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Nazarín/Cuarta parte/IV

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Cuarta parte

IV

-¿Oyó usted anoche, desde su dormitorio, lo que hablamos Ándara y yo?

-No, mujer. Desde mis aposentos no puede oírse nada. Además, dormí profundamente. Es que... Anoche, cuando rezábamos, noté que te equivocabas, que te distraías, tú que jamás te distraes ni te equivocas. Luego observé en tus miradas un cierto temor... Comprendí que en el pueblo, al bajar por agua, habías tenido un mal encuentro. Hablaba tu cara casi tan claramente como lo habría hecho tu boca. Y después... bien lo dice tu rostro... hubo temporal fuerte en tu alma, rayos y truenos. Estas borrascas o luchas de las pasiones no se pueden disimular: sus estragos son patentes, como en la Naturaleza los destrozos causados por el huracán. Has luchado... Satanás te tocó en el corazón con su dedo tiznado del hollín de los infiernos, y después te lo pasó por toda tu pobre humanidad. Los ángeles quisieron defenderte. Tú no les dabas todo el terreno que necesitaban para la batalla. Dudaste, dudaste mucho antes de decidir a quién darías el terreno, y por fin...

Beatriz rompió a llorar amargamente.

«Llora, llora hasta que te vuelvas toda agua, que esa es la señal de que los ángeles ganaron la batalla. Por hoy estás triunfante. Dispón bien de tu alma para que otra vez no vuelvas a verte en tales apreturas. El mal te tenderá nuevas redes. Fortalécete para no caer en ellas».

Poco más necesitó decir la dolorida para poner en conocimiento de Nazarín la historia de su encuentro con el Pinto, y el conflicto moral que fue su consecuencia. Entre lágrimas y suspiros lo fue contando todo, y agregó que su conciencia le daba ya las seguridades de no volver a pecar ni aun con el pensamiento; que las horribles dudas no volverían a trastornarla, ni el Demonio a ponerle encima mano ni dedo. Ándara no podía dejar de meter su cuchara en aquello, como en todo, y oficiosamente dijo: «Pues ya que esta escapó de tan feas tentaciones, escapemos nosotros del cuchillo de ese maldito, que tan cierto como me llamo Ana, lo es que el Pinto viene acá esta noche con sus matarifes, y a los tres nos degüella.

-Sí, sí -añadió Beatriz- La fuga nos salva. Podemos bajarnos muy quedito por esta otra parte del cerro, que está cubierta de carrascas, y nadie nos ve. Luego nos escabullimos por aquel monte, y cuando llegue la noche ya estaremos a tres o cuatro leguas de distancia, y que venga a buscarnos ese pillo.

-Y que lo hará como lo dice- ¡Buen punto está ese y los que vienen con él! Vámonos, señor.

-Señor, vámonos sin tardanza.

-¡Huir..., huir! ¿Pero sois tontas, o habéis perdido el juicio? -dijo Nazarín sereno y sonriente, después que las dejo desahogar su miedo-. ¡Huir nosotros, huir yo! ¿y de quién? Huyen los criminales, no los inocentes. Huyen los ladrones, no los que carecen de toda propiedad, y entregan cuanto poseen a quien lo necesite. ¿Y por qué esa fuga? ¡Porque un hombre soberbio y despechado ha dicho que viene a matarnos! Que venga en buena hora. Bien sé que por nuestra humildísima condición, la justicia humana no se cuidaría mucho de ampararnos. Pero la divina, la eterna Justicia que así se manifiesta arriba como abajo, lo mismo en los hechos culminantes que en los hechos menudos, ¿había de dejarnos indefensos? Poca fe tenéis en la Justicia, poca fe en la protección tutelar de Dios Omnipotente, cuando así tembláis, porque un villano nos amenace. ¿No sabéis que los débiles son los fuertes, como los pobres de solemnidad son los verdaderos ricos? No, hijas mías, no está bien en nosotros la fuga, ni hemos de entregar las fortalezas de nuestras conciencias, que siempre han de ser invencibles, y para esto forzoso es que no temamos ni las persecuciones, ni los ultrajes, ni los martirios, ni la muerte misma. Venga, pues, el tiranuelo que pretende degollarnos, ¿No hay más que inmolar a gente indefensa y que no hace mal a nadie? De veras os digo, hijas mías, que si conforme viene ese desdichado por instigación de Satanás, viniera el propio Satanás en persona seguido de toda la patulea de los diablos más malos y feroces, yo no le tendría miedo ni me movería de este sitio. No tembléis, y aquí esperaremos esta noche a esos señores sicarios, que vienen de parte de Herodes a reproducir en nuestro siglo la degollación de los inocentes.

-Pero no sería malo -manifestó Ándara, cuyo amor propio y guerreros instintos se enardecían con las palabras del maestro-, que nos preparáramos y nos surtiéramos de armas. ¡Peregrinos, a defenderse! Yo, aunque sea con el cuchillo de pelar las patatas, algo he de hacer, para que vean esos granujas que no se deja una descabezar tan fácilmente.

-Yo no tengo más que mis tijeras, que ni cortan ni pinchan -dijo Beatriz.

Y Nazarín, sonriendo, agregó: «Ni tijeras ni puñales, ni escopetas certeras ni cañones terroríficos necesitamos, pues tenemos mejores y más eficaces armas para todos cuantos enemigos pueda desatar el Infierno contra nosotros. Estad, pues, tranquilas, y no dejéis vuestros quehaceres habituales en todo el día. Si hay que bajar por agua, que vaya Ándara, y tú, Beatriz, te quedas aquí. Haced como si nada ocurriera, ni nada temierais, y que vuestros corazones estén alegres como vuestras conciencias sosegadas. Ambas se tranquilizaron con estas palabras, y a Beatriz se le disipó el neurosismo que desde la tarde anterior le amargara. Después del desayuno ocupáronse en diversos menesteres: la una remendaba la ropa, la otra preparaba pucheros para la comida, o recogía leña en el monte cercano. Por la tarde bajó Ándara, estuvo en la iglesia, recorrió todo el pueblo pidiendo limosna, y no le fue mal. En una casa le dieron pan duro en abundancia, y en otra un huevo, y en diversas partes cuartos y hortalizas. Después fue a llenar su cántaro a la fuente, y se volvió a su castillo cuando empezaba a cerrar la noche. Ningún mal encuentro tuvo, y una sola de las personas que hablaron con ella le dijo algo que la inquietó. ¿Qué persona era esta? Ahora lo sabremos.

Las dos veces que ella y Beatriz habían estado en la iglesia con Nazarín, vieron en ella al más feo, deforme y ridículo enano que es posible imaginar. Era también mendigo, y en la calle le encontraban, siempre que ejercían la mendicidad. Entraba y salía el tal en las casas ricas y pobres, como Pedro por la suya, y en todas era objeto de chacota y befa. Le arrojaban los mendrugos de pan para verlos rebotar en su cabeza enorme; le daban los andrajos más grotescos para que en el acto se los pusiera; le hacían comer mil cosas inmundas, a cambio de dinero o cigarros, y los chicos del pueblo tenían con él un Carnaval continuo. Iba el pobre a la iglesia para descansar de aquel ajetreo fatigoso de su popularidad, y allí se estaba a las horas de misa o de rosario, arrimado a un banco, o al pie de la pila de agua bendita. La primera impresión que producía al verle era la de una cabeza que andaba por sí, moviendo dos piececillos debajo de la barba. Por los costados de un capisayo verde que gastaba, semejante a las fundas que cubren las jaulas de machos de perdiz, salían dos bracitos de una pequeñez increíble. En cambio, la cabeza era más voluminosa de lo regular, feísima, con una trompa por nariz, dos alpargatas por orejas, unos pelos lacios en bigote y barba, y ojuelos de ratón que miraban el uno para el otro, porque bizcaban horriblemente. Su voz era como la de un niño, el habla bárbara y maliciosa. Le llamaban Ujo, palabra que no se sabe si era nombre o apellido, o las dos cosas juntas.

Los que entraban en la iglesia, sin tener noticia de aquella lastimosa equivocación de la Naturaleza, quedábanse aterrados, viendo avanzar a tres cuartas del suelo una cabeza de gigante, y creían que era algún demonio escapado del retablo de las Ánimas benditas. Tal creyó Beatriz al verle por primera vez, y sus gritos alarmaron a la media docena de beatas que en el templo había. Ándara se echó a reír, enzarzándose con él en chicoleos. Desde entonces quedaron amigos, y siempre que se veían se saludaban: «¿Cómo va?...».

«No tan bien como tú... ¿Y la familia, buena?».

Parecía que no; pero era un buen hombre, mejor dicho, un buen enano o un buen monstruo, el pobre Ujo. Como que una tarde dio a Beatriz dos naranjas, fruta rara en aquel país, y a la otra tres fresas, y un puñado de guisantes de lo mucho que él sacaba dejándose embromar de todo el mundo. Y les dijo que si estuvieran por allí en tiempo de la uva, él les daría cuantos racimos quisieran. Inútil es decir que Ujo conocía uno por uno a todos los habitantes del pueblo, y a cuantos lo frecuentaban en días de mercado, pues era como parte integrante del pueblo mismo, como la veleta de la torre, o el escudo del Ayuntamiento, o el mascarón del caño de la fuente. No hay función sin tarasca, ni aldea sin Ujo. Pues aquella tarde, después de saludar a Ándara en la iglesia, sostuvo con ella el siguiente diálogo:

«¿Y tu compañera?

-Allá quedó.

-¡Qué guapa es, caraifa!... Y diz que favorece... Oye, caraifa, que miréis lo que hacéis, vos los del castillo, y lo mejor que haríais era dirvos de aquí, que en el pueblo hay unos matarifes, caraifa, que vos conocen, y diz que tú, la fea, como diz, fuiste allá mesmamente pública, y quillotra, la guapa, tuvo lo que tuvo con Manolito, el sobrino de la Vinagre, que es de acá, y a él le apellidan el Pinto. Y diz que tú y ella, y quillotro, ese que paice un público moro, vos ajuntáis para la ratería... No, si ya sé que es mentira; pero lo diz, y el cuento es que de esta que traéis no saldrá cosa buena, caraifa... Yo que tú, me quedaba; y que se jueran ellos, quillotros... Hazlo, Ándara; yo te estimo... Aquí que no nos oyen, te diré que te estimo, Ándara... El otro día, cuando te di el huevo, ¿te acuerdas? iba a decirte: «Ándara, te estimo»; pero no me atreví, caraifa. ¿Quiés otro huevo? ¿Quiés unos pocos de chicharrones?... La moza no le dejó concluir, y escapó a la calle. ¡Vaya que decirle aquellas cosas en la iglesia! ¡Maldito nano! Pero si las noticias de la malquerencia del Pinto y de la opinión de ladrones que en el pueblo tenían, la llenaba de inquietud y zozobra, la declaración que le espetó Ujo en lugar sagrado, delante del Señor Santísimo y de las imágenes benditas, la movió a risa. ¡Vaya con el renacuajo indecente, hombre empezado, y persona sin concluir! ¡Ni que fuera ella una monstrua como él! ¡Que la estimaba! ja, ja... ¡Vaya con el feo, jediondo!

Cuesta arriba, hacia el castillo, se olvidó de la grotesca declaración para no pensar más que en el peligro; pero en aquellas frescas y despejadas alturas, la vista grata de sus compañeros despejó su ánimo del miedo, y acordándose de la cara que ponía Ujo cuando se declaraba, no podía tener la risa. Contó que le había salido un novio en la santísima iglesia, y al decir que era el nano, D. Nazario y Beatriz rieron también, y con estas cosas pasaron agradablemente el tiempo hasta la hora del rezo y la cena, que fue divertida porque nadie se quería comer el huevo, y en vista de las tres negativas, acordaron rifarlo. Así se hizo, y le tocó a Beatriz, que tampoco por designación de la suerte admitía la preferencia, y al final el maestro resolvió el problema, partiéndolo en tres pedazos, o porciones iguales.

Avanzaba la noche, y la luna iluminaba espléndidamente los altos cielos. Subió el moro a su atalaya, desde donde miraba más que al firmamento a la tierra, y lo mismo hacían las dos mozas, asomadas a un resto de saetera, temerosas y vigilantes. Desde lo alto del descarnado paredón que semejaba una mandíbula, Nazarín trataba de quitarles el miedo con palabras alegres y hasta jocosas. Ave mística, recorría los espacios de lo ideal, sin olvidar la realidad, ni el cuidado de sus polluelos. En los flancos del monte, silencio profundísimo reinaba, turbado a ratos por gemidos del viento acariciando los carcomidos muros, o por el revuelo de alimañas nocturnas que en la maleza, o entre las rocas del cimiento vivían.

Aunque el jefe de la comunidad penitente conservaba su animo sereno, resolvió que velaran los tres toda la noche, para que no tuvieran que despertarles los carniceros. Nada ocurrió hasta las doce, hora en que creyeron sentir ruido de gente en la base del monte, ladrar de perros... Sí, alguien subía. Pero los que fuesen estaban aún muy lejos. Después cesó el ruido como si se retiraran, y a la media hora sonaba más fuerte, bien determinado ya, como conversación de tres o cuatro personas que empezaban a franquear la cuesta.

Don Nazario bajó de su torreón para observar de más cerca, y a poco de estar los tres en acecho, notaron que no se veía bien el valle. Se levantaba una nieblecilla que poco a poco se iba espesando, y nada de lo de abajo pudo distinguirse, porque la claridad de la luna formaba, al difundirse en la niebla, una opacidad lechosa. Las voces se oían más de cerca.

En menos de un cuarto de hora, la neblina creció en intensidad y extensión, subiendo hasta envolver en su vago cendal como un tercio del cerro. Las voces se alejaban. Media hora más, y la evaporación cubría la mitad de la eminencia. La cúspide quedaba libre, y los que estaban en ella, creíanse en un inmenso bajel flotando en un mar de algodón. Las voces se perdieron.