que no hiciera ruido. Cuando me pareció bastante, empujé y la puerta cedió; empujé más, y la fui abriendo poco a poco, cuidando de que no rechinara. Durante esta operación, toda mi sangre se paró dentro de mí. A medida que la puerta se abría, iba viendo todo lo que había dentro de aquella estancia. Primero vi un lecho con cortinas blancas, luego una mesa con labores de mujer, y por último, vi una figura puesta de rodillas delante de un reclinatorio, con la cabeza inclinada y oculta enter las manos en actitud de profundo recogimiento. Vuelta hacia mí aquella figura, que apoyaba la frente en el reclinatorio, no era fácil reconocerla, pues de su cabeza no se veía sino el cabello; pero yo la reconocí, y era ella misma; era Inés.
Avanzando resueltamente, pero siempre con pasos muy quedos, entré y me dirigí hacia ella.