Nazarín/Tercera parte/II

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Tercera parte

II

Tuvo el fugitivo en aquel primer día de su peregrinación encuentros que no merecen verdaderamente ser relatados, y tan sólo se indican por ser los primeros, o sea el estreno de sus cristianas aventuras. A poco de separarse de Ándara oyó cañonazos, que a cada instante sonaban más cerca con estruendo formidable, que rasgaba los aires y ponía espanto en el corazón. Hacia la parte de donde venía todo aquel ruido vio pelotones de tropa que iban y venían, cual si estuvieran librando una batalla. Comprendió que se hallaba cerca del campo de maniobras donde nuestro Ejército se adiestra en la práctica de los combates. El perro le miró gravemente, como diciéndole: "No se asuste, señor amo mío, que esto es todo de mentirijillas, y así se están todo el año los de tropa, tirando tiros y corriendo unos en pos de otros. Por lo demás, si nos acercamos a la hora en que meriendan, crea que algo nos ha de tocar, que esta es gente muy liberal y amiga de los pobres."

Un ratito estuvo Nazarín contemplando aquel lindo juego y viendo cómo se deshacían en el aire los humos de los fogonazos, y a poco de seguir su camino encontró un pastor que conducía unas cincuenta cabras. Era viejo, al parecer muy ladino, y miró al aventurero con desconfianza. No por esto dejó el peregrino de saludarle cortésmente y de preguntarle si estaba lejos de la senda que buscaba.

—Paíce que seis nuevo en el oficio —le dijo el pastor—, y que nunca anduviéis por acá. ¿De qué parte viene el hombre? ¿De la tierra de Arganda? Pues pongo en su conocimiento que los ceviles tienen orden de coger a toda la mendicidad y de llevarla a los recogimientos que hay en Madrid. Verdad que luego la sueltan otra vez, porque no hay allá mantención para tanto vago... Quede con Dios, hermano. Yo no tengo qué darle.

—Tengo pan —dijo Nazarín, metiendo la mano en su morral—, y si usted quiere...

—¿A ver, buen hombre? —replicó el otro examinando el medio pan que se le mostraba—. Pues este es de Madrid, del de picos, y de lo bueno.

—Partamos este pedazo, pues aún tengo otro, que me puso la Peluda al salir.

—Estimando, buen amigo. Venga mi parte. Conque siguiendo palante, siempre palante, llegará en veinte minutos al camino de Móstoles. Y, dígame, ¿vino bueno trae?

—No, señor; ni malo ni bueno.

—Milagro... Abur, paisano.

Encontró luego dos mujeres y un chico que venían cargados de acelgas, lechugas y hojas de berza, de las que se arrancan al pie de la planta para echar a las cerdos. Ensayó allí Nazarín su flamante oficio de pordiosero, y fueron las campesinas tan generosas, que apenas oídas las primeras palabras, diéronle dos lechugas respingadas y media docena de patatas nuevas, que una de ellas sacó de un saco. Guardó el peregrino la limosna en su morral, pensando que si por la noche encontraba algún rescoldo en que le permitieran asar las patatas, asegurada tenía ya, con las lechugas de añadidura, una cena riquísima. En la carretera de Trujillo vio un carromato atascado, y tres hombres que forcejeaban por sacar del bache la rueda. Sin que se lo mandaran les ayudó, poniendo en ello toda su energía muscular, que no era mucha, y cuando quedó terminada felizmente la operación, tiráronle al suelo una perra chica. Era el primer dinero que recogía su mano de mendicante. Todo iba bien hasta entonces, y la Humanidad que por aquellos andurriales encontraba parecióle de naturaleza muy distinta de la que dejara en Madrid. Pensando en ello, concluía por reconocer que las sucesos del primer día no eran ley y que forzosamente habrían de sobrevenir extrañas emergencias y producirse más adelante las penalidades, dolores, tribulaciones y horribles padecimientos que su ardiente fantasía buscaba.

Avanzó por el polvoroso camino hasta el anochecer, en que vio casas que no sabía si eran de Móstoles ni le importaba saberlo. Bastábale con ver viviendas humanas, y a ellas se encaminó para solicitar que le permitieran dormir, aunque fuese en una leñera, corraliza o tejavana. La primera casa era grande, como de labor, con un ventorrillo muy pobre, o aguaducho, arrimado a la medianería. Ante el portalón, media docena de cerdos se revolcaban en el fango. Más allá vio el caminante un herradero de mulas, un carromato con las limoneras hacia arriba, gallinas que iban entrando una tras otra, una mujer lavando loza en una charca, una sarmentera y un árbol medio seco. Acercóse humildemente a un vejete barrigudo, de cara vinosa y regular vestimenta, que del portalón salía, y con formas humildes le pidió que le consintiera pasar la noche en un rincón del patio. Lo mismo fue oírlo, ¡María Santísima!, que empezar el hombre a echar venablos por aquella boca. El concepto más suave fue que ya estaba harto de albergar ladrones en su propiedad. No necesitó oír más don Nazario, y saludándole gorra en mano se alejó.

La mujer que lavaba en la charca le señaló un solar, en parte cercado de ruinosa tapia, en parte por un bardal de zarzas y ortigas. Se entraba por un boquete, y dentro había un principio de construcción, machones de ladrillo como de un metro, formando traza arquitectónica y festoneados de amarillas hierbas. En el suelo crecía cebadilla como de un palmo, y entre dos muros, apoyado en la pared alta del fondo, veíase un tejadillo mal dispuesto con palitroques, escajos, paja y barro, obra sumamente frágil, mas no completamente inútil, porque bajo ella se guarecían tres mendigos: una pareja o matrimonio, y otro más joven y con una pierna de palo. Cómodamente instalados en tan primitivo aposento, habían hecho lumbre y en ella tenían un puchero, que la mujer destapaba para revolver el contenido, mientras el hombre avivaba con furibundos resoplidos la lumbre. El cojitranco cortaba palitos con su navaja para cebar cuidadosamente el fuego.

Pidióles Nazarín permiso para cobijarse bajo aquel techo, y ellos respondieron que el tal nicho era de libre propiedad y que en él podía entrar o salir sin papeleta todo el que quisiere. No se oponían, pues, a que el recién venido ocupase un lugar, pero que no esperara participación en la cena caliente, pues ellos eran más pobres que el que inventó la pobreza, y estaban a recoger y no a dar. Apresuróse el penitente a tranquilizarles, diciéndoles que no pedía más que el permiso de arrimar unas patatitas a la lumbre, y luego les ofreció pan, que ellos tomaron sin hacerse los melindrosos.

—¿Y qué tal por Madrid? —le dijo el mendigo viejo—. Nosotros, después que hagamos todos estos poblachos, pensamos caer por allá en los días de San Isidro. ¿Cómo se presenta el año? ¿Hay miseria y siguen tan mal las cosas del comercio?... Me han dicho que cae Sagasta. ¿A quién tenemos ahora de alcalde?

Contestó don Nazario con buen modo que él no sabía nada del comercio, ni de negocios, ni le importaba que mandase Sagasta o no, y que conocía al señor alcalde casi tanto como al emperador de Trapisonda. Con esto acabó la tertulia; cenaron los otros en un cazolón, sin convidar al nuevo huésped; asó éste sus patatas, y ya no se pensó más que en tumbarse los cuatro, buscando el rincón más abrigado Al novato le dejaron el peor sitio, casi fuera del amparo de la tejavana; pero nada de esto hacía mella en su espíritu fuerte. Buscó una piedra que le sirviera de almohada, y envolviéndose en su manta lo mejor que pudo se acostó tan ricamente, contando con la tranquilidad de su conciencia y el cansancio de su cuerpo para dormir bien. A sus pies se hizo un ovillo el perro.

A las altas horas de la noche despertáronle gruñidos del animal, que pronto fue un ladrar estrepitoso, y alzando su cabeza de la durísima almohada vio Nazarín una figura, hombre o mujer, que esto no pudo determinarlo en el primer momento, y oyó una voz que le decía:

—No se asuste, padre; soy yo; soy Ándara, que, aunque usted no quiera, vine siguiéndole esta tarde.

—¿Qué buscas aquí, loca? Repara que estás molestando a estos... señores.

—No, déjeme acabar. El maldito perro se puso a ladrar... pero yo tan calladita. Pues vine siguiéndole y le vi entrar aquí... No se enfade... Yo quería obedecerle y no venir; pero las piernas solas me han traído. Es cosa de sin pensarlo... Yo no sé lo que me pasa. Tengo que ir con su reverencia hasta el fin del mundo, o si no, que me entierren... ¡Ea! duérmase otra vez que yo me echo aquí entre esta hierba, para descansar no para dormir, pues no tengo maldito sueño, ¡mal ajo!

—Vete de aquí o cállate la boca —le dijo el buen clérigo, volviendo a poner su cabeza dolorida sobre la piedra—. ¡Qué dirán estos señores! ¿Oyes? Ya se quejan del ruido que haces.

En efecto, el de la pierna de palo, que era el más próximo, remuzgaba, y el perro volvió a llamar al orden a la importuna moza. Por fin reinó de nuevo un silencio que habría sido profundo si no lo turbaran los formidables ronquidos de la pareja mayor. Al alba se despertaron todos, incluso don Nazario, que se sorprendió de no ver a Ándara, por lo cual hubo de sospechar que había sido sueño su aparición en mitad de la noche. Charlaron un poco los tres mendigos de plantilla y el aspirante, y pintura tan lastimosa hicieron los ancianos de lo mal que aquel año les iba, que Nazarín tuvo gran lástima y les cedió todo su capital, o sea la perra chica que le habían dado las arrieros. A poco de esto entró Ándara en el solar, dándole explicaciones de su ausencia repentina poco antes de que él despertara. Y fue que como ella no podía dormir en cama tan dura, se despabiló antes de ser de día, y saliéndose a la carretera para reconocer el sitio en que se encontraba vio que éste no era otro que la gran villa de Móstoles, que conocía muy bien por haber ido a ella varias veces desde su pueblo. Añadió que si don Nazario le daba licencia, averiguaría si aún moraban allí dos hermanas, amigos suyas, llamadas la Beatriz y la Fabiana, una de las cuales tuvo trato en Madrid con un matarife, y luego casaron y él puso taberna en aquel pueblo. No llevó a mal el sacerdote que buscara y reconociera sus amistades, aunque para ello tuviese que ir al fin del mundo y no volver, pues no quería llevar tal mujer consigo. Y una hora después, hallándose el peregrino de palique con un cabrero que le obsequió rumbosamente con sopas de leche, vio venir a su satélite muy afligida, y, velis nolis, tuvo que escuchar historias que al pronto no despertaban ningún interés. El matarife tabernero se había muerto de resultas de la cogida de un novillo en las fiestas de Móstoles, dejando a su esposa en la miseria, con una niña de tres años. Vivían las dos hermanas en un bodegón ruinoso, próximo a una cuadra, tan faltas de recursos las pobres que ya se habrían ido a Madrid a buscarse la vida (cosa no difícil aún para Beatriz, joven y de buena estampa) si no tuvieran a la niña muy malita, con un tabardillo perjuicioso, que seguramente, antes de veinticuatro horas, la mandaría para el Cielo.

—¡Ángel de Dios! — exclamó el asceta cruzando las manos —. ¡Desdichada madre!

—Y yo —prosiguió la correntona—, en cuanto vi aquella miseria que traspasa, y a la madre llorando, y a Beatriz moqueando, y a la niña con la defunción pintada en la cara..., pues me entró una pena..., y luego me dio la corazonada gorda, aquella que es como si la entraña me pegara cuatro gritos, ¿sabe?... ¡Ahí, esta no me falla... Pues me alegré al sentirla, y dije para entre mí: "Voy a contárselo al padre Nazarín, a ver si quiere ir, y ve a la niña y la cura."

—¡Mujer! ¿Qué dices? ¿Soy yo médico?

—Médico, no... pero es otra cosa que vale más que toda la mediquería. Si usted quiere, don Nazario, la niña sanará.