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Narváez/XVIII

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XVIII

Sépase ante todo que no íbamos solos Eufrasia y yo. Nos acompañaba una vieja muy compuesta, hermosura en ruinas, que tuvo su apogeo y esplendor en los años medios de Fernando VII, camarista que fue de la Reina Doña Isabel de Braganza. Perteneciente a la aristocracia mercenaria, de creación palatina, ostenta el deslucido título de Condesa o Baronesa (no estoy bien seguro) de San Roque, de San Víctor, o de no sé qué santo. En la duda, la designaré provisionalmente por el primer bienaventurado que se me ocurra. Es mujer histórica y de historia, hoy mandada recoger por la subida cuenta de sus años, aunque todavía colea en la vida social. Entiendo que tiene un hijo y un yerno en la regia servidumbre.

«Ya sé -me dijo Eufrasia en el rápido avance del coche por la calle del Arenal-, que Rafaela y yo estamos amenazadas de salir, codo con codo, en la primera cuerda para Filipinas».

Soltaron ambas la risa, y yo agregué, siguiendo la broma: «A donde van usted y su amiga es a las islas Marianas... ¿Pero cómo lo saben si yo a nadie lo he dicho?

-Lo sabemos -replicó la veterana beldad-, porque el fantasmón no lo dijo a usted solo. Por Pepe Villavieja me mandó un recado para que yo lo pusiera en conocimiento de las interesadas... No hicimos caso: nos reímos...

-Tan bien le resulta a ese espantajo -observó Eufrasia-, el meter miedo a los hombres, que cree poder amedrentar fácilmente a las mujeres. ¡A buena parte viene!... ¿Pero qué ha de hacer él más que estar a la defensiva, muy al cuidado de su pelleja? ¿Con que a las islas Marianas nada menos? ¿Está él bien seguro de que no le embarcarán para allá con viento fresco? Si en aquellas islas hay caribes, ¡qué buen maestro se pierden para perfeccionarse en la barbarie!

-¿Pero es verdad que conspiramos, amiga mía? Yo no lo creí. Pensé que se trataba de una intrigüela... no política.

-Puede usted tranquilizar a su amigo, asegurándole que se han suspendido los trabajos, y que no hemos de volver a las andadas hasta que no se sepa cómo va el negocio de Italia.

-Hasta que no veamos -dijo la San Víctor-, si Fernandito pega o no pega.

-Yo todo lo temo de esta gente y de su mala pata -declaró mi amiga-. Al refrán que reza Por todas partes se va a Roma, debe añadírsele: menos por Gaeta.

-Pero explíqueme, Eufrasia -dije yo riendo de verla tan oposicionista-, ¿qué motivos, qué razones... porque alguna razón habrá... la han traído a la enemistad de Narváez? Antes no pensaba usted así... ¿Ha recibido D. Saturno algún agravio del Presidente del Consejo?».

Mordisqueando el abanico, la moruna miraba hacia la calle con evidente ira, más bien rabia. Durante una pausa breve, la San Blas y yo nos miramos, como interrogándonos sobre cuál de los dos hablaría primero, y sobre lo que debíamos decir para poner airoso término a la pausa. Rompió por fin el silencio la marchita beldad con esta familiar explicación: «Usted, Sr. de Fajardo, merece toda confianza, y como está en antecedentes... me consta por la misma Eufrasia que está en antecedentes... yo me permito responder por mi amiga, para que esta pobre no se vea en la precisión de recordar... ciertas infamias. Narváez es hombre muy deslenguado. No respeta ni categorías ni reputaciones, y poniéndose a soltar chascarrillos, no se detiene ante ningún reparo. Hablando de esta una noche en casa de Santa Coloma, refirió no sé qué incidentes, de esos que los hombres poco delicados se confían unos a otros, escenas o casos de la vida que el tuno de Terry hubo de relatarle viajando por el extranjero... cosas reservadísimas que contadas con descaro y mala intención... resultan...

-¡Mentiras, fábulas absurdas! -dijo Eufrasia pálida y balbuciente y completando la información de su amiga-. Cuando me trajeron el cuento, no sentía más que una cosa: no poder volverme hombre.

-Pues hay más, Sr. de Fajardo -prosiguió la otra-. Al Presidente del Consejo se le podrán perdonar las botaratadas de lenguaje, que quien trata con políticos es natural que alguna vez se desboque; pero al caballero no se le perdona que sin venir al caso ridiculice a personas de arraigo, apartadas de estas miserias de la vida pública. Ya sabe usted que se trató de conceder a Saturnino un título de Castilla. Esta no quería; pensaba que era subir demasiado pronto. Pero el pobre Saturno, que de algún tiempo acá venía sonando con el Marquesado, no era tan modesto en sus ambiciones. El asunto iba por buenos caminos. Arrazola estaba conforme; el Rey se interesaba en ello. Un día, en el mismísimo Palacio Real, preguntó a Narváez el Duque de Gor qué título se pensaba dar a Saturnino, y el Espadón, como si dijera una cosa muy seria, respondió: «Le haremos Marqués de Capricornio». Ya ve usted qué grosero insulto.

-Tanta grosería y bajeza -dijo Eufrasia-, me han hecho mudar de parecer respecto a esa gracia y a su oportunidad. Ahora, viendo en qué manos está la Nación, lo que antes creí prematuro ya me parece tardío. Seremos Marqueses. Esta Sociedad no merece la modestia. Donde ya no hay ninguna virtud, donde todo se ha pisoteado, y por si algo faltaba, ya pisotean de firme, la mayor de las tonterías es tener delicadeza y escrúpulos. Coronas que fueron de oro han venido a ser de papel dorado, y las de papel se han hecho de oro. Respetar lo pasado, mirarlo mucho, ya para amarlo, ya para temerlo, es cosa que ahora no se usa. Pues vivamos en lo presente, y coloquémonos donde sea más fácil pisotear que ser pisoteado».

Causáronme pena este pesimismo y el nuevo ser psicológico de mi amiga. Yo no comprendía por qué rápida evolución, la que hace un año me daba prácticos consejos del vivir manso, cauteloso y positivo, esquivando las pasiones, se dejaba contaminar de las más violentas. Sobre esto dije algo, a lo que me respondió imperturbable: «Las pasiones vienen cuando tenemos arreglada la vida. Si por acaso llegan antes, se encuentran la puerta cerrada, por estar una en los afanes de dentro... Y como al encontrar cerrado se marchan las pasiones, de aquí que pasen por virtuosos los que no lo son. Va una mujer tan tranquila, y a lo mejor alguien le da con el pie; entonces se acuerda de que es víbora, de que puede serlo, y lo es».

Admirando su ingenio, díjele que todo aquel reconcomio contra Narváez podía muy bien carecer de fundamento, como nacido de hablillas y dicharachos de los desocupados. ¿Quién le aseguraba que eran del propio Duque las malvadas referencias de Terry, y la grosería del título de Capricornio?

«¡Ay! -exclamó Eufrasia-; como si yo misma lo hubiera escuchado, segura estoy de que esas infamias salieron de aquella boca, manchada con tantas blasfemias y palabrotas de cuartel. Usted, por lo visto, se ha dejado deslumbrar por el brillo falso de ese soldadote, y ha creído la leyendita que propalan los adulones que le rodean. ¡Oh, Narváez, león que lleva dentro un cordero! ¿No es eso? Un hombre que en sus arranques instintivos de mal humor atropella sin reparo al más pacífico, y luego le pide perdón y le hace favores, y le da chocolate de Astorga. Ese es el tipo que quieren darnos en aleluyas, corazón sensible que cuando se irrita ruge, y cuando se aplaca es lo mismo que un niño... ¿No es esta la leyenda? ¿Apostamos a que usted es de los que la ponen en circulación y la reparten de oreja en oreja para que corra?».

Respondí que la tal leyenda, bosquejo biográfico del natural trazado por los contemporáneos, me parecía lo más próximo a la verdad, y que por ella, pues no hay mejor modelo, fijarán los historiadores futuros la figura de Narváez. Eufrasia sonrió, recreándose en la fuerza de los argumentos que en contra de la leyenda cree poseer, y reclamada la atención de su amiga y la mía nos dijo: «Pues aquí me tienen ustedes con voz y autoridad de Historia para echar abajo esa mentira novelesca. Lo que voy a contar, yo lo he sentido muy de cerca, y mi padre, que vivo está, y otros señores manchegos muy respetables, pueden dar de ello testimonio. El año 38 pasó este caballero por un pueblo de la Mancha que se llama Calzada de Calatrava... Iba en persecución del carlista Gómez... ya sabe usted, la famosa expedición de Gómez... De aquel pueblo al mío, donde yo estaba con mis padres, no hay más distancia que dos leguas o poco más. Yo era entonces una mozuela: me acuerdo de aquellos sucedidos como si fueran de ayer, y la impresión de terror que dejaron en mí no se borrará nunca; que si espanto causaban allí los facciosos con sus crueldades y saqueos, no daba menos que sentir este maldito que los perseguía en nombre de la Reina, pues unos y otros llegaban, asolaban y partían como una legión de demonios. Era en el mes de Agosto; llegó Narváez tal como ayer, y hoy mandó fusilar, con juicio sumarísimo, al último Prior de la Orden de Calatrava, D. Valeriano Torrubia, a un rico propietario de la misma ciudad y a una mujer. ¿Creerán ustedes que este hecho brutal era escarmiento de facciosos porque las víctimas habían dado apoyo al cabecilla Gómez? Pues están muy equivocados, y si la Historia se escribe así, maldita sea mil veces. El delito del pobre D. Valeriano era estar emparentado con la familia de Espartero, y ser, como este, hijo de Granátula, que sólo dista de la Calzada una hora de camino. Para condenarlo, así como a sus compañeros, en la sumaria hecha de mogollón sin más objeto que cubrir el expediente, se alegó la entrega de un fuerte, realizada siete meses antes, al paso de Cabrera, después de una reñida acción en que perecieron trescientos y pico de liberales. Oigan ustedes a mi padre. Mi madre, que era Torrubia y tenía parentesco con el Prior, diría, si viviera, que ninguno de aquellos infelices era carlista ni tuvo arte ni parte en la entrega del fuerte. Todo esto, si no lo he presenciado, lo he sentido en derredor mío, expresado con gritos de dolor que eran gritos de verdad. No son referencias lejanas desfiguradas por el tiempo y la distancia, sino hechos que palpitaban a mi lado, entre mi familia y mis convecinos, y que siguieron estampados en la memoria de todos los que entonces vivíamos en la Mancha.

«Pues oigan más. La única persona, entre las principales de la Calzada, que pudo intervenir en la entrega del fuerte, fue un cura llamado Vadillo. ¿Por qué, pregunto yo, este hombre de la leyenda, este cordero con garras de león no fusiló a Vadillo y sí a los otros, que nunca se significaron como carlinos? ¿Por qué no quiso escuchar, ni recibir siquiera, al hermano de Espartero, canónigo de Ciudad Real, que acudió a pedir clemencia, y llevaba, según dicen, órdenes de que se suspendiera la ejecución? Porque, sépanlo ustedes y sépalo el mundo todo, lo que menos le importaba a este tío era perseguir carlistas y alentar liberales; su pasión dominante era el odio a Espartero, y la envidia de los triunfos y de los increíbles adelantos de mi paisano; su móvil, la idea de ser como él, poderoso y popular; su fin, destruir todo lo que significase adhesión a Espartero, partido de Espartero, familia de Espartero... Esto, que aquí no se vio nunca, lo vimos claro todos los que allá vivíamos: yo respiré estas ideas, y de su verdad no puedo dudar... Ahora viene la segunda parte de mi cuento, y aunque para mí esta parte es tan verdadera como la que acabo de referir, no me atrevo a darla como Historia. Vamos, que también traigo yo mi poquitín de leyenda para colgársela al Espadoncito andaluz. La noche antes del fusilamiento, la pasó D. Ramón en compañía de una guapísima mujer... La conocí: había sido mi amiguita; tenía tres años más que yo... Fue público y notorio que el cura Vadillo no era extraño a las amistades de la buena moza con el General. Si un día entregó un fuerte a Cabrera, otro día le entregaba otro fuerte a Narváez; sólo que este castillo, aunque muy bonito como mujer, no valía nada como fortificación... Cierto es lo que digo de esas amistades: lo que presento como leyenda, usted, Pepe, puede ponerlo en claro si se atreve a preguntárselo a Narváez... o a Bodega, que debe saberlo lo mismo que su amo. Pregunte usted a cualquiera de los dos si es cierto que en la noche de marras vacilaba el General entre el rigor y la clemencia, y que Rufina Campos le pidió que fusilara sin piedad, ofreciendo su cuerpo en pago de la orden; si es verdad que en su impaciencia por concluir aquel negocio de las muertes, le hizo coger la pluma y le llevó la mano para que firmara... Este es un punto que yo no me atrevo a sacar de la Fábula para llevarlo a la Historia: lo cuento como me lo contaron, y no respondo de ello.

Lo que no tiene duda, amigo mío, es que en Calzada de Calatrava había por aquel tiempo una fuerte discordia entre dos bandos que se habían formado, y ardían en rencores con más fuego de pasioncillas locales que de ideas políticas, y que uno de estos bandos se valió del tremendo Narváez para desbaratar al otro. Pescaron al Espadón echándole por cebo la carne fresca de Rufina Campos. Con que ahí tienen los señores Narvaístas una vela que encenderle a su ídolo, el borrego con zarpa de león, que más valdría decir de hiena, por la propiedad de las cosas históricas... ¡Y este hombre quiere que ahora nos dobleguemos ante su Orden y ante su Principio de autoridad, él, que siempre fue díscolo y revolucionario, él, que no hizo más que pisotear su tan cacareado Principio! ¿Cómo se ha de respetar a quien nada respetó? ¿Cómo ha de sofocar las conspiraciones quien toda su vida se la pasó conspirando? Si los sublevados victoriosos del 40 llamaban insurrectos a los vencidos, y estos a su vez, triunfantes el 43, llamaron rebeldes a los del 40, ¿qué nombre hemos de dar a todos más que el de bandidos? No se asombre usted, Pepe, ni me ponga la carita burlona, que sus burlas y su estupefacción no son más que una máscara con que tapa un escepticismo tan negro como el mío. Yo no creo en estos hombres, Pepe, ni usted tampoco. La Historia de España, mientras hubo guerra, es una Historia que pone los pelos de punta; pero la que en la paz escriben ahora estos danzantes, no se pone los pelos de ninguna manera, porque es una historia calva, que gasta peluca. Yo, qué quiere usted que le diga, entre una y otra, prefiero la primera... me repugnan los pelos postizos».

Esta idea nos dio pie para reír, dejando incontestada la graciosa sátira contra los hombres públicos, y sin comentario el terrible cuento manchego.