Nazarín/Cuarta parte/VI

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Cuarta Parte

VI[editar]

Observando al buen Nazarín taciturno y caviloso, él, que siempre las animaba con el ejemplo de su serena actitud, y aun con joviales palabras, Beatriz sintió que en su alma se encendía súbitamente como una hoguera de cariño hacia el santo que las dirigía y las guiaba. Otras veces sintiera el mismo fuego, mas nunca tan intenso como en aquella ocasión. Después, observándose hasta lo más profundo, creyó que no debía comparar aquel estado del alma al voraz incendio que abrasa y destruye, sino a un raudal de agua que milagrosamente brota de una peña y todo lo inunda. Era un río lo que por su alma corría, y saliéndosele a la boca, se derramaba fuera en estas palabras:

«Señor, cuando venga ese padecer tan grande, sepa usted que quiero quererle con todo el amor que cabe en el alma, y con toda la pureza con que se quiere a los ángeles. Y si tomando yo para mí el padecer, a usted se lo quitara, lo tomaría, aunque fuera lo más horrible que se pudiera imaginar.

-Hija mía, me quieres como a un maestro que sabe un poquito más que tú, y que te enseña lo que no sabes. Yo te quiero a ti, os quiero a las dos, como el pastor a las ovejas, y si os perdéis os buscaré.

-Prométame, señor -añadió Beatriz en el colmo de su exaltación-, querernos siempre lo mismo, y júreme que, pase lo que pase, no habremos de separarnos nunca.

-Yo no juro, y aunque jurara, ¿cómo había de hacerlo asegurándote lo que pretendes? Por mi voluntad juntos estaremos; pero, ¿y si los hombres nos separan?

-¿Y qué tienen que ver los hombres con nosotros?

-¡Ah! Ellos mandan, ellos gobiernan en todo este reino que está por bajo de las almas. Hace poco vinieron dos pecadores y nos robaron. Otros pueden venir que por la violencia nos separen.

-Eso no será. Ándara y yo no lo consentiríamos.

-No contáis con vuestra debilidad, con vuestro miedo.

-¡Miedo nosotras! Señor, no diga tal.

-Además, vuestro deber es la obediencia, el respeto a todo el mundo, y la conformidad con los designios de Dios.

Acercose Ándara para enseñar las bellotas, y volvió a retirarse. Pasado un breve rato, determinose bruscamente en Beatriz una laxitud intensa. Era como la sedación de aquel espasmo de piadoso amor. Se le cerraban los párpados.

-Señor -dijo a Nazarín-, como anoche no dormimos, tengo sueño.

-Pues duérmete ahora, que es muy fácil que esta noche tampoco duermas.

Con una sencillez y una inocencia propiamente idílicas, Beatriz dejó gravitar su cabeza sobre el hombro de Nazarín, y se quedó dormidita, como un niño en el seno de su madre. El ermitaño andante seguía cabizbajo. Pensando al fin que era hora de regresar al castillo, buscó con los ojos a la otra moza, y la vio sentada, como a treinta pasos, de espaldas a él, caída la cabeza sobre el pecho. «Ándara, ¿qué te pasa?».

La moza no contestó.

-¿Pero qué te pasa, hija? Ven acá. ¿Qué haces? ¿Llorar?

Levantose Ándara y despacio acudió a él, llevándose a los ojos el borde de la falda en que guardaba las bellotas recogidas del suelo.

-Ven acá... ¿qué tienes?

-Nada, señor.

-No; algo tienes tú. ¿Se te ha ocurrido algún mal pensamiento? ¿O es que tu corazón te anuncia desventuras?

Dímelo a mí.

-No es eso... -respondió al fin la moza, que no hallaba las palabras propias para expresar su pensamiento-.

Es que... Una tiene su amor propio... vamos... su aquel de vanidá... y no le gusta a una... Vamos, lo diré redondo y claro: que usted quiere a Beatriz más que a mí.

-¡Jesús!... ¿Y es eso lo que...?

-Pues no es justo, porque las dos le queremos lo mismo.

-Y yo también a vosotras por igual. ¿Pero de dónde sacas tú que yo...?

-Que a Beatriz le dice usted siempre las cosas más bonitas, y a mí nada... Es que soy muy burra, y ella sabe... tiene gramática... Por eso, es para ella todito el mimo, y a mí: «Ándara, ¿tú qué sabes? No blasfemes...». Ya, ya sé que a mí no me estima nadie más que Ujo...

-Pues ahora no has dicho blasfemia, sino un gran desatino. ¡Querer yo a la una más que a la otra! Si hay diferencia en el modo de tratarlas, diferencia fundada en el natural de cada una, no la hay en el cariño que les tengo. Tonta, ven acá, y si tienes sueño, porque anoche no dormiste, arrímate a mí por este otro lado, y echa también un sueñecico.

-No, que es tarde -dijo Ándara, disipada ya de su displicencia-. Si nos descuidamos, no llegaremos de día.

-De día es ya imposible. Gracias que lleguemos a las nueve... Y esta noche, buena cena: bellotas al natural.

-Aquellos sinvergüenzas nos limpiaron de veras. ¡Ah, si yo les cojo...!

-No injuries, no amenaces... Ea, ya esta se despierta. Vámonos. En marcha.

Antes de las nueve, subían fatigados hacia el castillo, y arriba se tendieron a la fresca. Ninguna molestia les había de ocasionar aquella noche el hacer la cena, porque no tenían más provisiones que las bellotas, las cuales fueron servidas inmediatamente, y devoradas con la salsa de la necesidad más que del apetito. Y cuando empezaban a dar gracias a Dios por la frugal colación que les había deparado, oyeron ruido de voces hacia la base del monte, en la vecindad del pueblo. ¿Qué sería? Y no eran dos ni tres los que hablaban, sino mucha, mucha gente. Asomose Ándara a la saetera, y, ¡Virgen Santísima! no sólo oyó el ruido más tumultuoso, sino que vio un resplandor como de hoguera, que subía, subía también con las voces.

«Viene gente -dijo a sus compañeros, poseída de pánico-. Y traen hachos, o teas encendidas... Oigan el murmullo...

-Vienen a prendernos -balbució Beatriz, a quien se comunicaba el terror de su compañera.

-¿A prendernos? ¿Por qué? En fin, pronto lo sabremos -dijo D. Nazario-. Sigamos rezando, que lo que fuere sonará.

Él rezaba, porque su enérgica voluntad a todo sentimiento se sobreponía; pero ellas, azoradas, inquietas, temblorosas, no hacían más que correr de aquí para allá, y tan pronto pensaban huir como gritar pidiendo socorro... ¿pero a quién, a quién? El cielo no tenía trazas aquella noche de querer defenderlos, ocultándolos con una gasa de niebla.

Y el tumulto subía con el siniestro resplandor de los hachos. Ya se oían las voces más claras, y risas y chacota; ya se entendían algunas palabras. Venían hombres, mujeres y chiquillos, y estos eran los que alumbraban con manojos de escajo seco, dándose y quitándose la lumbre, con algazara de noche de San Juan.

«¿Pero qué? -murmuró Nazarín sin levantarse del suelo-. ¿Contra estas tres pobres criaturas, manda la autoridad un ejército?».

Al llegar arriba la alborotada muchedumbre, las dos mujeres vieron la pareja de Guardia civil. Ya no quedaba duda.

«Vienen por nosotros.

-Pues aquí estamos.

-Señores Guardias -dijo Ándara-, ¿vienen en busca nuestra?

-A ti, y al moro Muza -replicó uno que debía ser el alcalde, riendo, como si la libertad o prisión de gente tan humilde fuera cosa de broma.

-¿En dónde está ese morito, que quiero verlo? -vociferó un tío muy zafio, y muy gordo, destacándose del primer grupo.

-Si el que buscan soy yo -dijo Nazarín todavía en el suelo-, aquí me tienen.

-Eh, buen amigo -dijo otro muy flaco-; mal aposentado está Su Reverencia morisca en este castillo. Véngase a la cárcel.

Y diciéndolo le dio un fuerte puntapié.

«¡So cobarde! -gritó Ándara, inflamada en súbita cólera y saltando hacia él como un tigre-, so canalla, ¿no ve que es humilde y se deja coger?».

Y con el cuchillo de pelar patatas le asestó tan tremendo golpe, que si el arma tuviera filo y punta, lo pasara mal aquel gaznápiro. Así y todo, le rasgó la manga de la blusa, y del brazo le sacó una tira de pellejo. Abalanzose la multitud rugiente sobre la brava moza, que fue defendida por la Guardia civil. Pero con tan nerviosa furia forcejeaba, que tuvieron que atarla. En esto sintió que le tiraban de la falda, y vio la cabeza andante de Ujo, que se escabullía por entre las piernas de los civiles.

«Esto vos pasa por no hacer lo que diz, caraifa. Pero te estimo, verás que te estimo.

-Quítate allá, jediondo -replicó Ándara, y le escupió en la cara.

Nazarín se había levantado, y con la mayor serenidad les dijo: «¿A qué tanto ruido por prender a tres personas indefensas? Llévenos adonde gusten. ¡Ay, mujer, qué mal has hecho! Para que Dios te perdone, pídele perdón a este señor a quien has herido.

-¡Perdón de caraifa!

Ciega de ira, ardiendo en sanguinario frenesí, no sabía lo que hacía.

En marcha todo el mundo. Delante iba Ándara atada, rugiendo y llevándose las manos a la boca para morder la cuerda; detrás el maestro y Beatriz sueltos, rodeados de gente curiosa, impertinente y cruel. Los civiles apartaban a la multitud. El hombre gordo, que iba junto a Nazarín, se permitió decirle: «¿Con que príncipe moro... príncipe moro desterrado...? ¡Y se trae todo su serrallo, concho!».

El alcalde, que iba por el otro lado, junto a Beatriz, echose a reír groseramente, corrigiendo la frase de su amigo: «Tan moro es este como mi abuelo. Y a esta sultana la conozco yo de Móstoles».

Beatriz y D. Nazario no contestaban... ni mirar siquiera. Por la cuesta abajo, siguió la chacota y el escándalo. Más parecía aquello bullanga de Carnaval, que prendimiento de malhechores. Como se apagaron los hachos, tropezaban mujeres y chiquillos, caían y se levantaban, y la cabeza de Ujo fue rodando en una de las vueltas. Risotadas, cantos, dicharachos, todo era señal de fiesta para un pueblo en que las ocasiones de divertimento eran muy raras. Conceptuaban algunos el caso como una broma, y habrían deseado que llegaran todos los días moros descarriados que prender o cazar. La entrada en el pueblo fue lo mejor de la función, porque todo el vecindario salió a las puertas de las casas a ver a los misteriosos delincuentes reclamados por el juez de Madrid. Volvieron los chicos a encender los escajos o aliagas secas, y el humazo asfixiaba. Ándara, extenuada de fatiga, cesó al fin, en su vana protesta. Los otros dos presos aceptaban con silenciosa resignación su desgracia.

Llamaban cárcel a una cuadra con rejas, en la parte baja del Ayuntamiento. Se entraba por un patio. Despejó la Guardia civil la puerta, y los presos fueron llevados a una sala, donde desataron a Ándara. El alcalde, a quien la desmedida importuna afición a las bromas no privaba de sentimientos humanitarios, les dijo que les prepararía de cenar, y llevando a Nazarín a una estancia próxima, no menos destartalada y mísera que el aposento destinado a la custodia de presos, sostuvo con él el diálogo que a continuación puntualmente se transcribe.