Nativa/VI

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VI


Muy avanzado ya el día siguiente, brillando en espacios límpidos un sol abrasador, don Anacleto pudo observar que el rancho viejo se había transformado como por encanto; lo que hubo de llenarlo de asombro, pues si bien él había salido al campo desde antes de amanecer, y en el espacio de tiempo transcurrido bien podía operarse un milagro semejante, ninguna orden ni noticia había recibido respecto a esa «obra nueva». En realidad, la antigua vivienda o ruina existente junto al ribazo del arroyuelo que desembocaba en el río, no presentaba a esa hora el aspecto agreste y desolado que en el día anterior; por el contrario, su techumbre derruida había sido recompuesta con grandes y amarillentos manojos de paja brava, cortadas en las masiegas del estero; y segados a raíz, dentro y fuera, en un trecho considerable, gran número de cardos y cicutas, presentando desde lejos el suelo tal limpieza, que bien se podía jugar «a la taba» en el «playo» sin tropezarse con un solo «rastrojo». Este desbrozamiento formaba un semi-círculo delante de la puerta, o entrada al rancho mejor dicho, pues que aquella consistía en dos pieles de perros cimarrones, unidos y colgantes como un cortinaje; y se dilataba en línea recta al monte a través del cardizal como un caminito de haciendas al abrevadero. Dos o tres caballos pacían cerca, atados a la estaca. Salía humo de fogón, de la parte atrás del «mojinete». La enorme ojiva del ventanillo aparecía cubierta con un cuero de toro, clavado a la pared de «cebato» con estaquillas de laurel negro. A horcajadas en la cumbrera, tal vez dando la última mano al «quinchado», veíase un hombre negro muy afanoso, que al principio el capataz tomó por un mono descomunal -dados sus continuos y nerviosos movimientos.

A fin de cerciorarse, fuese acercando paso a paso hasta la entrada de los cardos, y desde allí púsose la callosa mano a modo de visera en la frente para mirar mejor.

A poco de estar en esa observación concienzuda, muy atento, vio salir del rancho un hombre alto y fornido, color de aceituna, que se sentó en cuclillas contra la pared, a fumar un cigarro con la mayor tranquilidad.

Don Anacleto movió de uno a otro lado la cabeza, diciéndose algo perplejo:

-El negro parece el mesmo... Pero éste, es charrúa, y cacique ha de ser a la fuerza por la poca gana que tiene de trabajar. ¡Indio forzudo y lerdo! Quién lo ve ahí tirado al sol en vez de ayudar al retinto, al igual de un lagarto viejo cuando canta la «chicharra»... Yo te había de dar perezoso si estuvieras conmigo; ladrón de guascas y de mancarrones, a la horita en que todos duermen, y cuando naide puede rayarte las costillas en campo raso... ¡Pero, es atrevimiento ganarse la «tapera» con la mesma facultá que una comadreja o un zorrino; o una viscacha, para el decir, que tanto da indio y negro como cimarrón y salvaje!... ¡Las pobres vaquillonas van a empezar a parar la oreja, y para mí tengo que los «orejanos» les vienen dende hace días sacando el cuerpo a estos mandrias!....

Interrumpió aquí el soliloquio del capataz, una mirada distraída y vagabunda del hombre en cuclillas; mirada que don Anacleto consideró siniestra y agresiva, por lo que en el acto mismo resolvió dar cuenta de todo a su patrón, volviendo riendas al trote más largo de su rosillo.

Pronto estuvo encima de los agaves de la huerta, y allí fue detenido por Nata y Dora; quienes, cubiertas las cabezas con una especie de turbante para evitar en parte los ardores del mediodía, miraban con viva curiosidad hacia el rancho.

-¿Qué hay, don Anacleto? -preguntó precipitadamente Dora.

El viejo capataz sujetó el rosillo; y con gesto duro de hombre que ha campeado y viene en busca de armas con que arrostrar un peligro serio e imprevisto, contestó a voz en cuello:

-¡Qué ha de haber, niña!... que en el niño de «tucutucus» de allí del «playo», se han metido como unos «cinco o doce» indios, anoche, después de canto de gallo a la fija y hasta me ha parecido ver entre los «yuyales» del costado, un porción de «osamentas» de animal yeguarizo...

-¡No puede ser, don Anacleto! ¿Y cómo no alcanzamos a ver desde aquí esos hombres?

-Andarían por el campo, -agregó Nata, un poco sobresaltada.

El capataz escupió de lado, y dijo:

-El indio, niñas, se agacha siempre y se escuende hasta en el trébol, por lo que ni el mataco que fuese les gana a hacerse una bola... Después tienen un olor que los descubre, cuasi como el zorrino, aunque se unten con chirimoyo... Yo no he visto más que uno, que estaba afilando una flecha junto a la puerta; pero, es seguro que los otros se encuentran en el rancho o tendidos boca arriba entre los pastos comiendo algunos pedazos de carne cruda.

-¿Ni siquiera les vio usted las plumas del copete?

-¡Nada!... Esos mugres se pegan a la tierra como la iguana entre los cardos, y el más baqueano se enquivoca si los encuentra, por parecerse a troncos de sauces caídos...

Voy a avisarle al patrón, antes que se haga más tarde.

Dejáronle ir las jóvenes, un tanto confusas por lo que habían oído, aun cuando les asistía una creencia contraria a lo aseverado por el capataz; creencia que confirmaba, en cierto modo la tranquilidad que reinaba en el campo, no descubriéndose persona alguna en toda la zona visible. Sabían ellas también, que él exageraba algo las cosas por costumbre y por temperamento; y, en esa conciencia, no quisieron comunicarle nada de lo ocurrido en la noche anterior.

-El pobre viejo tiene una cabeza de «chingolo», -dijo Dora incomodada. -¿No se le antoja que en la «tapera» está el cacique Pirú con toda una horda, cuando nada se ve en el bajo, fuera del negro Esteban?... ¡Yo creo que tiene hace mucho a los indios montados en la nariz!

Como don Anacleto la ostentaba muy curva y larga, Natalia se rió de veras de la ocurrencia.

-¡Será eso!... Con todo, no hay que descuidarse.

-¡Yo no lo creo!

Mira. Una vez nos vino con la historia de que había en lo más hondo del «rincón» muerto un tigre, a brazo partido; mientras que, según Nereo, lo que había ultimado era un coatí. Cuando yo le pedí que me trajese el cuero, salió diciéndome que se había pudrido... Después nos trajo el cuento de que encontrándose una tarde a pie en el rodeo ajustando la cincha, lo había atropellado un toro malísimo... y que él, dándose vuelta muy ligero, lo había agarrado de los cuernos tirándolo al suelo como a un cochinillo de leche; y entre tanto, no tardó Calderón en venir a decir que una novilla le había dado en el vientre a don Anacleto, con solo el hocico, y tirádolo rodando de la cuesta abajo...

-Es preciso dispensarlo, Dora -interrumpióle su hermana, riendo-: no ves que ya es viejo, y tiene que inventarlas...

-¡No; si no me importa! Pero ¿por qué nos engaña así?

-Será por vengarse de aquello de las avispas.

Lo mismo que su pelea con los perros cimarrones... en la noche de navidad ¿te acuerdas?... Venía él todo sofocado, osco y bufando, con el pecho al aire y remangado hasta el hombro... Al otro día, en lugar de perros bravos muertos, papá halló junto al pajonal una pobre zorra descuartizada por los mastines de la estancia que él le había «chumado»...

-¡Oye! -exclamó de súbito Nata-. Papá está hablando con don Anacleto.

El dormitorio del señor Robledo tenía un ventanillo que daba a la huerta. Delante de este respiradero o ventilador, que tal parecía por su estrechez y su configuración, se había construido un pequeño cobertizo, a fin de evitar que el sol penetrase en verano. El hacendado, que se levantaba siempre muy de madrugada, hacía su siesta después de mediodía, y dejaba semi-abierto el ventanillo para que corriese el aire -protegido como lo estaba aquel en parte, por el cobertizo. Ya en su lecho, lo había sorprendido el capataz con sus noticias; y sobre la existencia en el bajo, de una horda, departían, cuando Nata hizo callar a Dora.

Las jóvenes se acercaron, en el doble interés de oír algún dato nuevo y de disfrutar de la sombra.

Poco de interesante pudieron escuchar.

Pero, minutos después, vieron con algún asombro que don Anacleto a caballo y Guadalupe a pie, llevando uno y otra provisiones y objetos diversos, se dirigían a las ruinas del estero, en franca y amena conversación.

-¡Mejor! -dijo Dora con viveza, batiendo palmas-. ¡Ahora vamos a saber por Guadalupe todo!

-Así es -añadió Nata- Tú podrás preguntarle a su regreso sobre lo que haya visto, y yo lo haré con don Anacleto, para comparar...

-¡Me gusta! Así sabremos hasta qué extremo dice mentiras... Pero, me acuerdo ahora que la negra se le parece un poco; y si habla con Esteban, peor...

-¡Maliciosa! ¿Qué importaría que conversase con el moreno?

-¡Hum!... Capaz es de entusiasmarse la negrilla...

-Cállate traviesa y vámonos, que el calor se hace insoportable. ¡Ya no puedo más!

Y tras de estas palabras, Natalia fuese a prisa, para atravesar cuanto antes el terreno quemado por el sol.

Dora corrió en pos, con la agilidad de una gama, en medio de risas y parloteos.

No se demoraron mucho tiempo capataz y esclava, en el desempeño de su comisión. Transcurrida media hora apenas, estuvieron de vuelta en las «casas». Sin que la llamasen, Guadalupe entróse en la habitación de las jóvenes, con el rostro bañado en sudor y cierto aire de misterio, arreglándose todavía en la cabeza un pañuelo a cuadros rojos y amarillos que le servía de cofia.

Antes que con la palabra, interrogóla Dora con los ojos, saliéndole al encuentro.

Guadalupe, compañía cotidiana de la joven en el paseo a pie o a caballo, en el baño del manantial vecino y hasta en las fútiles diversiones y recreos campestres, sabía interpretar bien los menores gestos de Dorila; y por eso, se apresuró a decir:

-No hay motivo para miedos, niñas, porque no son más que tres, un indio, un moreno y un...

-¿Y un qué?... ¡Habla, pues!

-¡Si viese que pinta de mozo, niña! Un señorito rubio, que tiene una cara que da gusto el mirarla, y unos ojos azules, que ni el cielo...

-Entonces don Anacleto se engañó, Guadalupe; porque él nos dijo que había por lo menos una horda entera de charrúas en el bajo.

-¡Qué! niña -exclamó la negra con sonrisa burlona;- uno solo, y ese manso; está vestido como la gente, y convidó con un cigarro a don Anacleto... Ni un pasto han dejado en el suelo y parece casa la «tapera», niña, como oye: el techo de nuevo y todas las cuevas tapadas. Como están cerquita del monte, han andado al trajín con los troncos; tienen fuego, mate y «churrasco». ¡Mire que entrusos esos!...

-¿Y el enfermo?

-A lo largo, en un recado. Habló poco, para pedirle a don Anacleto que su merced el amo lo dispensase, y le diera las gracias. Que pronto sanará y vendrá a saludarlo, para irse; porque dijo que no quería abusar, estándose aquí muchos días. Don Anacleto le aseguró que mi amo era gustoso, y que no se afligiese...

-Por supuesto. ¿Qué mal hay en que esté? Así fuesen todos...

-¡Ay, niña! Qué triste parece el mozo. Como que está lastimado en una pierna, dicen, por un toro bravo.

-¡Pobre! ¡Lejos de su familia!

Una pena, niña. El indio y el moreno lo cuidan mucho, como a un señor; le lavan la lastimadura y le ponen la «yerba de la piedra». Muy contentos con las hilachas, y trapitos blancos que mandó la niña, que vinieron bien para el caso, porque estaban rompiendo sus ropas a pedazos... Dijo el herido que había de ser un alma buena, la que eso hacía con un desgraciado.

-¡Mira, Nata, por tan poca cosa!... ¿Y no tiene madre, Guadalupe?

-No sabré decirle, niña Dora, sino que parece marchito; talmente, que al mirarlo se ve lo que sufre. Se llama Luis María; por la figura, alto, mucho pelo rubio y tenía un pañuelo atado en la frente que él se mojaba a cada momento con agua, puesta en una cáscara de «mulita», muy blanca y limpia... El moreno se llama Esteban.

-Sabemos ya eso... ¡Cuándo no te habías de fijar en el retinto, pizpireta!

-Barrunta de buena casa, y se muestra muy agradecido con su merced. Después, aunque es trompudo, se las echa de muy leído... El indio, callado; pero siempre haciendo que se ríe, como si tuviese monos en la cara...

A esta ocurrencia, sonrióse Natalia que oía en silencio; y fuese luego a recostar en su lecho con los ojos bajos, más que por sueño o cansancio, preocupada tal vez por las noticias e informes de la esclava.

Así que ésta se retiró, Dorila hizo lo que su hermana.

Miráronse las dos, con ánimo de comentar minuciosamente las cosas, puestas las manos en las mejillas y reclinadas con natural abandono; pero, cambiadas algunas frases vagas, se quedaron pensativas bien pronto, reconcentradas, casi hurañas -como si una misma emoción de extrañeza hubiese embargado por completo sus cerebros y estremecido de súbito sus corazones.

Quizás a esto contribuía también la hora y la pesadez del día, de tan calor sofocante, capaz de abatir los organismos más fuertes. Por el ventanillo entreabierto, un tanto velado con una gasa verde, penetraba denso un aliento de fuego, a la par que el eco monótono e insistente de las cigarras y el sordo zumbido de los «mangangaes» que iban y venían cargados de polen de manzanilla, batiendo sus vidriosas alas delante de las maderas salientes del alero. Unido al de los abejorros, oíase la música del tábano y de cien insectos gruñones, crujir de élitros y trinar de golondrinas, al reparo, entre palpitaciones de alborozo.

Pocas horas después, don Luciano, que se paseaba a pecho descubierto por el cuadro del cobertizo gozando del vientecillo todavía caldeado que soplaba de la loma, dijo a Guadalupe que no olvidara llevar buena cantidad de yerba y azúcar, -«misionera» la una y «rubia» la otra-, al rancho viejo; y que avisase al capataz repuntase la majada del tronco hacia el mismo sitio, para que «los hombres» apartaran lo que quisiesen comer.

Entre capataz y esclava, solían promediar sus bregas y sus días de bonanza, que duraban períodos casi determinados; y al lleno de las primeras llegaron ese día, pues habían venido disputando a su regreso de la «tapera» con encono y verdadera tenacidad acerca de futilezas. Con todo, la negrilla lo buscó diligente en su tugurio; y no encontrándolo allí se dirigió a la cocina.

Hallólo en cuclillas, con el mate en una mano y la caldera en la otra.

Al entrar, dijo Guadalupe, con tono de autoridad:

-Manda el amo que haga repuntar las ovejas para que carneen los hombres de la «tapera».

Don Anacleto la miró en silencio, volviendo despacio sus pupilas ahumadas de córneas enrojecidas; y siguió sorbiendo su «mate cimarrón» hasta hacer sonar la «bombilla».

-¡Parece sordo! -murmuró la negrilla, sacando el candil del hueso de caracú que, enclavado en un rejón de marca vieja servía de candelero.

Y como viese luego que el capataz, en vez de darse por aludido, dejaba en el suelo el «mate» junto al fogón casi apagado, y sacando su cuchillo de cabo de asta se ponía a cortarse la uña del pulgar, paciente y concienzudamente, añadió más amostazada dándole la espalda, y como gruñendo:

-Don Nereo todavía pase, aunque le conversen con un cuerno; ¡pero éste!...

El capataz levantó la cabeza, y dijo con aire reposado:

-Más aceite da un ladrillo.

¡Venime no más con enflautadas, tizón!... Yo sé porqué te das tanta maña para servir a los del rancho viejo. Ya vide que le guiñabas el ojo al cuervo...

-¡Qué más se quisiera, el cabeza de cebolla! ¡No preciso de regodear a ninguno para merecer, mal hablado; que cuando lo quiera, lo tendré!

-¡Hum!... Cuando hagan pis las gallinas.

-¿Que dice?... ¡Animalito de Dios! ¡Quién lo ve tan viejo y tan zafao, por la virgen María!

-Nunca lo fui; sino hombre de esperencia en estas cosas.

-Por eso te digo eso, que te ha acalambrao tanto.

-¡Ja, ja! Bozal le hace falta -repuso ella saliéndose a toda prisa, irritada.

-Si ya te conozco, Guada-mota -gritóle el capataz, temblándole la borlilla del barboquejo en la punta de su nariz de «ñacurutú». ¡Al ñudo te estás alborotando, alacrán rabón!

La esclava se fue bufando; y detrás de ella, el capataz, a repuntar la majada.

Empezaba la sombra a formar ancha faja bajo el alero y a correr menos caliente el aire, embalsamado por las manzanillas en flor.

El ventanillo del aposento de las jóvenes estaba abierto, y asomada una cabecita que era la de Dora, con su ceño alegre; fresca, lozana y juguetona, alargando a cada instante la mano hacia afuera para coger las mariposas blancas o amarillas que en silencioso aleteo trazaban círculos sobre las enredaderas del frente e iban aturdidas a desfilar por delante de ella.

Nata salió a hacerle compañía, parándose junto al ventanillo. Después reclinó su cabeza en el hombro de su hermana, con la vista fija y como perdida en la extensión del campo.

La presencia de Guadalupe en el patio, con la provisión de yerba-mate para los huéspedes del otro rancho, hizo recaer el pensamiento de una y otra en el interesante asunto, cuyo comentario detenido las dos parecían desear evitar, sin que pudiesen ellas mismas explicarse la naturaleza y el alcance de sus escrúpulos. Dorila tenía sus vehemencias y arrebatos geniales; Natalia sus ensueños y vuelos de imaginación, en parte acrecentados por las esperanzas y los anhelos secretos de la vida solitaria. Encontrábanse en esa edad en que lo más real se encubre para la mujer de cierto poético misterio y se trazan con la mente senderos de luz para llegar a una ilusión suspirada; y cierto era, en la situación de ánimo de una y otra, que la presencia de un extraño en la estancia de las calidades que se atribuían a Berón, prestábase de un modo imperioso a inclinarlas a dulces halagos y cándidos devaneos. ¿Sabían ellas acaso, quién era, ni cuál había sido su existencia en medio de la campaña desierta? No, en verdad. Pero, esa misma atmósfera de lo desconocido que rodeaba al héroe de la aventura, exaltando un poco la fantasía de las jóvenes, siquiera ella no fuese ni muy ardiente ni creadora, incitábalas de hora en hora a pensar y a creer en cosas antes no soñadas. Dolíanse en el fondo algo, de que el asilo no fuese más hospitalario y generoso. Y de ahí secretos impulsos, en parte comprimidos, de endulzarlo y hacerlo más grato a la desgracia.

A la aparición de Guadalupe, quien se disponía a emprender marcha al bajo -desde donde llegaba el rumor del rebaño arreado por el capataz-, las hermanas se miraron como movidas por el mismo deseo.

-¡Pobre el herido! -exclamó Dora.

Guadalupe...

La negra, que se había quedado mirándolas con un gesto picaresco, que indicaba bien a las claras que esperaba órdenes, se apresuró a acercarse.

-¿Vas a la «tapera»? -preguntóle Nata.

-Sí, niña; si algo se ofrece...

Espera -repuso Dora-. Voy a aumentarte el avío.

Desapareció del ventanillo, para volver muy pronto.

Trajo un puñado de hilas que, entre las dos habían hecho ese día, impulsadas por igual sentimiento piadoso como una cosa natural y sencilla, y dos pañuelos blancos impregnados de un aroma suave de flores, sin duda recién arrancadas y esparcidas luego sobre ellos. De todo formó un pequeño lío, y pasóselo callada a Guadalupe.

Recibiólo la negra con una sonrisa, y fuese veloz moviendo la cabeza.

Cuando Nata alzó la vista, notó que su hermana la observaba risueña a su vez, y bastante encendida.