Nazarín/Cuarta parte/V

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Cuarta Parte

V[editar]

Ordenándoles que se acostaran, Nazarín se quedó en vela, y estuvo en oración hasta el amanecer, de cuya belleza no pudo disfrutar por causa de la neblina. A las ocho, aún parecía el valle cubierto del manto vaporoso, y cuando Ándara y Beatriz salieron de sus gazaperas, alabaron a Dios por aquel bendito socorro enviado tan a tiempo para salvarles, porque indudablemente los infames asesinos quisieron subir, y la obscuridad blanca les cerró el camino. Recomendoles Nazarín que no empleasen contra nadie, ni aun contra sus mayores enemigos, calificativos de odio; lo primero que les enseñaba era el perdón de las ofensas, el amor de los que nos hacen mal, y la extinción de todo sentimiento rencoroso en los corazones. El Pinto y compinches serían malos o no. Esto, ¿quién lo sabía? Allá se entendieran con el Juez Supremo. Ellas no debían juzgarles, no debían pronunciar contra ellos palabra injuriosa, ni aun en el caso de verles blandiendo el cuchillo para matarlas. «Y por último, hijas mías, paréceme que prolongamos demasiado esta holganza que la fatiga nos impuso. Mañana hemos de seguir nuestra peregrinación, y hoy, último día que pasaremos en esta feudal vivienda, saldremos a recorrer toda la orilla izquierda del río hasta aquellas aldeas que desde aquí se divisan».

A poco de decir esto, oyeron una voz que subía, entonando un alegre cantar. Miraron y no veían a nadie; pero las dos mozas conocieron aquella voz, aunque no recordaban a quién pertenecía. Por fin, entre unos matojos distinguieron una cabeza carnavalesca, que ascendía por la montaña.

«¡Si es Ujo, mi novio! -exclamó Ándara riendo-. Aquí viene el chiquitín del mundo... Ujo, prenda, nano mío, caraifa. ¿Dónde te has dejado el cuerpecico? No vemos más que tu cabeza».

Cuando llegó arriba no podía respirar el pobre monstruo. Doblando las piernas, asentó sobre ellas su casi invisible cuerpo, y sobre este irguió la cabezota. Como no tenía cuello, su barba casi tocaba las tetillas. Traía gorra de soldado, y la funda verde de jaula de perdiz. Sentado abultaba poco menos que un pie.

«¿Quieres comer algo, Ujito gracioso? -le dijo la moza-. ¿Qué traes por acá?

-Na más que el aquel de decirte que te estimo, caraifa.

-Y yo a ti más, coquico, caracol de la casa. ¿Te has cansado? ¿Quieres pan?

-No; traigo. Y pa ti este, que es de flor y huevo... Toma. Hola, señá Beatriz; tío Zarín, Dios les guarde... Pues vengo a decirvos que vos vaigáis... Anoche salieron pa subir acá el Pinto y quillotros; pero por mor de la neblija se golvieron. No vedían, caraifa. Hoy se han dido con el vacuno... mucha res, caraifa. Al toque de la primera misa, se jueron... Pero no penséis que estéis seguros, caraifa. Anda el run de que hay latrocinio... ¡Mentira! Yo te estimo, Ándara... Pero desapartaos de la Guardia civila, pues diz que diz que si vos coge, vos lleva como relincuentes públicos y criminales, caraifa.

Nazarín le respondió que ellos no eran delincuentes, y que si la Guardia por tales los tomaba, pronto se desengañaría, por lo cual ni escapaban, ni dejarían de permanecer donde no estorbasen a nadie. El nano, sin prestar gran atención a esta negativa, tiró a Ándara de la falda para llevarla aparte, y le dijo: «Se vaiga el moro con la mora, y quédate tú, fea, que a ti por fea no te cogen, y yo te estimo... ¿No sabes que te estimo, Ándara? ¿Qué diz? ¿Que más feo yo? Caraifa, por eso. Tú fea, tú pública, yo te estimo... Es la primera vez que estimo... y eso dende que te vi, caraifa».

Las risotadas de la moza atrajeron a los otros, y el pobre Ujo, corrido, no hacía más que decir: «Dirvos, dirvos de aquí, y si no, veráislo... Latrocinio, Guardia civila...


-El nanito me estima. Dejarlo que lo diga... Es mi novio, ¿verdad? Pues claro que me quedaré contigo, con mi galápago de mi alma, con mi coquito. Di otra vez que me estimas. A una le gusta...

-Sí, te estimo -repitió Ujo rechinando los dientes al notar que Beatriz le miraba burlona-. Manque rabien, te estimo, caraifa.

Y echó a correr. Ándara le despedía con fuertes voces, y él enfurruñado y dándose golpes en el cráneo bajó, mas bien parecía que rodaba, sin mirar a los tres habitantes del castillo. Los cuales una hora después descendían por la parte opuesta al pueblo, y se encaminaban por la margen izquierda del Perales, aguas abajo. Pasaron por donde este se junta con el Alberche, y a poca distancia de la confluencia vieron a unos labradores que estaban cavando viñas. Nazarín les propuso ayudarles, por una limosnica, y si nada les daban, trabajarían lo mismo, siempre que lo consintiesen. Los labradores, que parecían gente acomodada y buena, entregaron a Nazarín una azada, a Beatriz otra, y a la de Polvoranca un mazo para desterronar. Uno de ellos cogió del suelo su escopeta, y a los pocos tiros que disparó en un matorro cercano, cobró tres conejos, de los cuales ofreció uno a los penitentes.

«Señor -le dijo Nazarín-, esta viña le dará a usted un buen Agosto».

Una de las mujeres trabó conversación con Beatriz, en un rato de descanso, y le preguntó si Nazarín era su marido, y como respondiese que no, y que ninguna de las dos era casada, se hizo muchas cruces en la cara y pechos. Luego quiso averiguar si eran gitanos, o de esos que andan por los pueblos componiendo sartenes... ¿Eran ellos los que el año anterior estuvieron allí con un oso encadenado por la ternilla, y un mico que disparaba la pistola? Tampoco; pues entonces, ¿qué demonches eran? ¿Pertenecían a la cristiandad, o a alguna seta idólatra? Respondió Beatriz que por cristianos a macha-martillo se tenían, y que no podía decir más. Otra de las mujeres, muy adusta, receló que los desconocidos vagabundos hicieran mal de ojo a una niña encanijada y dormilona que en brazos llevaba. Hubo entre todos ellos secreteo, y al fin, el de la escopeta llamó a Nazarín para decirle: «Buen hombre, tenga esta perra y el gazapo, y lárguense de aquí, que la Ufrasia se malicia que le embrujan la niña».

Sin oponer observación alguna a esta cruel despedida, se retiraron callados y humildes. «Soportemos la humillación en silencio, hijas mías, y consolémonos mirando a nuestras conciencias». Más allá encontraron a otros hombres limpiando una charca o poceta, que servía de abrevadero, y que el último temporal había llenado de fango, raíces y materias arrastradas de próximos albañales. Brindose Nazarín a trabajar, y su oferta fue aceptada. Mandáronle meterse hasta la rodilla en la charca negra, y Ándara hizo lo mismo, recogiéndose las enaguas hasta media pierna. Con cubos que el uno daba al otro y este a un tercero, fueron vaciando aquel fétido betún mezclado de sustancias en putrefacción, y los otros ayudaban con palas. Beatriz saltó dando chillidos, al sentir que una culebra de a vara se le liaba en un pie. Felizmente no era venenosa. Hubo risas, jarana, cazaron al ofidio, y por fin el abrevadero quedó agotado en hora y media, y los penitentes recibieron perra grande y chica por su penoso trabajo.

Fueron al río a lavarse las piernas de aquella inmundicia, y cuando regresaban ya limpios a coger el camino, viéronse sorprendidos por dos hombres de muy mala traza, caras famélicas y amarillas, las ropas hechas jirones, que salieron de un espeso matorral, y con voces descompuestas les dieron el alto. Sin más explicaciones, uno de ellos, mostrando descomunal navaja, les intimó a que dejasen allí cuando llevaban, ya fuese moneda, alhaja, o cosa de comer. El otro, que debía ser un terrible humorista, les dijo que ellos eran una pareja de la Guardia civil disfrazada, y que tenían encargo del Gobierno de detener a cuantos ladrones encontrasen, quitándoles los objetos robados. La valerosa Ándara quiso protestar; pero Nazarín dispuso entregar todo, pan, perras, gazapo, y los malditos les hicieron además un registro minucioso, por virtud del cual, Beatriz se quedó sin tijeras y la otra sin peine. Y no paró aquí la broma. Después de retirarse, a una orden imperiosa de los bandidos, estos se permitieron la estúpida diversión de apedrearles, infiriéndole a Nazarín una ligera herida en el cráneo, de la cual echó no poca sangre. Hubieron de volver al río, donde las dos mozas le lavaron la cabeza, vendándosela después con dos pañuelos, uno blanco, y encima el grande de cuadros que Beatriz solía llevar a la cabeza. Con aquel turbante nada le faltaba al fervoroso asceta para completar su arábiga figura. Beatriz se puso la gorra de él, y ¡hala para el castillo!

«Me parece -dijo Ándara-, que ha entrado la mala. Hasta ahora todo iba por la buena. Nos daban de comer, nos querían, nos obsequiaban, hacíamos nuestras miajas de milagros en Móstoles, y en Villamanta nos portábamos como los santos de Dios. La gente contenta, y bailándonos el agua. Pero ya empiezan a salir los malos números; que esto de lo que a una le pasa un día y otro viene a ser como la lotería pública.

-Cállate, habladora, casquivana -le dijo Nazarín, que fatigado del largo camino y del picor del sol, se sentó a la sombra de unas encinas-. No confundas las divinas disposiciones con la lotería, que es el acaso ciego. Si el Señor nos manda calamidades, Él sabrá por qué. No salga de nuestros labios la más leve queja, ni dudemos un solo instante de la misericordia de Nuestro Padre que está en los Cielos.

Sentose Beatriz junto a él, y la de Polvoranca se puso a buscar por el suelo bellotas. Callaban los tres sombríos y tristes. No se oía más que el zumbido de las moscas del campo entre las encinas. Ándara se alejaba y volvía. La de Móstoles rompió el silencio diciendo a su maestro:

«Señor, me asalta una idea, una idea...

-¿Presentimiento?

-Eso... Pienso que lo vamos a pasar muy mal, que padeceremos.

-También lo pienso yo.

-Si Dios lo quiere, sea.

-Padeceremos, sí, yo más que vosotras.

-¿Nosotras no? Pues no estaría bien. No, nosotras lo mismo, y si a mano viene, más.

-No, dejadme a mí que padezca lo más.

-¿Y es de veras que lo piensa? ¿Lo adivina?

-Adivinar no. El Señor me lo dice en mi interior. Conozco su voz. Tan cierto es, Beatriz, que padeceremos mucho, como que ahora es de día.

Nuevo silencio. Ándara se alejaba inclinándose, y recogía bellotas en su falda.