Nazarín/Tercera parte/I
Tercera parte
I
Avivó el paso, ya fuera de la Puerta, ansioso de alejarse lo más pronto posible de la populosa villa y de llegar adonde no viera su apretado caserío, ni oyese el tumulto de su inquieto vecindario, que ya en aquella temprana hora empezaba a bullir, como enjambre de abejas saliendo de la colmena. Hermosa era la mañana. La imaginación del fugitivo centuplicaba los encantos de cielo y tierra, y en ellos veía, como en un espejo, la imagen de su dicha, por la libertad que al fin gozaba, sin más dueño que su Dios. No sin trabajo había hecho efectiva aquella rebelión, pues rebelión era, y en ningún caso hubiérala realizado, él tan sumiso y obediente, si no sintiera que en su conciencia la voz de su Maestro y Señor con imperioso acento se lo ordenaba. De esto no podía tener duda. Pero su rebelión, admitiendo que tan feo nombre en realidad mereciese, era puramente formal; consistía tan sólo en evadir la reprimenda del superior, y en esquivar las dimes y diretes y vejámenes de una justicia que ni es justicia ni cosa que lo valga... ¿Qué tenía él que ver con un juez que prestaba atención a delaciones infames de gentezuela sin conciencia? A Dios, que veía su interior, le constaba que ni del provisor ni del juez huía por miedo, pues jamás conoció la cobardía su alma valerosa, ni los sufrimientos y dolores, de cualquier clase que fueran, torcían su recta voluntad, como hombre que de antiguo saboreaba el misterioso placer de ser víctima de la injusticia y maldad de las hombres.
No huía de las penalidades, sino que iba en busca de ellas; no huía del malestar y la pobreza, sino que tras de la miseria y de las trabajos más rudos caminaba. Huía, sí, de un mundo y de una vida que no cuadraban a su espíritu, embriagado, si así puede decirse, con la ilusión de la vida ascética y penitente.
Y para confirmarse en la venialidad y casi inocencia de su rebeldía, pensaba que en el orden dogmático sus ideas no se apartaban ni el grueso de un cabello de la eterna doctrina ni de las enseñanzas de la Iglesia, que tenía bien estudiadas y sabidas al dedillo. No era, pues, hereje, ni de la más leve heterodoxia podían acusarle, aunque a él las acusaciones le tenían sin cuidado, y todo el Santo Oficio del mundo lo llevaba en su propia conciencia. Satisfecho de ésta, no vacilaba en su resolución, y entraba con paso decidido en el yermo; que tal le parecieron aquellos solitarios campos.
Al pasar el puente, unos mendigos que allí ejercían su ubérrima industria le miraron sorprendidos y recelosos, como diciendo: "¿Qué pájaro es este que viene por nuestros dominios sin que le hayamos dado la patente? Habrá que ver..." Saludóles Nazarín con un afable movimiento de cabeza, y sin entrar en conversación con ellos siguió su camino, deseoso de alejarse antes de que picara el sol. Andando, andando, no cesaba de analizar en su monte la nueva existencia que emprendía, y su dialéctica la cogía y la soltaba por diferentes lados, apreciándola en todas las fases y perspectivas imaginables, ya favorables, ya adversas, para llegar, como en un juicio contradictorio, a la verdad bien depurada.
Concluía por absolverse de toda culpa de insubordinación, y sólo quedaba en pie un arguemento de sus imaginarios acusadores, al cual no daba satisfactoria respuesta. "¿Por qué no solicita usted entrar en la Orden Tercera?" Y conociendo la fuerza de esta observación, se decía: "Dios sabe que si encontrara yo en este caminito una casa de la Orden Tercera, pediría que me admitiesen en ella, y entraría con júbilo, aunque me impusieran el noviciado más penoso. Porque la libertad que yo apetezco lo mismo la tendría vagando solo por laderas y barrancos que sujeto a la disciplina severa de un santo instituto. Quedamos en que escojo esta vida porque es la más propia para mí y la que me señala el Señor en mi conciencia, con una claridad imperativa que no puedo desconocer."
Sintiéndose un poco fatigado, a la mitad del camino de Carabanchel Bajo se sentó a comer un mendrugo de pan, del bueno y abundante que en el morral le puso la Peluda, y en esto se le acercó un perro flaco, humilde y melancólico, que participó del festín, y que por sólo aquellas migajas se hizo amigo suyo y le acompañó todo el tiempo que estuvo allí reposando el frugal almuerzo. Puesto de nuevo en marcha, seguido del can, antes de llegar al pueblo sintió sed, y en el primer ventorrillo pidió agua. Mientras bebía, tres hombres que de la casa salieron hablando jovialmente le observaron con importuna curiosidad. Sin duda había en su persono alga que denunciaba el mendigo supuesto o improvisado, y esto le produjo alguna inquietud. Al decir "Dios se lo pague" a la mujer que le había dada el agua, acercósele uno de las tres hombres y le dijo:
—Señor Nazarín, le he conocido por el metal de voz. Vaya que está bien disfrazado. ¿Se puede saber..., con respeto, adónde va vestidito de pobre?
—Amigo, voy en busca de lo que me falta.
—Que sea con salud... ¿Y usted a mí no me conoce? Yo soy aquel...
—Sí, aquel... Pero no caigo...
—Que le habló no hace muchos días más abajo... y le brindó..., con respeto, un sombrero de teja.
—¡Ah, sí!..., teja que yo rehusé.
—Pues aquí estamos para servirle. ¿Quiere su reverencia ver a la Ándara?
—No, señor... Dile de mi parte que sea buena, o que haga todo lo posible por serlo.
—Mírela... ¿Ve usted aquellas tres mujeres que están allí, al otro lado de la carretera propiamente, cogiendo cardillo y verdolaga? Pues la de la enagua colorada es Ándara.
—Por muchos años. ¡Ea!, quédate con Dios... ¡Ah!, un momento: ¿tendrías la bondad de indicarme algún atajo por donde yo pudiera pasar de este camino al de más allá, al que parte del puente de Segovia y va a tierra de Trujillo...?
—Pues por aquí, siguiendo por estas tapias, va usted derechito... Tira por junto al Campamento, y adelante, adelante..., la vereda no le engaña..., hasta que llega propiamente a las casas de Brugadas. Allí cruza la carretera de Extremadura.
—Muchas gracias, y adiós.
Echó a andar, seguido del perro, que por lo visto se ajustaba con él para toda la jornada, y no habían recorrido cien metros cuando sintió tras de sí voces de mujer que con apremio le llamaban:
—¡Señor Nazarín, don Nazario...!
Paróse, y vio que hacia él corría desalada una falda roja, un cuerpo endeble, del cual salían dos brazos que se agitaban como aspas de molino.
"¿Apostamos a que esta que corre es la dichosa Ándara?", se dijo, deteniéndose.
En efecto, ella era, y trabajillo le costara al caminante reconocerla si no supiese que andaba por aquellos campos. Al pronto, se habría podido creer que un espantajo de los que se arman con palitroques y ropas viejas para guardar de los gorriones un sembrado había tomado vida milagrosamente y corría y hablaba, pues la semejanza de la moza con uno de estos aparatos campestres era completa. El tiempo, que las cosas más sólidas destruye, había ido descostrando y arrancando de su rostro la capa calcárea de colorete, dejando al descubierto la piel erisipelatosa, arrogada en unas partes, en otras tumefacta. Uno de los ojos había llegado a ser mayor que el otro, y entrambos feos, aunque no tanto como la boca, de labios hemorroidales, mostrando gran parte de las rojas encías y una dentadura desigual, descabalada y con muchas piezas carcomidas. No tenía el cuerpo ninguna redondez, ni trazas de cosa magra; todo ángulos, atadijo de osamenta..., ¡y qué manos negras, qué pies mal calzados de sucias alpargatas! Pero lo que más asombro causó a Nazarín fue que la mujercilla, al llegarse a él, parecía vergonzosa, con cierta cortedad infantil, que era lo más extraordinario y nuevo de su transformación. Si el descubrimiento de la vergüenza en aquella cara sorprendió al clérigo andante, no le causó menos asombro el notar que la Ándara no mostraba ninguna extrañeza de verle en facha de mendigo. La transformación de él no le sorprendía, como si ya la hubiese previsto o por natural la tuviera.
—Señor —le dijo la criminal—, no quería que usted pasara sin hablar conmigo..., sin hablar yo con usted. Sepa que estoy allí desde el día del fuego, y que nadie me ha visto, ni tengo miedo a la Justicia.
—Bueno, Dios sea contigo. ¿Qué quieres de mí ahora?
—Nada más que decirle que la Canóniga es mi prima y por eso me vine a esconder ahí, donde me han tratado como a una princesa. Les ayudo en todo, y no quiero volver a ese apestoso Madrid, que es la perdición de la gente honrada. Conque...
—Buenos días... Adiós.
—Espérese un poquito. ¿Qué prisa lleva? Y dígame: ¿se han metido con usted los caifases del Juzgado? ¡Valientes ladrones! Me da el corazón que algo le han hecho, y que la Camella, que es muy pendanga, habrá llevado la mar de cuentos a las Salesas.
—Nada me importan a mí ya Camellas, ni caifases, ni nada. Déjalo... Y que lo poses bien.
—Aguarde...
—No puedo detenerme; tengo prisa. Lo único que te digo, Ándara corrompida, es que no olvides las advertencias que te hice en mi casa; que te enmiendes...
—¡Más enmendada que estoy!... Yo le juro que aunque volviera a ser guapa o tan siquiera pasable, que no me caerá esa breva, no me cogía otra vez el demonio. Ahora, como me tiene miedo de puro asquerosa que estoy, no se llega a mí el indino. Lo cual que, si no se enfada, le diré una cosa.
—¿Qué?
—Que yo quiero irme con usted..., adondequiera que vaya.
—No puede ser, hija mía. Pasarías muchos trabajos, sufrirías hambre, sed...
—No me importa. Déjeme que le acompañe.
—Tú no eres buena. Tu enmienda es engañosa; es un reflejo no más del despecho que te causa tu falta de atractivos personales; pero en tu corazón sigues dañada, y en una u otra forma llevas el mal dentro de ti.
—¿A que no?
—Yo te conozco... Tú pegaste fuego a la casa en que te dé asilo.
—Es verdad, y no me pesa. ¿No querían descubrirme y perderle a usted por el olor? Pues el aire malo, con fuego se limpia.
—Eso te digo yo a ti, que te limpies con fuego.
—¿Qué fuego?
—El amor de Dios.
—Pues diéndome con usted..., se me pegarán esas llamas.
—No me fío... Eres mala, mala. Quédate sola. La soledad es una gran maestra para el alma. Yo la voy buscando. Piensa en Dios, y ofrécele tu corazón; acuérdate de tus pecados, y pásales revista para abominar de ellos y tomarlos en horror.
—Pues déjeme ir...
—Que no. Si eres buena algún día, me encontrarás.
—¿Dónde?
—Te digo que me encontrarás. Adiós.
Y sin esperar a más razones se alejó a buen paso. Quedóse Ándara sentada en un ribazo, cogiendo piedrecillas del suelo y arrojándolas a corta distancia, sin apartar sus ojos de la vereda por donde el clérigo se alejaba. Éste miró para atrás dos o tres veces, y la última, muy de lejos ya, la veía tan sólo como un punto rojo en medio del verde campo.