Nativa/VII

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VII


Durante algunos días nada de extraordinario ocurrió en «Tres Ombués», siguiendo las cosas en un estado análogo a lo descripto. Socorrióse a los huéspedes con el celo que al principio; el herido entraba en convalecencia y hacía sus pequeños paseos por la tarde frente a su vivienda; y sus dos compañeros, el indio y el negro, se afanaban en contribuir a las tareas del campo, con una pericia y actividad tales, que habían llenado de sorpresa al señor Robledo.

Al habla con ellos, pudo persuadirse de que el charrúa había perdido en la forma las crudezas primitivas de la tribu, de la que vivía alejado hacía más de quince años; explicándose así su ductilidad para todo género de faenas y los medios ingeniosos de que se valía para simplificar el trabajo. Por otra parte, no tenía malos hábitos; se expresaba bien; y siempre con la sonrisa en los labios, parecía de una índole suave y templada.

En cuanto a Esteban, bien echó él de ver en el acto que había sido educado desde muy pequeño en permanente actividad laboriosa. Tan hábil campero y domador como el indígena Cuaró, puso de relieve al hacendado en breves días la insuficiencia de su peonaje; insuficiencia que en realidad don Luciano no podía hacía tiempo subsanar, a causa de las guerras y persecuciones continuas, y del estado del país. Los mocetones robustos habían emigrado a lejanos pagos de la otra banda; o tenían por única morada el corazón de los bosques. Éstos, que el acaso le había deparado por corto término, y cuyo concurso inesperado debía propiamente a su siembra de buenas acciones, colocáronle el establecimiento en condiciones insuperables para una próspera marcha. Casi todo el ganado arisco y «orejano» fue lanzado del interior del monte, en masa considerable, campeado y sujeto a radio; hiciéronse grandes rodeos y apartes; se domó, diose caza al ñandú, formóse acopio de cerdas y de plumas; trajéronse varias veces a encierro enormes manadas de yeguas, que no conocían la «manguera»; esquilóse una última y pequeña majada; y sujetáronse algunas vacas al palenque. Cierto es que, como por encanto, y a una invitación de Cuaró, surgieron del monte diez o doce mozos de melena y botas de potro; los que, rozagantes y alegres, hablando de «acordarse de sus tiempos» como si éstos muy atrás hubiesen quedado, emprendieron la faena con ahínco, tomándola en cuenta de diversión, para ellos prohibida por el rigor de los dominadores.

Aunque por esos campos el tráfico no era mucho, defendidos por un lado con una valla de bosques, los mocetones volvían a ciertas horas a sus guaridas, evitando en lo posible todo encuentro desventajoso con las partidas brasileras o con las del «Brigadeiro» Frutos que solían cruzar por la carretera, de allí distante dos leguas.

Por entonces, la riqueza pecuaria del país empezaba a ser objeto de latrocinios por parte de los dominadores, en la vasta zona del norte; y si bien no había llegado allí el sistema de la confiscación y del despojo, no debía demorar en hacerse sentir de la manera más irritante e inicua. Era cuestión de tiempo y oportunidad. El desfile de esas partidas importaba una previa exploración.

Si el señor Robledo se sentía contento y satisfecho, no lo estaba menos que el buen criollo, el viejo Don Anacleto. Pocas palabras hallaba en su misma verbosidad y jerga campesina para ponderar el servicio de los mozos; y todo cuanto tenía era poco también para obsequiarlos y tenerlos alegres.

Había cobrado grande afecto a Cuaró y a Esteban, y admiraba en el primero la destreza en el tiro de bolas, diciendo: «nunca vide acollaradas tres Marías que silbasen más lindo y con provecho, de 'retobo' de cuero de lagarto; y hasta el toro mesmo se duebla con sólo la música en las guampas.»

Del negro agregaba que, para echar un «pial» o un nudo «potriador», o para afirmársele en los lomos a un potro de los que muerden el aire o se «costalean» de puro gusto, no había quién pudiera pisarle una hilacha del «cribao».

De esta suerte, la estancia era un centro de jolgorio. Resonaban con frecuencia las guitarras, y aun a veces, en concierto con éstas los acordeones; cántigas patrióticas, trovas y serenatas; muchas voces y risas, ruido constante de espuelas de hierro, con más pinchos que una corona de espinas; trotes y carreras; y en ciertas noches, acentos simpáticos modulando aires de la tierra, a lo lejos en la soledad de los campos. Algunas de esas voces, de un timbre puro y vibrante, atravesaban la distancia como ecos melancólicos de sacrificios ignorados, que adquirían mayor encanto confundidos con los ruidos y estridulaciones misteriosas del desierto. Pero, en otros días, un silencio profundo denunciaba la ausencia de aquel espíritu juvenil y entusiasta, que tenía el don de animar las «casas» y el llano con su savia poderosa de buen humor y de vida.

Estas novedades distraían bastante el ánimo de las dos hermanas, que veían «remozado» a su padre, cuyo nombre pronunciaban todos los «matreros» con cariño y respeto. Por eso, algo echaban de menos en las noches silenciosas.

Don Luciano había ido varias veces al rancho de los asilados, y remitido diversos útiles y objetos a Cuaró. Con todo, nada de nuevo les había dicho, salvo que el herido seguía siempre arribando, sin otros remedios que el lavado sencillo y el vigor exuberante de su juventud. No les era esto suficiente; porque ya la curiosidad del primer día, podía bien calificarse ahora de interés. Los datos que conocían inclinábanlas a pensar, aparte de lo que naturalmente preocupan ciertas proximidades. Al principio se condolieron; después desearon apreciar el objeto de su aflicción más de cerca, mirarle y recrearse en su buena obra. Con instinto propio de mujer, presentían que esto debía sobrevenir; y no se equivocaron en el cálculo.

Jineteaba Estaban una tarde en un redomón de pelaje muy negro; tan negro, que el jinete bien podía decirse que formaba con el solípedo una sola masa, por no asemejarlo a un centauro retinto, no soñado por la fantasía helénica. Tal vez, a esta circunstancia especial o a este detalle poco común, debíase el interés con que le miraban desde las «casas»; pues muy próximo a ellas, en un declive suave y extenso cuyo límite marcaba una «sombra de toro» era dónde el diestro esclavo ponía a prueba su habilidad y sus músculos de acero.

La cincha ajustada al medio, marcaba bien la presión en el vientre del cuadrúpedo, formándole a los lados dos curvas abultadas, por lo que antes de la corveta y el corcovo -el brioso animal insistía a cada instante en el arqueo del lomo para sacudirse la carga con la cabeza entre los remos delanteros, en cuya posición lanzaba relinchos ahogados que parecían estertores de fiera.

El negro estaba descalzo, sin otro estribo que un palito de madera dura colgante horizontalmente de una guasca «sobada», y la espuela sobre el rancajo desnudo. Tenía las riendas en una mano, y en la otra el «maneador». Afirmábase con los dos dedos mayores del pie en su singular estribo, oprimiendo entre ellos la soguilla. Don Anacleto lo ayudaba por detrás, en el castigo, descargando sendos golpes de «lonja» sobre los cuartos del oscuro.

El animal se precipitaba y revolvía sudoroso, cubierto de ampollas de espuma, boca, cuello y corvejones -blancas como algodón- las crines revueltas, las narices dilatadas, el copete húmedo, los ojos enrojecidos de una expresión indómita pero triste, cual si ya se sintiese humillado y a punto de ser vencido. Sus grandes saltos, -elegantes botes de admirable gimnasia, -sus paradas súbitas sobre los pies traseros y manotadas en el vacío, sacudiendo la airosa cabeza A la vez que todo el largo de la médula para lanzar a su tirano; sus gritos casi feroces al aplomarse en ágil columpio y refregar los labios llenos de sanguinolentas burbujas en los pastos duros, al mismo tiempo que levantaba sus miembros posteriores hiriendo con los cascos el aire con increíble rabia, -fueron poco a poco limitándose a ligeros brincos y ahogados ronquidos, cuya expansión hacía forzosa la fatiga. Temblábanle los miembros como si a lo largo de ellos chorrease agua hirviendo, hundíansele y se le ensanchaban los hijares lo mismo que un fuelle de fragua, y solía erguir la cabeza para mirar desesperado hacia la loma en que corría la yeguada en alboroto, lanzando un relincho que en su mitad estrangulaba el estertor. El rebenque del domador parecía remojado, y su espuela nazarena había aglomerado en cada punza buen número de pelos amasados con sudor y sangre. Esta prueba de domesticación, tan distinta a la domadura por el copete, o por método científico, obligaba también al jinete a tomarse alientos semi-aturdido, a pesar de su agilidad y destreza -por los vaivenes y balanceos del potro.

Don Luciano lo observaba todo desde los «ombúes», a cuya sombra agradable se habían agrupado sus hijas con Guadalupe.

Nereo y Calderón, acompañados de otros, de pie junto a la enramada y con los «mates» en las manos, aplaudían a voces los quiebros del negro sobre los lomos, acercándose de vez en cuando para examinar en detalle el cuerpo del oscuro que hipaba sin descanso, y hacer alguna observación pericial acerca del estado del «recado» o de las piernas y la boca mismas del potro, a fin de prevenir «no quedase mañero», ya fuese por «manquera», ya por «blandura».

Al final estaba Esteban de su faena, y muy entretenidos todos en mirarlo, cuando un joven jinete apeándose a un flanco de la huerta, adelantóse con buen talante y aire desenvuelto a saludar a don Luciano; quien, al divisarle, dijo con su proverbial sencillez:

-Ahí viene el amigo Berón.

¿Cómo va esa lisiada?... Ya lo veo caminando firme y de lindo color. Alléguese... Aquí estamos que no perdemos ojo en ese potrillo que jinete a su negro...

Acercóse el joven, sonriéndose, y dio la mano afectuoso al hacendado.

-Cada vez mejor, señor Robledo -contestó-. Agradezco...

-Estas son mis hijas, que usted ve, Natalia y Dorila...

Saludólas Berón con un gesto expresivo, que parecía significar: ya sé, y algo les debo.

Guadalupe puso en blanco los ojos, recostándose en el ancho tronco del segundo ombú. Relamíase los pulposos labios, en silencio.

Las hermanas mostráronse atentas. Bien se vislumbraba sin embargo, que una y otra, -cada una según su temperamento-, había experimentado algo de sorpresa o de emoción, a la vista del forastero.

Hablóse poco, a medias palabras, sobre el incidente de la herida, sobre el ardor de fuego de ese y de otros días, sobre la habilidad de Esteban y sobre lo hermoso que estaba el campo.

Sucedíanse pausas de silencio, por parte de las jóvenes.

Don Luciano conversaba y reía, dirigiéndose a veces a gritos al capataz hacerle para objeto de alguna pulla inofensiva, sabiendo hasta qué extremos iba el amor propio de su viejo servidor. No se quedaba sin la réplica; que en eso, don Anacleto era infalible, aunque contestase una cosa descomunal.

Luis María, colocado a cierta distancia, con la cabeza erguida para recibir mejor las caricias del viento, solía mirar de soslayo el interesante grupo, sin dejar de proseguir con el ganadero sus diálogos, cortados por las ocurrencias de aparte de este último. Su mirar discreto, no carecía de extrañeza; a su vez, parecía sorprendido. Las hermanas, muy sobre sí, con ese aire propio de las mujeres que se interesan en ocultar lo que sienten al propio tiempo que los defectos que constituyen un relieve de su personalidad, tenían los ojos fijos en la pradera; pero, en realidad, lo estaban examinando en todos sus rasgos y perfiles. No privaba eso que entre ellas cambiasen frases sobre cosas indiferentes, medidas y circunspectas. De la observación de Berón, resultaba esto: no son zafias. De la de ellas, esta síntesis: este hombre no es como esos otros. Guadalupe muy tiesa, con su vestido de percal, a pintas moradas y su pañuelo de algodón floreado sobre el pecho, contemplaba con fruición la escena. Quizás sabía a qué atenerse, respecto a estas novedades que rompían por completo con los monotonía de los últimos tiempos.

Luis María Berón era un mancebo de veinte y cuatro años, alto, delgado, de rostro fino, cabello rubio en ondas, frente amplia ojos azules, nariz bien delineada, boca de labios muy rojos con un bigotillo dorado, cuello robusto y pecho saliente. Cualquiera habría supuesto a poco de observar su busto apolino, que aquellas guedejas sedosas y enruladas que le caían hasta los hombros habían crecido por primera vez entre las breñas; que aquellos ojos claros no habían tenido poco antes la mancha violácea que los rodeaba como un disco negro; y que aquel aspecto de dureza que daba rigidez a sus facciones sólo podía atribuirse al influjo de un contacto violento con la vida semi-bárbara. En realidad, todo este organismo, sin apartarse mucho de la corrección de formas de los gauchos, -tipos admirablemente modelados para la lucha y graciosamente embellecidos por el clima-, aventajábales en su naturaleza selecta, en nada afeminada, pero sin perfiles ni detalles roseros. Aunque endurecidas por ejercicios diarios de fuerza, las manos eran pequeñas, como el pie; y realzaba en cierto modo su semblante el rastro casi indeleble dejado por el beso ardiente de esa querida romántica de los seres vagabundos que se llama soledad.

Notábase a primer golpe de vista que este joven, en medio de los azares de su vida errante, cuidaba con singular esmero de su persona. Llevaba bien peinada la cabellera, a través de cuyos mechones lustrosos descubríase la piel blanca del cráneo; no usaba largas las uñas -lo que era un detalle original-, ni adornaban sortijas sus dedos callosos, pero sin vello ni pecas; su cuerpo esbelto cubierto por una camiseta azul, resaltaba más en gentileza con el «vichará» terciado sobre el hombro izquierdo; y un sombrero negro de alas cortas que usaba algo caído sobre el lado derecho, dábanle en conjunto un aspecto de «payador» hermoso de daga y guitarra, en cuyos labios de guinda pareciera tremular la trova melancólica, en tanto se retrataban en sus pupilas los paisajes del desierto. El ceño duro, el velo parpebral algo caído, los labios finos y apretados daban a su semblante una expresión enérgica que se acentuaba aún más en ciertos momentos por la fuerza extraña de sus ojos.

Sus calidades físicas y el aire de distinción de su figura, sus maneras y el modo de expresarse, eran en este sujeto aparecido de súbito, causas suficientes para que las jóvenes se sintieran sorprendidas -como en realidad lo estaban. No les cabía tampoco duda, de que no era otro que aquel cuyo rostro vieron entre el ramaje de «canelones» y «mataojos», la tarde de la aventura de la «lechiguana»; llegando en sus preocupaciones a inferir que el panal había sido enviado por él y puesto en la huerta, a las pocas horas del hecho.

Con todo esto, aventuráronse a interesarse por conocer en sus detalles el incidente desgraciado que había compelido al joven a guardar lecho. Algo dijo él, correspondiendo a ese interés.

El episodio era sencillo; hecha irrupción en un potrero pequeño del monte, por una vacada arisca, que suponían de propiedad del señor Robledo, él y sus compañeros pusieron empeño por lanzarla a campo raso, lo que lograron en mucha parte; pero, encerrado él entre las arboledas y el ganado, que pugnaba por entrarse al corazón del bosque, fue cogido en una pierna por un novillo bravo, y aun su caballo, que recibió heridas mortales. Debía su vida a los compañeros, que acudieron en el acto al socorro...

Escucháronle las dos hermanas con atención, cada vez más admiradas del lenguaje usado en el relato, tan distinto al que estaban acostumbradas a oír a las gentes del campo.

En tanto, Estaban había concluido su faena fatigosa y dura. La tarde avanzaba, y en gigantescos pasos la sombra iba cubriendo la pequeña zona cubierta por «las casas». Don Luciano se manifestaba placentero, las jóvenes reían, y Berón parecía participar del general contento. Los diálogos llegaron a tomar mayor animación; y Dora se permitió indicar que en el declive que daba al estero se respiraba un aire más fresco que el de aquel sitio.

Desasosegada e intranquila, moviéndose de aquí para allá con cualquier pretexto, su proposición lanzada como un mero dicho, fue acogida; y todos se dirigieron a la ladera cercana, a excepción del hacendado, quien, según él -al excusarse- «era viejo para cabrero».

Desde la loma, el espectáculo se presentaba encantador. El cielo estaba azul; pero en el horizonte del poniente, una gruesa valla o barrera de nubes color plomo interrumpía la luz solar, dibujando en el espacio de un lado una cordillera con vistosos picos y morros, y del otro enormes superficies planas o mesetas de vapores inmóviles y nutridos. En una como montaña, la más enhiesta de la aérea cordillera, la refracción formaba en los contornos sinuosos una ancha franja de oro de un brillo incomparable y por detrás se alzaban a varios rumbos diversas fajas o hebras de cabellera no ígnea sino azulada, en tanto caía de la vecina falda, lo mismo que baja serpenteando de las cumbres al valle un gran curso de agua, una cascada de fuego que desaparecía en la boca negra de un abismo. Uno que otro rayo se escapaba a través de aquella masa condensada, casi horizontalmente, y venía a atravesar los montes que festonaban el río convirtiéndose en el pasaje en un diluvio de aristas luminosas.

-¡Mira, que lindo! -exclamó Dora, alborozada-. El sol nos está guiñando un ojo...

Nata se rió, añadiendo:

-Ahora pestañea...

La negra sin preocuparse poco ni mucho del paisaje, se puso a correr como una gama atrás de un chivo que andaba a saltos entre unas piedras del declive.

Berón se mantenía discreto y atento, algo tímido en su actitud y no menos preocupado, al verse solo con aquellas dos primaveras. Causábanle una impresión dulce, halagadora, despertando en su espíritu confusas reminiscencias; sus palabras, sin embargo, al hablar con ellas, carecían de ardor y no denotaban nada de lo que parecía sentir íntimamente.

También las jóvenes se mostraron reservadas.

El momento de recreo fue muy corto; casi de la misma duración que el panorama del poniente.

Cuando regresaban, Nata y Dora venían del brazo, cambiándose miradas, cada vez que lograban fijar alguna en el acompañante que venía al lado -a paso grave y medido.

-Haremos mañana el paseo a la isleta, -decía Dora;- pues, ya no hay motivo... Tengo allí en las acacias tres nidos de jilgueros con cinco pichones. Se les van poniendo negras las cabecitas.

-Sí, iremos -contestaba Natalia, sin fuerzas para negarse en presencia de aquel testigo.

Él por su parte, añadía con reposo:

-Conozco el sitio. Es muy alegre, de mucha sombra, y tiene el canal por delante, -de gran hondura.

-Una vez se ahogaron algunos animales ariscos en el remanso, -proseguía Dora con aire austero. Don Anacleto miraba desde la orilla a caballo, sin saber por dónde bajar...

Nata se llevaba la mano a la boca, con ímpetus de risa al oír ésta y otras ocurrencias irónicas de su hermana; y así llegaron a los «ombúes», paso a paso, cuando ya el sol se había escondido, pero no sin dejar como un rescoldo el suelo y más que tibio el aire.

A las ramas de unos de los «ombúes» habíanse ya trepado las aves caseras, en filas y esponjadas; y un gallo criollo de cresta muy roja y gruesos espolines en sus zanquituertas iba saltando el último, de verruga en verruga del tronco, y de la horcadura central a los gajos, alborotado y cacareando, con la barbada temblorosa y el ojo alerta, por si faltaba alguna de la gran familia. Y, cerciorado de que no, parábase de vez en cuando en alguna rama endeble muy altivo, lanzaba una nota estridente y bamboleándose estiraba bien el ala frotándola en uno de los espolines, ufano y orgulloso.

En presencia del cuadro, Dora sintió como un ansia, y Nata se sonrió. Era que, una de las diversiones predilectas de aquélla, consistía en acechar la oportunidad en que el gallo batía sus alas para cantar; y, en haciéndolo, arrojábale entonces con cualquier objeto inofensivo a la cabeza o al esponjado cuello, a fin de que se «atorase», según su expresión pintoresca, y en vez de un canto, saliese como un grito despavorido cuyo eco repitieran en coro todos los emplumados.

Nata se reía, al pensar que a la presencia de Berón, debía el pobre sultán de los gallináceos el no haber recibido una andanada de Dora en medio de su alborozo.

En cambio, comprimiendo a su vez la risa, y con cierto aire de amenaza, Dorila dijo, con pueril vivacidad:

-¡Engreído el cantor!...

Algunos momentos se detuvieron conversando de cosas campestres bajo los «ombúes»; y de allí se despidió Luis María, manifestando que le sería muy agradable el permiso de venir todos los días a saludarlas, mientras permaneciera en el campo.

Algo oyó el balbucear a las dos, cuyo sentido no pudo alcanzar de un modo claro; pero, debió interpretar la respuesta favorablemente, porque se fue satisfecho y contento.

Perdíase ya en la sombra su silueta, y las dos hermanas seguíanla todavía con mirada atenta, calladas y en suspenso. Después volvieron los ojos, dieron algunos pasos sin objeto, lamentóse Dora de que se le hubiese «escapado el batará de una sorpresa», murmuró Nata palabras vagas; calláronse de nuevo, y por último, se miraron de frente la una a la otra...

Parecieron preguntarse: «¿Quién es?» «¿De dónde viene?».

Tenemos nosotros que decirlo, antes de proseguir el relato. Luis María tenía su odisea interesante, y por lo mismo digna de que la narremos desde su origen. En su corta historia, solo había ensueños e infortunios, -patrimonio de los héroes ignorados.