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Narváez/XIX

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XIX

Recorriendo la Castellana, cuando ya la tarde caía, deploraba yo que la presencia de la beldad vetusta me privase de hablar con Eufrasia libremente. Perdóneme mi cara esposa; yo me sentía de improviso arrastrado fuera de la existencia regular, al influjo de aquella mujer, que si fue mi tentadora en tiempos libres, cuando con piadosa mano hacia las pacíficas venturas materiales me guiaba, ahora, por diverso estilo, me trastorna y enciende con los atrevimientos de su voluntad sin freno. Lo único de que yo hablarle podía delante de la señora mayor, era la conspiración de ópera cómica en que ponía todos los donaires y sutilezas de su entendimiento, y sobre ello le pedí más explicaciones, que sólo a medias quiso darme. «Conténtese usted, por ahora, con lo que le dije... y es que por el momento hay tregua... ¡Pues no faltaría más sino que yo le revelara a un enemigo nuestros planes! Bastante haré, el día en que se den los pasaportes al Ministerio Narváez-Bodega, y se haga limpia general de hombres públicos, bastante haré, digo, con librarle a usted de que le lleven a las Marianas, a tomar los aires que me recetaron a mí... Esté, pues, tranquilo... Y no le digo que se venga a conspirar a mi campo, porque con el Marqués de Beramendi no hay que contar ya para nada. Hombre acaudalado y padre de familia, sus ambiciones deben limitarse a cuidar hijos, que los tendrá en gran número, sin que pueda en ningún caso dudar que son suyos... ¿Le parece que es ésta poca ventaja en los tiempos que corren?

-Es usted mala, Eufrasia, y pensando bien por el lado mío, arroja por otros lados su sátira cruel.

-¿Pero no le he dicho que soy víbora, Pepe? Entre morder y ser mordida, con veneno, ¿qué es preferible?... Y en resumidas cuentas, el ser satírica no es lo peor que puede ser una mujer... Porque yo muerda un poco, no se escandalizará usted, Pepe.

-Pero creeré que no está en carácter, y que pierde parte de su encanto con esas mordeduras. ¿Recuerda usted lo que significa en griego su bonito nombre? Eufrasia.

-Ya me lo dijo usted en otra ocasión: significa Alegría.

-Pues eso ha de ser usted siempre: Alegría, la alegría del mundo, de la sociedad...

-¡Ay, Pepito, Pepito... a buenas horas!... En otro tiempo pude pensar que sería eso... ¡Pero hoy, después de tantas penas y de tanto luchar!... Además, mi condición alegre se va saliendo de mí a medida que va entrando la hipocresía.

-¡Hipócrita... también se declara hipócrita!

-Me declaro práctica, maestra en filosofía marrullera, con arreglo a la época y al país en que vivimos. ¡Y usted me desconoce, y usted me niega, Pepe, usted que es mi mejor discípulo!...».

En esto, echábase encima la noche, y una contingencia venturosa vino a conjurarse contra mi virtud y a favorecerme en mis desatinados estímulos de perdición. La Condesa o Baronesa de San Lucas, de San Gil o de no sé qué santo, dijo a su amiga que, llegada la hora de recogerse, diese orden al cochero de dejarla en su casa, Costanilla de la Veterinaria... ¡Con cuánto gozo sentí el traqueteo de las ruedas, corriendo presurosas, descontando los segundos que faltaban para que sola conmigo se quedase la moruna! El ansiado instante llegó al fin, y con él reverdecieron mis antiguas cualidades de audacia y desparpajo. Mis primeros conceptos, reforzados con ademanes que centuplicaban su expresión, fueron para darle a entender que mi ciencia de hipocresía era una vana fórmula, mientras no la justificara con faltas positivas y delitos categóricos que...

«¡Eh, eh! -me dijo más serena que yo-. ¡Mucho cuidado, señor pollo... con espolones! Estese quieto, y no se me desmande tampoco de palabra. Tome ejemplo de mí. Es hora de que yo vuelva a mi casa, y usted forzosamente ha de irse a la suya, donde le esperan su mujer y su hijo. A los disparates que me ha dicho contestaré muy poco; pero ello será tal que habrá de agradecérmelo. ¿Quiere usted que seamos amigos, que empecemos otro curso de amistad? Pues para hablar de eso, para discutir si puede ser o no, si usted y yo merecemos el beneficio de esa amistad... quizás no lo merezca usted, quizás sea yo quien no lo merece... pues digo que para tratar de esto, es menester que nos veamos otro día, o que nos escribamos. ¿Qué prefiere?

-Las dos cosas. ¿Va usted por las tardes al Casino de Embajadores?

-¡Ay, qué chiquillo!... Basta: yo escribiré a usted.

-¿Al Congreso?

-Al Congreso. Y usted tomará las precauciones debidas para que no le lleven las cartas a su casa.

-¿Y yo a dónde contesto?

-Déjeme que lo piense.

-¡Ay, qué pensadora se nos ha vuelto!

-Hijo, me llamo Alegría, no me llamo Locura. ¡Pues si yo no pensara, qué sería de mí! Pensando, pensando, he llegado a donde estoy. Si mucho he discurrido para subir, no tendré que discurrir menos para no caerme».

La extraordinaria donosura con que lo dijo desató en mí con mayor fuerza los en mal hora resucitados ímpetus amorosos o de aventureros amoríos... Pero no me dio tiempo la dama moruna para la debida manifestación, puramente verbal, de lo que yo sentía, y tirando del cordón avisó al cochero para que parase... Estábamos en la calle del Arco de Santa María. «Bájate prontito, y no seas loco -me dijo endulzando con el tuteo el amargor y crudeza de la expulsión-. Obedéceme sin chistar, y te escribiré al Congreso». ¿Qué había de hacer yo más que resignarme? Triste cosa era quedarme a pie de un modo tan brusco, aunque mi desairada situación fuese la más conforme con los buenos principios... Pero lo más singular de aquel paso, no sé si comienzo fin o empalme de livianas empresas, fue que al desaparecer de mi vista el coche de la moruna, se apagó en mi pensamiento la ilusión que con tan vivo centelleo me había turbado. Cierto que a una caída más o menos hipócrita quedaba no sólo expuesto, sino comprometido, por ley caballeresca no muy ajustada a la eterna ley moral; pero en medio de los velados desórdenes de un extravío de esta naturaleza, no creo que deje de conservar intangible y puro el bien de mi casa, ni la paz que allí me rodea. Si contemplando a Eufrasia y oyendo su gracioso divagar de política, pude repetir para mis adentros el verso de Leopardi E il naufragar m'e dolce in questo mare, caminito de mi casa, y acercándome a este refugio bien templado, me dije: «En ese mar bonito y placentero, podré pasearme sin que nadie me vea; pero nunca naufragaré».

Firme en estas ideas, y comprendiendo cuán penoso y desairado sería para mí que María Ignacia tuviese conocimiento de mi paseo con la Socobio, por soplo de algún paseante que me hubiera visto, eché por la calle de en medio, y se lo conté yo con franqueza relativamente honrada. Claro es que no le conté todo porque no era preciso; y cuidé de advertir que nos acompañó en todo el paseo la respetable señora Condesa o Baronesa de San Juan Nepomuceno. Con gran sorpresa mía, no pareció mi mujer enojada de aquel incidente. Tuve la suerte de cogerla en un momento en que las expansiones de su grande alegría no daban a su alma tiempo ni espacio para el recelo. Nuestro niño revela una resolución firmísima de vivir, y aptitudes colosales para proveerse de medios de vida. Mama de una manera insolente, bárbara, y se apodera de la teta con muy mala educación. El ama es robusta, inagotable, y además, de buen natural. Todas estas bienandanzas se reflejan en el alma de mi esposa, y ayudan a su restablecimiento, franco, rápido y seguro. No quiere María Ignacia abrir en su espíritu ningún hueco por donde entre la tristeza; no quiere más que afianzarse en la posesión de sus felicidades, que estima bien ganadas. Dios le concede lo que merecía.

Viéndola tan bien dispuesta, me permití ampliar un poquito las referencias de mi paseo romántico, y ella con gran sentido me dijo: «Procura no volver más, y si otra vez te invita, busca una manera delicada de zafarte sin caer en grosería... La verdad, esa intriganta me ha tenido por algún tiempo en ascuas; pero esas ascuas ya no me queman... ¿En qué me fundo para sentirlo así? No lo sé; en algo que se nos revela por el corazón, por las ideas y el cavilar de una misma. Yo no creo en angelitos que vienen con recados a la oreja, como es uso y manía de monjas; pero sí creo que Dios nos baraja los pensamientos para que con ellos sepamos la verdad de las cosas nuestras, de lo que nos llega a lo vivo, Pepe. Como te digo, las ascuas en que estuve por esa maldita manchega, ya no me queman... No viene el mal por ese lado. O no habrá más ascuas, o cree que vendrán de otra parte. Pero de ninguna parte vendrán, ¿verdad, marido mío?».

23 de Junio.- Viendo crecer de día en día la estimación en que mi suegro y toda la familia me tienen, siento en mí la autoridad; me lanzo a platicar con el Sr. D. Feliciano del delicado asunto de las habladurías de su tertulia, pues sin que yo vea en ello, como Narváez, el escándalo de una conspiración, pienso que tales enredos no armonizan con la respetabilidad de la casa. Presentada exquisitamente la cuestión, mi ilustre padre político concuerda conmigo, y alabando mi prudencia y sensatez, se arranca con estas sesudas consideraciones: «Yo me encargo de llamar al orden a estos mis amigos, y de hacerles comprender que, si vienen mudanzas hondas en la política, no quiero que salgan de mi casa... Tengamos en cuenta que eres diputado, y ministerial de añadidura, y que si algo ocurre y te ves en el caso de tomar la palabra en el Congreso para defender la situación, no es bien que te acusen de jugar con dos cartas... Puedes decirle al señor Presidente del Consejo, si de esto vuelve a hablarte, que si algunos sujetos graves, y otros que no lo son, le tienden algún lazo para que se enrede y caiga, los hilos no pasan por mi mano. Yo, bien lo sabe él, no soy partidario del Parlamentarismo, ni creo en este Régimen de estira y afloja; pero respeto lo existente, por el hecho de ser existente, que no es poco. También nosotros tenemos nuestros hechos consumados, como ahora se dice, dignos de todo respeto. ¿Qué sería de la Sociedad si cada cual no permaneciera en los puestos adquiridos? El disputar los puestos es lo que da alas al funesto Socialismo, y lo que fomenta la Demagogia, ese virus, Pepe, ese maldito virus que hace estragos en todo el mundo. Ya que la República Romana, centro de ladrones y asesinos, está a punto de caer arrasada por nuestras tropas, vean ahora estos gobiernos de poner aquí un poco de orden, y de refrenar a tanto periodicucho, y de hacer entender a los del Progreso que se despidan del poder para siempre...».

Conforme con todo lo sustancial de esta arenga me manifesté, añadiendo que las clases pudientes somos las llamadas a conducir el rebaño social. Pero me recaté de expresar la idea que al oír a mi suegro me andaba por el magín, esto es: que todos los pudientes, cuál más, cuál menos, llevamos dentro el demagogo, y si me apuran, el socialista, que son dos clases de virus, de donde resulta que no habrá orden verdadero hasta que no nos metan en cintura... o nos metamos nosotros mismos.

Esto pensaba, y ansioso de distracción, di con mi cuerpo en el Congreso, donde me aburrí soberanamente; por la noche, previo el asentimiento de María Ignacia, con quien yo consultaba siempre mis visitas nocturnas, me fui a casa de María Buschental, donde encontré algunos amigos de mi época de soltero, y otros con quienes había hecho conocimiento en las Cortes: Escosura, Tassara, Borrego, Carriquiri. Departimos de cosas sociales y políticas con la libertad que es el fresco ambiente de aquella morada neutral de las opiniones, y si he de decir verdad, también allí, entre tan amenos narradores y comentaristas, me sentí, como quien dice, a dos dedos del hastío. Hallábame en un estado particular de mi alma, sensación de ansiedad y de vacío, dolencia que de tarde en tarde y sin ninguna inmediata razón ni causa conocida suele acometerme, y que por lo común, lo mismo que viene se va, dejándome un leve rastro de tristeza. Ni aun María Buschental, cuyo trato y gracias amables con puntaditas maliciosas fueron y son siempre el antídoto de las murrias, logró desvanecer las mías. Por último, confabulados ella y mi amigo Escosura, aplicaron solapadamente a mi melancolía el tratamiento de las bromas, sin excusar las del género más agresivo, y hube de oír sátiras crueles en que no salía yo muy bien librado.

Según María, yo penaba por la Socobio, mujer corrida y de mucha trastienda, maestra y grande erudita en todos los artes de amor. Según Patricio, yo no he tenido con ella más que triunfos pasajeros, regateados, y felicidades suspendidas de improviso para precipitarme a la desesperación... Yo negué, declarando que no hay tales triunfos ni los he solicitado. Reían a carcajadas, y sin duda todo lo que dijeron lo creían como artículo de fe. Así es el mundo: en la crónica social, disfrutaba yo injustamente reputación de glorias y fracasos, como los falsos héroes que con apócrifas grandezas usurpan un lugar en la Historia. Así lo dije a la dama y a mi maleante amigo, añadiendo no sé qué frivolidades para seguir la broma, y algún chiste, que no me salió, francamente, pues no estaba yo para chistes. Por fin, agarrándome a la primera coyuntura que se me presentó, me despedí cuando empezaban la animación y el interés dramático en el gracioso mentidero de María Buschental.

Deseaba yo verme en la calle y respirar aire menos impuro que el de un salón. Sentía vivísimo anhelo de llegar a mi casa, de ver a mi mujer y a mi hijo, y buscar mi solaz y recreo en la felicidad que nadie podía disputarme. Sinceramente y sin la menor afectación, me reí de la historia que mis amigos me colgaban, y ahondando con miradas atentas en todo mi ser, por una parte y otra, advertí que la moruna no me interesaba ni poco ni mucho, que la fascinación de sus gracias es pasajera. Mas no porque observase todo esto, y de mi observación o descubrimiento me alegrase, se mitigaba mi tristeza. «Es el pícaro trastorno de nervios, o del cerebro, quizás desfallecimiento del espíritu -me dije-, ese vacío, esa expectación inexplicable... Voy corriendo a mi casa, y allí se me quitará».

Sentí detrás de mí una voz que me llamaba, y me estremecí cual si sonara un disparo en mis oídos... Era mi amigo, el pintor Genaro Villaamil, que al salir del café de la Iberia, me vio pasar, y corrió en mi seguimiento. Algunas noches solemos retirarnos juntos, pues somos casi vecinos. Vive en el Postigo de San Martín. Hablome de no sé qué... algo de la expedición de Italia, de la Fuoco, de su peinado, no menos famoso que sus pies... Yo le oía sin ninguna atención, y deseaba que me dejara solo. Parecíame que teniendo que oírle y contestarle, por urbanidad, tardaría más en llegar a mi casa.

Íbamos por la calle del Arenal, él, más corto de piernas que yo, acelerando su andar para seguirme, cuando una mujer pasó frente a nosotros como a diez pasos de distancia... Cruzaba de la acera de San Martín a la de San Ginés, y nosotros íbamos ya muy cerca de la iglesia de este nombre. La mujer que vimos se paró un instante ante mí y me miró fijamente. Yo la vi a la claridad de la luna que inundaba la calle, la vi, la miré y la reconocí... Era Lucila... Siguió la moza su camino. ¡Cielos! entraba en la iglesia. Atravesó el patio, y antes de llegar a la puerta volvió a detenerse y a mirarme. Antes dudara de mi existencia que dudar que aquella mujer era Lucila, la hermosura salvaje que descubrí en el castillo de Atienza, la sacerdotisa, la musa histórica del gran Miedes, la perfecta hermosura, la ideal hembra, con quien ninguna de las de nuestra edad y raza puede ser comparada... Mi amigo Villaamil, apretándome el brazo, exclamó con entusiasmo de artista y de varón: «¡Qué mujer, Pepe! Nunca vi figura igual». Habíamos entrado en el patio; yo me abalancé hacia la puerta de la iglesia, engañado por la ilusión de que Lucila me esperaba en aquella penumbra... Nada vi: la soberana imagen habíase apagado en la cavidad del templo, como luz devorada por el vacío.