Nazarín/Cuarta parte/I
Cuarta parte
I
Guiados por la señá Polonia, dejaron en varias casas muy pobres de Sevilla la Nueva parte de los víveres de la Coreja, y sin detenerse más que lo preciso para este piadoso objeto, continuaron andando, pues a Nazarín no se le cocía el pan hasta no meterse en el foco de la peste.
«No comprendo vuestra repugnancia, hijas mías -les dijo-, pues ya debisteis calcular que no veníamos acá a darnos vida de regalo y ociosidad, sin peligro. Es todo lo contrario: vamos tras el dolor para aplicarle consuelo, y cuando se anda entre dolores, algo se ha de pegar. No corremos en busca de placeres y regocijos, sino en busca de miserias y lástimas. El Señor nos ha deparado una epidemia, en cuyo seno pestífero hemos de zambullirnos, como nadadores intrépidos que se lanzan a las olas para salvar a infelices náufragos. Si perecemos, Dios nos dará nuestro merecido. Si no, algún desdichado sacaremos a la orilla. Hasta la hora presente, Dios ha querido que en nuestra peregrinación no nos salgan más que bienandanzas. No hemos tenido hambre, hemos comido y dormido como príncipes, y nadie nos ha castigado ni nos ha puesto mala cara. Todo por la buena, todo como si nos acompañara una escolta de ángeles, encargados de depararnos cuantos bienes hay en la tierra. Ya comprenderéis que esto no puede continuar así. O el mundo deja de ser lo que es, o hemos de encontrar pronto males gravísimos, contratiempos, calamidades, abstinencias, y crueldades de hombres, secuaces de Satanás».
Esta exhortación bastó para convencer a las dos mujeres, sobre todo a Beatriz, que más fácilmente que la otra se dejaba inflamar del entusiasmo del novel asceta. Como habían tomado una andadura harto presurosa, al caer de la tarde, el cansancio les obligó a sentarse en lo alto de un cerro, desde donde se veían dos aldeas, una por Levante, otra por Poniente, y entre una y otra, campiñas bien labradas, y manchas de verde arboleda. La vista era hermosa, y más aún a tal hora, por el encanto melancólico que presta el crepúsculo vespertino a toda la tierra. De los humildes techos salían los humos de los hogares donde se preparaba la cena; oíase son de esquilas de ganados que a los apriscos se recogían, y las campanas de ambos pueblos tocaban a oraciones. Los humos, las esquilas, la amenidad del valle, las campanadas, la puesta del sol, todo era voces de un lenguaje misterioso que hablaba al alma, sin que esta pudiera saber fijamente lo que le decía. Los tres peregrinos permanecieron un rato mudos ante aquella belleza difundida en términos tan vastos, y Beatriz, que fatigada yacía a los pies de Nazarín, se incorporó para decirle:
«Señor, explíqueme: ¿ese son de las campanas, a esta hora en que no se sabe si es día o noche, ese son... explíquemelo..., es alegre o es triste?
-Si he de decirte la verdad, no lo sé. Me pasa lo que a ti: ignoro si es alegre o triste. Y creo que los dos sentimientos, alegría y tristeza, produce en nuestra alma, juntándolos de tal modo que no hay manera de separarlos.
-Yo creo que es triste -afirmó Beatriz.
-Y yo que es alegre... -dijo Ándara-, porque se alegra uno cuando descansa, y a esta hora el día se tumba en la cama de la noche.
-Yo sostengo que triste y alegre -repitió Nazarín-, porque esos sones y esa placidez no hacen más que reflejar el estado de nuestra alma, triste porque ve acabarse un día, y un día menos, es un paso más hacia la muerte; alegre, porque vuelve al hogar con la conciencia satisfecha de haber cumplido los deberes del día, y en el hogar, el alma encuentra otras almas que le son caras; triste, porque la noche lleva en sí una dulce tristeza, la desilusión del día pasado; alegre, porque toda la noche es esperanza y seguridad de otro día, del mañana, que ya está tras el Oriente acechando para venir.
Las dos mujeres suspiraron y se callaron.
«En esto -prosiguió el árabe manchego-, debéis ver una imagen de lo que será el crepúsculo de la muerte. Tras él viene el mañana eterno. La muerte es también alegre y triste: alegre, porque nos libra de las cadenas de la esclavitud vital; triste, porque amamos nuestra carne, como a un compañero fiel, y nos duele separarnos de ella».
Siguieron andando, y más adelante volvieron a descansar, ya cerrada la noche, el cielo sereno, inmensamente limpio y cuajado de innúmeras estrellas.
«Pienso -dijo Beatriz, después de una larga pausa de arrobamiento-, que hasta ahora no he visto el cielo, o que ahora lo veo por primera vez, según lo que me gusta mirarlo, y lo que me asombra ver tantísima luz.
-Sí -replicó Nazarín-, es tan bello que siempre parece nuevo, y como acabadito de salir de las manos del Criador.
-¡Qué grande es todo eso! -observó Ándara-. Yo tampoco lo había mirado como ahora... Y diga, padre, ¿todo eso lo hemos de ver de cerca cuando nos muramos y subamos a la Gloria?
-¿Ya estás tú segura de ir a la Gloria? Mucho decir es eso. Allá no hay cerca ni lejos...
-Todo es infinito -dijo Beatriz con suficiencia-. Infinito quiere decir lo que no se acaba por ninguna parte.
-Esto de que sea una infinita -añadió Ándara-, es lo que yo no puedo entender.
-Sed buenas, y lo entenderéis. Dos cosas hay en este bajo mundo por donde nos pueda ser comprensible lo infinito: el amor y la muerte. Amad a Dios y al prójimo, acariciad en vuestras almas el sentimiento del tránsito a la otra vida, y lo infinito no os parecerá tan obscuro. Pero estas son enseñanzas muy hondas para vuestros pobres entendimientos, y antes habéis de aprender cosas más comprensibles. Admirad la obra de Dios y decidme si ante el que ha hecho esa maravilla no es bien que nos humillemos para ofrecerle todos nuestros actos, todas nuestras ideas. Después de mirar un rato para arriba, ved cuán indigna es esta pobre tierra de que deseemos morar en ella. Considerad que antes de que nacierais, todo lo que veis arriba existió por miles de siglos, y que por miles de siglos existirá después que os muráis. Vivimos sólo un instante. ¿No es lógico despreciar ese instante y querer subir a los siglos que no se acaban? Volvieron a suspirar ellas, y a pensar en todo aquello que el clérigo les refería. La conversación hízose luego más positiva, porque Ándara, reconociendo que el contenido del morral debía ser para otros pobres, no se avenía con dejar de probarlo.
«Para ser buenos, para llegar a lo que vulgarmente llamamos perfección, siendo en realidad un estado relativo -afirmó Nazarín-, debe empezarse por lo más fácil. Antes de atacar los vicios gordos, combatamos los menudos. Dígolo, porque esto de ser tú tan golosa paréceme inclinación no muy difícil de vencer, a poca voluntad que pongas en ello.
-Sí que soy golosa: yo conozco mis flacos. Y la verdad, quisiera saber a qué sabe este comestible, que trasciende a gloria.
-Pues pruébalo, y tú nos contarás a qué sabe, pues esta y yo nos pasaremos muy bien sin catarlo. La de Móstoles se conformaba con todo lo que fuera abstinencia y edificación, porque su espíritu se iba encendiendo en el místico fuego, con las chispas que el otro lanzaba del rescoldo de su santidad. Habría ella querido llegar al caso absurdo de no comer absolutamente nada; pero como esto era imposible, se resignaba a transigir con la vil materia.
Pidieron hospitalidad en una venta, y cuando allí les oyeron decir que iban a Villamantilla, tuviéronles por locos, pues en el pueblo había muy poca gente a más de los enfermos; el socorro pedido a Madrid no había llegado, y todo era allí desolación, hambre y muerte. En un corral armaron su alcoba, entre gallinas y carneros, que se despertaban oyéndoles rezar, y con unas migas que les dieron de limosna cenaron a lo pastoril. Ándara probó de lo de Belmonte sin excederse, y toda la noche, aun después de dormida, estuvo relamiéndose. En cambio, Beatriz no pegó los ojos: sentíase amagada de su mal constitutivo; pero en una forma nueva y para ella desconocida. Consistía la novedad en que sus angustias y el azoramiento precursor del arrechucho eran buenas, quiere decir, que eran angustias en cierto modo placenteras, y un azoramiento gozoso. Ello es que sentía... como una satisfacción de sentirse mal, y el presentimiento de que iba a ocurrirle algo muy lisonjero. La presión toráxica la molestaba un poco; pero compensaba esta molestia los efluvios que corrían por toda su epidermis, vibraciones erráticas que iban a parar al cerebro, donde se convertían en imágenes hermosas, antes soñadas que percibidas. «Es lo de siempre -se decía-; pero no patadas de demonios, sino revuelos de ángeles. ¡Bendito mal si es como un bien, y viene siempre así!». De madrugada tuvo frío, y bien envuelta en su manta se tendió de largo, para descansar más que dormir, y con la conciencia de hallarse despierta, ¡vio cosas! Pero si antes veía cosas malas, ahora las veía buenas, aunque no pudo explicarse lo que era ni asegurarse de ver lo que veía. ¡Inaudita rareza! Y tenía que reprimirse para vencer el ciego impulso de abalanzarse hacia aquello que viendo estaba. ¿Era Dios, eran los ángeles, el alma de algún santo, o un purísimo espíritu que quería tornar forma sin poder conseguirlo? Guardose bien de contar a D. Nazario, cuando este despertó, lo que pasaba, porque el día anterior, en una de sus pláticas, le oyó decir que desconfiaba de las visiones, y que había que mirarse mucho antes de dar por efectivas cosas (él había dicho fenómenos) sólo existentes en la imaginación y en los nervios de personas de dudosa salud. Y restablecida, después de lavarse cara y manos, de aquel plácido soponcio, se desayunaron los tres con pan y unas pocas nueces, y en marcha tan contentos para el lugar infestado. No eran aún las nueve cuando llegaron, y una soledad lúgubre, una huraña tristeza les salieron al encuentro al poner el pie en la única calle del pueblo, tortuosa y llena de zanjas, charcos inmundos y guijarros cortantes. Las dos o tres personas que hallaron en el trayecto hasta la plaza, les miraban recelosas, y frente a la iglesia, en el portal de un caserón cuarteado que parecía el Ayuntamiento, vieron a un tío muy flaco, que se adelantó a ellos, con esta arenga de bienvenida:
«Eh, buena gente, si vienen al merodeo o a limosnear, vuélvanse por el mismo camino, que aquí no hay más que miseria, muerte, y desamparo hasta de la Misericordia Divina. Soy el alcalde, y lo que digo digo. Aquí estamos solos yo y el cura y un médico que nos han mandado, porque el nuestro se murió, y unos veinte vecinos en junto, sin contar los enfermos y cadáveres de hoy, que todavía no se han podido enterrar. Ya lo saben, y tomen el olivo pronto, que aquí no hay lugar para la vagancia».
Contestó Nazarín que ellos no iban a pedir socorro, sino a llevarlo, y que les designara el señor alcalde los enfermos más desamparados, para asistirlos con todo el esmero y la paciencia que ordena Cristo Nuestro Señor.
«Más urgente que nada -dijo el alcalde- es enterrar siete muertos de ambos sexos que tenemos.
-Ya son nueve -dijo el cura, que de una casa próxima salía-. La tía Casiana ya expiró, y una de las chicas del esquilador está acabando. -Yo me voy de prisa y corriendo a tomar un bocado, y vuelvo.
No se hizo rogar el alcalde para satisfacer los cristianos deseos de Nazarín y comparsa, y pronto entraron los tres en funciones. Pero las dos mujeres ¡ay! en presencia de aquellos cuadros de horror, podredumbre y miseria, más espantables de lo que en su pueril entusiasmo ascético imaginaban, flaquearon como niños llevados a un feroz combate, y que ven correr la sangre por primera vez. La caridad, cosa nueva en ellas, no les daba energías para tanto, y hubieron de pedirlas al amor propio. Las primeras horas fueron de indecisión, de pánico, y rebeldía absoluta del estómago y los nervios. Nazarín tuvo que exhortarlas con elocuente ira de guerrero desesperado, que ve perdida la batalla. Al fin, ¡vive Dios! fueron entrando en fuego, y a la tarde, ya eran otras, ya pudo la fe triunfar del asco, y la caridad del terror.