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Nativa/VIII

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VIII


Algunos años antes de que se fundase la escuela gratuita establecida en el Fuerte, bajo los auspicios de la sociedad lancasteriana, y cuando aún primaba en materia de educación el viejo sistema conventual, Luís María oía en San Francisco, sentado cinco horas al día en dura banqueta o banquillo, las lecciones y consejos de los maestros de sandalia y rosario.

Aparte de los rudimentos, inoculados a vigor de disciplinas, los buenos frailes le habían enseñado un poco de latín, poniéndolo en relación aunque lejana y fría como toda la que se entabla con los muertos de otras razas y otros siglos, con Horacio, Ovidio y Virgilio. Educada en esa forma su memoria -porque todo procedimiento era por entonces mnemónico- recitaba él en cualquier momento trozos clásicos enteros, desde el iam quiescebant voces hominumque canumdel poeta melancólico, hasta el arma virumque... del cantor de Dido.

En otro género de estudios, Luis María no era menos adelantado. Había recibido lecciones de Larrañaga sobre botánica y zoología, al punto de serle casi familiar la flora y la fauna rioplatense. De más está el decir que no era lego en teología, siquiera se tratase de las nociones principales; y que había ayudado al servicio divino, cuando la campana del convento era la única que llamaba a misa y se utilizaba hasta el atrio para celebrarla en los días de gran afluencia de fieles. El boqui-rubio de sobrepelliz e incensario en la mano, que difundía aromas al pie del altar, atrayéndose las miradas de las devotas con su aspecto de querubín inocente y sus grandes ojos azules de una precoz tristeza serena, había merecido algunas veces sin embargo, de sus maestros, castigos severos. La letra con sangre entra -se decía entonces. El niño tenía bajo su apariencia dulce e inofensiva un genio duro y fuerte que no doblegaba la penitencia; reacio siempre al castigo, indócil a la reconvención brutal y altivo ante la amenaza disciplinaria.

Los conventuales lo distinguían a pesar de todo, no sólo por sus bellas dotes intelectuales sino también por la respetabilidad social de la familia a que pertenecía.

Tal vez, con conciencia de esto, el niño solía llevar al extremo la violencia de sus arrebatos; y fue así cómo una vez, después de una reprimenda, y hallándose de penitencia en la celda del padre guardián, cogió la caja de carey con incrustaciones de oro y aditamento musical, en que aquel guardaba su polvillo de lujo, y la lanzó contra el muro convirtiéndola en cien fragmentos. Después de este ímpetu colérico, escaló la tapia y se fue.

Contaba ya trece años.

Inútil fue todo esfuerzo por volverlo a la escuela del claustro. Rebelóse contra las prácticas rígidas y austeras de su misma familia; -aquellas prácticas españolas que no permitían la menor réplica u observación a las reglas domésticas, ni a los fueros de la patria potestad-, y hubo que ceder así mismo para evitarse mayores desazones. El mancebo había ya recibido por otra parte, la instrucción necesaria, y convenía emplear su actividad en otras tareas. Dedicósele al comercio, en la misma casa de su padre, que era hombre de negocios y rico propietario; nueva condición a que se sometió el joven sin resistencia alguna, pero sin abandonar sus libros que leía con avidez creciente, como una prueba de que no había sido la falta de amor al estudio lo que lo había inducido a romper con las reglas colegiales del convento, sino sus severísimas prácticas internas, ante las cuales aparecían de color de rosa las costumbres austeras del hogar.

En el seno de su familia, con arreglo a estas austeridades, se profesaba la religión del rey y rendíase culto al derecho divino, no viéndose otra autoridad respetable más allá de su augusta persona; y a partir de esta especie de superstición o fanatismo irreductible, todos y cada uno de los sacudimientos armados de las campañas y la revolución de Mayo en primera línea, constituían rebeldías criminales que debían castigarse de un modo inexorable. Los caudillos se encontraban fuera de toda ley. Prohibido estaba el hablar de Artigas en ningún momento, sino era para celebrar sus desastres. El señor Berón había sido miembro de la logia «Los Empecinados», uno de sus más conspicuos intransigentes, del consejo privado del virrey Elío, y luego del círculo familiar de Vigodet -de cuyas tertulias era personaje obligado para la malilla y el solo, el tresillo, las damas o el ajedrez. En la carpeta o el tablero tenía pocos rivales tratándose de una bola natural o de un jaque-mate de sorpresa; y como era franco, abierto, algo mani-rota, de voz recia y carácter firme, la tertulia se animaba a su sola presencia, cundían los habanos y cajas de rapé y concluíase siempre por reconocer que muy pocos comerciantes llevaban tan bien como él los calzones de tres botones. Sus ideas eran radicales y extremas en toda cuestión. Artigas era un cuatrero con presillas de coronel; y figurábase a los hombres de algún valer que le rodearon, con las piernas desnudas para anclar mejor en los charcos y pantanos, sombreros altos de felpa, fracs con botonadura dorada y «boleadoras» ceñidas a la cintura. -¡Al fin tupamaros! -argüía colérico, como expresión sintética de sus razonamientos de sectario convencido-. Por lo demás, el señor Berón tenía fama de ser un excelente sujeto, amo de bastantes negros, concurrente asiduo a la iglesia del convento y protector de desvalidos.

Su esposa, dama ya madura, de espíritu tolerante y sosegado, pulcra, hacendosa y sencilla, si bien no trataba a Luis María con el aire adusto de su padre, mostrabásele seca por temperamento, aunque como aquél lo amase en el fondo de una manera entrañable. Esta buena señora llevaba consigo en todo tiempo al costado un rosario «bendito» de cuentas de porcelana, y una cajita de plata llena de polvo blanquillo, que sorbía con frecuencia en medio de sus faenas domésticas. El pañuelo de algodón a cuadros rojos y amarillos, era el complemento de estos avíos.

Aunque retraído y sobrio en demostraciones de cariño por la educación recibida y por su dureza de carácter, el hijo tenía siempre para la madre un beso o una sonrisa, y amoldábase casi indiferente a los usos del hogar sin demostrar nunca en sus menores actos que él se apercibiese que se le consideraba niño todavía cuando ya había dejado de serlo.

Ciertas lecturas llegaron a acentuar las predisposiciones naturales de su espíritu, nutriéndolo de ideas nuevas a la vez que exaltaban sus sentimientos en favor de causas extrañas a las viejas preocupaciones sociales y políticas, imperantes en su familia. Al principio oyó decir que los contrabandistas y facinerosos en alianza con los «charrúas» se habían alzado contra la autoridad del rey, y que cometían crímenes sin nombre en las campañas, sin que los tercios pudiesen dar con ellos por junto para exterminarlos completamente. Niño aún, aquellos sucesos no pudieron atraer su atención. Pero, los años pasaron, y la lucha seguía sin tregua. Entonces, a medida que él fue avanzando en edad y en madurez de juicio, empezó a examinar y a formarse en sus adentros un criterio distinto a aquel que dominaba de antaño en el recinto amurallado, y bajo el techo de sus padres. ¿Por qué peleaban con tanto brío aquellos hombres? Parecíanle extraordinarios. A los mismos frailes de San Francisco les había oído decir cosas que ahora se le presentaban claras, al pedir materiales a la memoria; y esos elementos de juicio iluminaban su razón despertando en su corazón virgen los anhelos vagos, al comienzo, después ardientes de coparticipar de las emociones y peligros de los que luchaban más allá del muro artillado; -espacio para él desconocido, lleno del misterioso encanto que le daban las proezas del valor, poblado tal vez de paladines semejantes a los de la leyenda antigua, consagrados por entero a la patria y pródigos en morir. Desde que llegó a sentir estas impresiones -verdaderos asaltos del instinto nativo, -este amor secreto a los criollos sus hermanos, este vértigo por la aventura que solía nublarle el cerebro-, se hizo más reservado, casi óseo, cual si temiese que en su frente se reflejaran los ensueños juveniles con las sombras de un delito.

En ese ensimismamiento fijóse la madre más de una vez, sin lograr satisfacción cumplida. ¿Serían acaso los monótonos hábitos domésticos, aparte de la fatiga del trabajo diario, los que iban cambiando el carácter del joven al punto de arrebatarle toda alegría? Para estas dudas mediaban razones. Luis María salía en muy rara ocasión de su casa. Concluidas sus tareas encerrábase en su cuarto y leía, hasta la hora de la cena. En la mesa se hacía el rezo, comíase frugalmente y antes de levantarse los manteles el hijo pedía la bendición a sus padres y volvíase de nuevo a su retraimiento silencioso y sombrío. Muy de mañana estaba de pie, y en su sitio de labor, que era un escritorio colocado detrás de una compuerta, con banco alto y vistas a la plaza de la Matriz. Desde ese sitio complacíase en los momentos de ocio en ver llegar a los hombres de campo que venían a proveerse en el establecimiento, apearse junto a la vereda resguardada en su cordón por cadenas de hierro sujetas a postes de ñandubay o de algarrobo, echar la manea a sus caballos enjaezados con el mejor «apero» y entrarse luego a la casa balanceándose sobre sus talles, con aire altivo, al ruido de sus espuelas prendidas al rancajo sobre «botas de potro» abiertas en los dedos, camisa limpia con un pañuelo en triángulo sobre el omóplato y anudado al cuello en vez de corbata, chaqueta burda, chiripá de bayeta y calzoncillo de cribo, sombrero de ala blanda al flanco, larga la cabellera flotante sobre los hombros, el poncho de estación a medio caer en el brazo, muchas sortijas raras ensartadas de a cuatro y cinco en los índices y anulares, la cola del cigarro encima del pabellón de la oreja, y el barboquejo trazando un arco a media barba; el mirar desconfiado, la palabra tardía y el regateo en la paga con el codo en el mostrador y los ojos en el pingo coscojero que amenazaba pisar una rienda o hundirse en el lodazal de la calle hasta los corvejones. Luis María abandonaba su escritorio, los observaba con interés, interrogábalos sobre ciertas cosas, complacíalos en algunas de sus exigencias, y concluía por estrecharles fraternalmente la mano cuando ellos se despedían. Después de estas escenas, que eran frecuentes, volvía él a sus meditaciones, fijas las pupilas en aquella plaza desnuda de árboles y en aquellos muros de ladrillo colorado de la Matriz que se alzaban al frente, tristes, con sus mechinales llenos de murciélagos y lechuzas. Al toque de oraciones, íbase a su soledad.

Así fue creciendo, y pasaron meses y años. Diez y siete contaba de edad. En un lapso no muy largo de tiempo, habíanse arriado diversos pabellones en la ciudadela: a los españoles vencidos para siempre, habíanse sucedido los argentinos y luego los orientales o «artiguistas», en pos de combates y disturbios, acontecimientos inesperados, transformaciones violentas, gobiernos de un mes y represalias implacables. Los ánimos habían quedado aturdidos ante aquel drama de acción permanente. Su padre no hablaba ya de política con el ardor de otros días, y vivía recogido en el hogar, en cuyo secreto se permitía él únicamente confiar en que todo volvería a su quicio así que España se reconstituyese; para lo cual con cuatro batallones del Fijo y dos regimientos de Albuera el real de San Felipe quedaría obligado a la vieja lealtad. Acordábase con enojo de la batalla del Cardal en que se encontró; y contaba al hijo como se habían acostado boca abajo los batallones de rifleros ingleses detrás de los maizales -para abrasar viva la columna española a quema-ropa, como en efecto lo hicieron, introduciendo el desorden en las filas; de qué modo huyó el virrey Sobremonte de infeliz memoria, arrastrando la caballería, y en qué forma regresaron los vencidos al Real después de la dura pelea dejando tendidos en el lugar nefasto centenares de valientes. Y luego, la defensa de Montevideo por el noble y pundonoroso Ruiz Huidobro tan digno de mandar como de ser obedecido, soldado de grande aliento y español de la mejor sangre, bajo cuyas órdenes sucumbieron contentos los veteranos junto a sus banquetas y frente a la brecha abierta por la lluvia de hierro de ciento cincuenta cañones, y a cuyas arengas las simples milicias igualaron el heroísmo de los tercios enardecidos por el ejemplo. «¡Si vieras, muchacho -exclamaba el señor Berón en este punto de sus recuerdos- cómo se amontonaba la carne humana delante de la metralla en la brecha! ¡Eso era morir, por Santiago! Aquí en el brazo recibí una onza de plomo, y en la pantorrilla tengo la huella de un casco que me llevó buena cantidad de pulpa.» Repetía después sus historias de la época de Elio y del tiempo de Vigodet, para caer al fin en tristezas profundas. Tenía del General Alvear un concepto muy desfavorable, desde el día de la famosa capitulación. «Con sus charreteras, -decía fosco-, es todavía y será siempre un alférez de carabineros desleal, desequilibrado y travieso, que deberá siempre al acaso sus victorias y a sus farsas de comedia su prestigio efímero.» -Luis María oía todas estas cosas callado, con respeto; pero, en su interior, deducía que su padre soñaba cuando afirmaba, persuadido formalmente, que la vieja metrópoli volvería a recuperar sus dominios.

Respecto a juicios de otra índole, el joven pensaba y con razón en cierto modo, que el anciano era más realista que el rey.

La época no se presentaba a esos cálculos y devaneos. Hora tras hora, los horizontes se ponían más oscuros, frustrando planes y combinaciones, y subvirtiendo por completo el orden de las ideas coloniales.

Cierto día, las pequeñas fuerzas del país que guarnecían la plaza bajo las órdenes del delegado Barreiro, la evacuaron en silencio, para reincorporarse a Artigas. La vieja ciudad fuerte quedóse así sin hombres de armas, como un armazón dentro de una coraza, vacía la ciudadela, sin centinelas las formidables murallas, ni ruidos de tambores en los cuarteles.

Parecía pesar en el ambiente una capa de plomo.

En medio de ese silencio solemne repercutía en los oídos de muchos el eco fatídico de rápidas y ruidosas victorias... eco que era para algunos, el precursor feliz de una paz perpetua y de una prosperidad envidiable.

Y otro día ardiente, a principios del año XVII, echadas a vuelo las campanas, vio entrar Luis María numerosos soldados en compactos regimientos vestidos con trajes azules y amarillos, carteras negras para enseres, correaje blanco en bandas y altos morriones de cono invertido. Estos nuevos tercios armados de carabinas y sables -alfanjes los de a caballo, y los de a pie con fusiles de cazoleta y pedernal, pesados y deformes, luciendo en sus vestuarios el celeste y anaranjado, y chocando con sus bridones de guerra de orejas partidas y rabos desnudos, las lujosas sillas de arzón, porta-pliegos y pistoleras acharoladas de los jefes, capitanes y tenientes, desfilaban por un flanco de la plaza al son de los clarines y trompetas, al aire los estandartes de quinas y bordadas guías, con rumoroso estrépito de armones y piezas de campaña.

Eran las tropas portuguesas -vencedoras de India Muerta- que habían recibido horas antes frente al portón de San Pedro las llaves del viejo Real en bandeja de plata, de manos de los cabildantes; y cuyo jefe, bajo el palio, escoltado por el clero, marchaba al frente muy orgulloso de sus fáciles triunfos.

Aquella columna ordenada con vistosos uniformes, las banderas enhiestas, el choque de los sables, el sordo rodar de los cañones, el paso ruidoso de la caballería, las notas vibrantes de las cornetas y de la charanga, el batir de los badajos y el vocerío confuso de la gente -atraída de una manera vigorosa, allí como en todas partes, por el prestigio del éxito- no aturdieron a Luis María, que experimentó ante semejante espectáculo un sentimiento de repulsión invencible mezclado de desprecio.

No valían más en su concepto los que rodeaban al vencedor, que el vencedor mismo; la «patria» que él se había forjado en sus adentros y cuya imagen rara guardaba como un ensueño dulce y querido, no estaba allí dentro de muros, entre los hombres de negocio que atesoraban tras una larga labor honesta, cierto era, el peso fuerte y el cuartillo, -las negras pasteleras y los pescadores de palancas. Los verdaderos hálitos de vida de esa «patria», los ecos enérgicos de sus sublimes rabias mal domadas venían de afuera, de sitios que no conocía, quizás de campiñas llenas de sol y de pampero cruzadas por escuadrones casi desnudos y deshechos que iban derramando sangre a lo largo del camino, por el placer de verterla en holocausto a una pasión indomable, de cuyos himnos selváticos nadie hablaba, para cuya bandera no había laureles, y de cuyos sacrificios anónimos y héroes ignorados nada diría la historia. Esos hálitos, esos rumores lejanos de oscuros combates a muerte, esos duelos de uno contra ocho tierra adentro junto al bosque, en el llano, en la sierra, sin pólvora, sin balas, a lanza y sable y toque de degüello, sin auxilio ni mano protectora, reemplazándolo todo la bravura del instinto y el fanatismo de pago, eran sucesos y ruidos que llegaban tardíos para desvanecerse al pie de las murallas como últimas ráfagas de un viento tempestuoso. ¡Cuánta abnegación sin embargo, en el fondo de esos amores terribles y de esos odios implacables! Era en ese fondo casi insondable que el joven vislumbraba la débil lumbre que había de alimentar nuevos incendios, mejor tal vez que las brasas cubiertas por la ceniza sobre las cuales y al acaso una mano arroja poderosos combustibles; -fondo preñado de savia como el de la tierra que esconde el germen arrastrado por el huracán, y que ha caído en el hoyo al azar, recubriéndolo el mismo viento de borrasca y librándolo al crecimiento espontáneo de todas las incubaciones misteriosas.

Así pensando, a medida que los hechos le suministraban día a día nuevos elementos de juicio, él no podía mirar con indiferencia la entrada triunfal en Montevideo de las tropas portuguesas; las que, a título de «pacificadoras» habían humedecido y seguían bañando con sangre de criollos el suelo de la provincia.

En confirmación de sus suspicacias sucediéronse bien pronto actos de dominio y de opresión de un significado claro y evidente: impusiéronse diezmos, cambióse la moneda, púsose fuera de la ley a los que luchaban, y hasta arrancóse a la debilidad del Cabildo una fracción de territorio en cambio de un préstamo exiguo de dinero para un faro en las costas del Este. La bandera de las quinas parecía afirmar más su astil en los gloriosos bastiones del recinto; y el prestigio del blasón arrancaba aplausos a quienes debían sellar sus labios. Verdad era que los que de este modo procedían no conocían la clase de huéspedes que habían alojado en su casa, y que cedían casi inconscientes al impulso de la novedad dorada por el éxito. Ésta había herido profundamente los sentidos de una sociabilidad desvinculada y en completo desequilibrio. Nuevos hombres, nuevas banderas, ejército disciplinado, otros programas, esperanzas de orden detrás de la anarquía ¿qué más podía desearse? Hacía poco tiempo que Torgués amenazaba domar la soberbia española con espuelas, como si se dijera, jinetear en el lomo del león y gobernarlo con una mano por la melena; y menos tiempo hacía que se había visto salir de la plaza, al anuncio de grandes derrotas, sin formación, en descompuestos escalones, desgreñados y siniestros, con los dedos del pie encajados en un solo estribo de madera, ciñendo sables rotos y empuñando tercerolas sin pedernal ni baqueta, abollados los sombreros de «panza de burro», luengas las barbas, harapientos, -a unos hombres que se decían soldados o dragones de Artigas. ¿Cómo podían compararse estos dragones que así marchaban en la hora de prueba, silbando entre dientes algún «pericón» salvaje, con aquellas brillantes tropas que vestían de amarillo y celeste y traían colgando al flanco enormes carteras negras, como si cada número encerrase en la suya, el secreto de civilizar y de resolver problemas?

Ante este criterio, Luis María sentía lástima por los creyentes, y admiración por las míseras huestes nativas; porque le era imposible hallar grandeza de ánimo fuera del sacrificio- que es donde el ánimo brilla y se impone, aunque se lleven andrajos y se canten trovas alegres en medio del infortunio, y hasta en la víspera de la pelea sin perdón.

En rigor, no era él solo el que dudaba de las promesas de don Carlos Federico Lecor, aun cuando éste astuto político y soldado procurase convencer por medio de manifiestos que venía a «pacificar», aplicando a su conducta y persona, en descargo, conceptos semejantes a los de los versos de Camõens: Mettido tenho a mam na consciencia, -e non fallo se nom verdades puras.

Algunos querían una patria grande, aunque fuese brasilera.

Otros, y eran estos los más, suspiraban por una patria pequeña, pero libre y rica.

La clase privilegiada en la que brillaba el talento con los títulos académicos, los honores oficiales, las condecoraciones ostentosas y la soberbia de las desigualdades sociales, constituía el apoyo y sostén moral del principio de absorción absoluta y adherencia a la corona; sin que, a pesar de serle exigible la iniciativa como elemento pensador llamado a encaminar las ideas y a domar por medios hábiles las pasiones en lucha, hubiese en ningún momento hecho trascender planes, proyectos o combinaciones de orden político e institucional que denunciasen un propósito fijo y deliberado respecto a la nueva suerte de la tierra nativa, con proyecciones calculadas o ciertas, y un sistema dado de reformas que garantiese su régimen interno y local en lo futuro. De los procederes incorrectos, por no decir incoherentes y desacertados de estos hombres inteligentes, aristócratas por casualidad, inferíase a todas luces que tan sólo el odio a la obra del caudillo era el móvil determinante de su actitud, móvil individualista que los había aunado para buscar más allá de las fronteras el poder fuerte que debía ahogar en su desarrollo embrionario el sentimiento democrático con el de autonomía propia, desviando aunque por breve tiempo de su cauce la corriente natural, a imitación de los prohombres que en la ribera opuesta pugnaban de todos modos por adaptar a la forma monárquica una sociabilidad transformada ya por esos «hijos del pampero» llamados caudillos. Pretendían desde luego, sustraer a la vieja organización del virreinato la zona oriental, rompiendo los vínculos tradicionales y de familia, inyectando otra sangre en sus venas exangües, sustituyendo con otras costumbres y otro idioma el lenguaje y los usos consagrados por los siglos; sin advertir que la historia, la naturaleza, el clima, los instintos peculiares de raza y de índole etnológica, adobados por el hábito constante de la pelea y del sacrificio, hacían inconciliables esos propósitos con el espíritu local y eran fuerzas tan temibles como las de aquel gigante mitológico que las renovaba con mayor vigor en cada caída. Podría pues, esta clase privilegiada representar la inteligencia, la riqueza, la cultura y hasta la «sangre azul»; pero no el buen sentido práctico que al acertar con las soluciones convenientes dirime los conflictos sin herir los grandes intereses vitales de la comunidad, en sus mismos principios conservadores.

La clase humilde, la de los amores profundos al pago y por extensión a la provincia, en cuyas filas oscuras no se distribuían órdenes del Cruzeiro, ni hábitos de Cristo, ni baronatos con terruño, ni grados militares más o menos honoríficos; que soportaba el peso de todos los tributos ominosos, alcabalas, diezmos, servicios obligatorios, trabajo esclavo; que había combatido largos años sin quejarse de su suerte mezclando a los laureles zarzas de martirio, y a sus nobles sufrimientos la gran virtud de la altivez en la derrota, -esa clase no abdicaba de sus pretensiones al predominio absoluto de la tierra que amaba con pasión indígena, representándosela dentro de sus grandes ríos y océano, con sus cerros, sus montes, sus «cuchillas», sus estancias llenas de millones de animales, sus vírgenes florestas y campos de eterno verdor, sus pajonales inmensos con criaderos de tigres, sus arroyos de aguas transparentes y arenas sembradas de chispas de oro, sus valles fértiles poblados de venados y ñandúes, sus praderas de costra mineral luciendo al sol en prismas caprichosos piedras admirables, sus serranías abruptas con enormes morriones de granito y caudales de agua en sus abismos festonados por una vegetación arbórea lujuriante, sus vastos terrenos arables en donde el grano engorda y se yergue maciza la dorada espiga a salvo de huracanes y ciclones, sus puertos privilegiados, y sus riberas bañadas por las olas marinas, -como una tierra tan hermosa y opulenta que bien merecía concluir peleando en ella la vida errante, porque ninguna patria habría después de ella que endulzara siquiera la amargura de perderla. -De esta pasión común a todos los pagos, en todos imperante y ardiente, resultaba un culto rudo y fanático que servía de lazo de unión a los espíritus, reunía a los hombres de distintas zonas con más facilidad que la disciplina social con sus duras reglas, y al difundir en la masa inquieta el soplo del instinto sublevado predisponía al combate permanente la soberanía del número.

Entre los cálculos pues, del talento y la diplomacia, y las suspicacias de la astucia apoyada por las proezas del músculo, oscilaba la suerte de la cisplatina; y era el tiempo el que debería poner en evidencia si la razón estaba o no de parte de los humildes, y sí «los últimos serían los primeros».