Nazarín/Tercera parte/IX

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Tercera parte

IX

—¡Jesús, Jesús! —exclamaba el bendito clérigo—. ¿Qué hombre es este? Tarabilla igual no he visto nunca.

¡Pero si no me dejaba responderle ni explicarle!... ¿Y creerá eso que dice?... Que yo soy patriarca armenio y que me llamo Esdras y... ¡Jesús, Madre amantísima, permitidme salir pronto de esta casa pues la cabeza de este hombre es como una gran jaula llena de jilgueros, mirlos, calandrias, cotorras y papagayos, cantando todos a la vez!... Y temo que me contagie. ¡Alabada sea la Santísima Misericordia!... ¡Y qué cosas cría el Señor, qué variedad de tipos y seres! Cuando uno cree haberlo visto todo, aún le quedan más maravillas o rarezas que ver... ¡Y pretende que yo me acueste en esa cama tan maja, con colcha de damasco!... ¡En el nombre del Padre!.. ¡Y yo que me creí hallar aquí vejaciones, desprecios, el martirio quizá..., y me encuentro con un gigante socarrón, que me sienta a su mesa y me llama obispo y me mete en esta linda alcoba para dormir la siesta! ¿Pero este hombre es malo o es bueno...?

La cavilación en que cayó el pobre cura semítico no llevaba trazas de concluir; tan embrollado y difícil era el punto que su magín se propuso dilucidar. Antes de que definir pudiera el ser moral de don Pedro de Belmonte, volvió éste de echar la siesta. En cuanto le vio, Nazarín llegóse resueltamente a él y, sin dejarle pegar la hebra, le cogió por la solapa y le dijo con extraordinaria viveza:

—Venga usted acá, señor mío; que, como no me daba respiro, no pude decirle que yo no soy árabe, ni obispo, ni patriarca, ni me llamo Esdras, ni soy de la Mesopotamia, sino de Miguelturra, y mi nombre es Nazario Zaharín. Sepa que nada de lo que ve en mí es comedia, como no llame así al voto de pobreza que hacer he querido, sin renunciar...

—Monseñor, monseñor..., comprendo que tan tenazmente disimule...

—Sin renunciar, digo, a honores ni emolumentos, porque no las tenía, ni las quiero, ni...

—¡Si yo no he de vender su secreto, rayos! Me parece bien que sostenga su papel y que...

—Y que nada. Pues cuanto ha dicho usted es un disparate, y un sueño, y un delirio. Me he lanzado a esta vida de penitencia por un anhelo ardiente de mi corazón, que a ella me llama desde niño. Soy sacerdote, y aunque a nadie he pedido permiso para abandonar los hábitos y salir al ejercicio de la mendicidad, me creo dentro de la más pura ortodoxia y acato y venero todo lo que manda la Iglesia. Si he preferido la libertad a la clausura, es porque en la penitencia libre veo más trabajos, más humillación y más patente la renuncia a todos los bienes del mundo. Desprecio la opinión, desafío las hambres y desnudeces; apetezco los ultrajes y el martirio. Y con esto me despido del señor de la Coreja, diciéndole que estoy agradecidísimo a sus muchas bondades y que le tendré siempre presente en mis oraciones.

—El agradecido soy yo, no sólo por el honor que me ha proporcionado Su Reverencia...

—¡Y dale!

—... el honor altísimo de tenerle en mi casa, sino por su ofrecimiento de orar por mí y de encomendarme a Dios, que bien lo necesito, créame.

—Lo creo... Pero haga el favor de no llamarme Reverencia.

—Bueno: le daré tratamiento llano en obsequio a su humildad —replicó el caballero, que antes, se dejara desollar vivo que desdecirse de cosa por él sostenida y afirmada—. Hace bien usted en guardar el incógnito, para evitar indiscreciones...

—¡Pero, señor!... En fin, déme licencia para retirarme. Yo pido a Dios que le corrija de su terquedad, la cual es una forma de soberbia, y así como el fruto amargo de ésta es la cólera, el fruto de aquélla es la mentira. Ya ve cuántos males acarrea el orgullo. Mis últimas palabras al salir de esta noble casa son para rogarle que se enmiende de ese y otros pecados, que piense en la inmortalidad, a cuya puerta no debe usted llamar con alma cargada de tantos goces y de tanta satisfacción de apetitos materiales. Porque la vida que usted se da, señor mío, podrá ser buena para llegar a una vejez robusta, pero no a la salid eterna.

—Lo sé, lo sé —decía el buen don Pedro con melancólica sonrisa, acompañando a Nazarín por el primer patio—. Pero ¿qué quiere usted, eximio señor? No todos tenemos esa poderosa energía de usted... ¡Ah!, cuando se llega a cierta edad, ya están las huesos duros para meterse uno en abstinencias y en correcciones del carácter. Créame a mí: cuando al pobre cuerpo le queda poco más que vivir, es crueldad negarle aquello a que está acostumbradito. Soy débil, lo reconozco, y a veces pienso que debo ponerle las peras a cuarto al cuerpo. Pero luego me da lástima y digo: "¡Pobrecito cuerpo, para los días que te quedan ya!..." Algo de caridad hay también en esto, ¿eh? Vamos, que al pícaro le gusta la buena mesa, los buenos vinos. ¿Y qué he de hacer más que dárselos?... ¿Le agrada reñir? Pues que riña... Todo ello es inocente. La vejez necesita juguetes como la infancia. ¡Ah!, cuando tenía algunos años menos, se pirraba por otras cosas..., las buenas chicas, por ejemplo... De eso sí que le he privado en absoluto.. No, no, ¡no faltaba más! Prohibición radical. Que se fastidie... No le dejo más que las fruslerías del pecado el comer, la bebida, el tabaco y el pelearse con la servidumbre... En fin, señor, no quiero entretenerle. Pídale a Dios por mí. Es una suerte, para los que no somos buenos, que existan seres perfectos como usted, prontos a interceder por todos y a conseguir, con sus estupendas virtudes, la salvación propia y la ajena.

—Eso no, eso no vale.

—Vale en tanto que uno también hace por sí lo que puede. Yo sé lo que digo... Que sus penitencias, padre beatísimo, le lleven a la perfección que desea, y que Dios le dé fuerzas para proseguir en obra tan santa y meritoria... Adiós, adiós...

—Adiós, señor mío: no pase usted de aquí —le dijo Nazarín en el último patio—. Y ahora que me acuerdo, he dejado mi morral allá junto a la noria.

—Ya, ya se lo traen —replicó Belmonte—. He mandado que le pongan en él algunas vituallas, que nunca están de más, créame; y aunque a usted no le guste comer más que hierbas y pan duro, no es malo que lleve algo de sustancia para un caso de enfermedad... Quiso besarle la mano; pero don Nazario, con grandes esfuerzos, se lo impidió, y en el campo frontero a la casa se despidieron con mutuas demostraciones afectuosas. Como viese don Pedro que los mastines andaban sueltos por el campo, dio orden de que los ataran, indicando a Nazarín que se detuviese un momento.

—Ya supe —le dijo—, y me disgustó mucho, que ayer, por descuido de esta canalla, los perros le mordieron a usted y a dos santas mujeres que le acompañan.

—Esas mujeres no son santas, sino todo lo contrario.

—Disimule, disimule... ¡Como si no hablara también de ellas la Prensa europea!... La una es dama principal, canonesa de la Turingia; la otra, una sudanita descalza.

—¡Ay, cuánto desatino!...

—¡Si lo dice el periódico! En fin, respeto su santo incógnito... Adiós. Ya están sujetos los animales.

—Adiós... Y que el Señor le ilumine —dijo Nazarin, que ya no quería discutir más y todo su afán era largarse aprisa.

El morral, atestado de paquetes de comestibles, pesaba bastante, por lo cual, y por la rapidez de la marcha, llegó muy sofocado a la olmeda donde Ándara y Beatriz habían quedado esperándole. Impacientes y sobresaltadas por su tardanza, en cuanto le divisaron las dos mujeres, salieron gozosas a su encuentro, pues creyeron no volver a verle o que saldría de la Coreja con la cabeza rota. Grande fue su asombro y alegría al verle sano y alegre. Por las primeras palabras que el beato les dijo comprendieron que tenía mucho que contar, y el volumen y peso del saco les despertó la curiosidad en demasía. En la olmeda encontró Nazarín a una vieja desconocida, la señá Polonia, paisana de Beatriz y vecina de Sevilla la Nueva. Había pasado por allí de vuelta de unas tierras de su propiedad, adonde fue a sembrar nabos, y viendo a su amiga se detuvo para chismorrear con ella.

—¡Ay qué señor, qué hombre tan raro es ese don Pedro! —dijo el padrito echándose en el suelo, después que Ándara le quitó el morral para examinar lo que contenía—. No he visto otro caso. Cosas tiene de persona muy mala, esclava de los vicios; cosas de persona bonísima, cortés y caballeresca. Ilustración no le falta, finura le sobra, mal genio también, y no hay quien le gane en terquedad para sostener sus errores.

—Ese vejestorio grandón y bonito —dijo Polonia que hacía punto de media— está más loco que una cabra.

Cuentan que se pasó mucho tiempo en tierras de moros y judíos, y que al volver acá se metió en tales estudios de cosas de religión y de tiología, que se le trabucaron los sesos.

—Ya lo decía yo. El señor don Pedro no rige bien. ¡Qué lástima! ¡Quiera Dios darle el juicio que le falta!

—Está reñido con toda la familia de los Belmonte, sobrinos y primos, que no le pueden aguantar, y por eso no sale de aquí. Es hombre muy pagano y muy gentil para todos los vicios de buena mesa, y no ve una falda que no le entre por el ojo derecho. Pero como mal corazón, no tiene. Cuentan que cuando le hablan de las cosas de religión católica, o pagana, o de las idolatrías, si a mano viene, es cuando pierde el sentido, por ser esta leyenda y el revolver papeles de Escritura Sagrada lo que le trastornó.

—¡Desventurado señor!... ¿Querréis creer, hijas mías, que me sentó a su mesa, una mesa magnífica, con vajilla de cardenal? ¡Y qué platos, qué manjares riquísimos!... Y después se empeñó en que había de dormir la siesta en una cama con colcha de damasco... ¡Vaya, que a mí...!

—¡Y nosotras tan creídas de que le rompería algún hueso!

—Pues digo... Salió con la tecla de que soy obispo, más, más, patriarca, y de que nací en Aldjezira..., o sea la Mesopotamia, y que me llamo Esdras... También se dejó decir que vosotras sois canonesas... Y nada me valía negarlo y manifestarle la verdad. Como si no.

—Pues ya se conoce que se da buena vida el hijo de tal —dijo Ándara gozosa, sacando paquetes de fiambres—. Lengua escarlata... y otra lengua... y jamón... ¡Jesús, cuánta cosa rica! ¿Y qué es esto? Un pastelón como la rueda de un carro. ¡Qué bien huele!... También empanadas; una, dos, tres; chorizo, embutidos.

—Guarda, guarda todo eso —le dijo Nazarín.

—Ya lo guardo, que a la hora de comer lo cataremos.

—No, hija; eso no se cata.

—¿Que no?

—No; es para los pobres.

—Pero ¿quién más pobres que nosotros, señor?

—Nosotros no somos pobres, somos ricos, porque tenemos el caudal inmenso y las inagotables provisiones de la conformidad cristiana.

—Ha dicho muy bien —indicó Beatriz ayudando a reponer los paquetes en el morral.

—Y si ahora tenemos esto, si nada nos hace falta hoy, porque nuestras necesidades están satisfechas —indicó don Nazario—, debemos darlo a otros más necesitados.

—Pues en Sevilla la Nueva no falta pobretería —manifestó la señá Polonia—, y allí tienen ustedes donde repartir buenos caudales. Pueblo más mísero y pobre no le hay por acá.

—¿De veras? Pues a él llevaremos estas sobras de la mesa del rico avariento, ya que han venido a nuestras manos. Guíenos usted, señora Polonia, y desígnenos las casas de los más menesterosos.

—¿Pero de veras entran en Sevilla? Estas me dijeron que no querían acercarse allá.

—¿Por qué?

—Porque hay viruela.

—¡Que me place!... Digo, no me place. Es que celebro encontrar el mal humano para luchar con él y vencerlo.

—No es epidemia. Cuatro casos saltaron estos días. Donde hay una mortandad horrorosa es en Villamantilla, dos leguas más allá.

—¿Epidemia horrorosa... y de viruela?

—Tremenda, sí, señor. Como que no hay quien asista a los enfermos, y los sanos huyen despavoridos.

—Ándara, Beatriz... —dijo Nazarín levantándose—. En marcha. No nos detengamos ni un momento.

—¿A Villamantilla?

—El Señor nos llama. Hacemos falta allí. ¿Qué? ¿Tenéis miedo? La que tenga miedo o repugnancia, que se quede.

—Vamos allá. ¿Quién dijo miedo?

Sin pérdida de tiempo emprendieron la marcha, y por el camino iba refiriéndoles Nazarín, con graciosos pormenores, el singularísimo episodio de su visita a don Pedro de Belmonte, señor de la Coreja.