Nazarín/Tercera parte/VI
Tercera parte
VI
—Señor, no busquemos tres pies al gato —dijo Ándara—, que si ese hombre tan bruto nos arrima una paliza, con ella hemos de quedarnos.
En esto llegaban a un caminito estrecho, con dos filas de chopos, el cual parecía la entrada de la finca, y lo mismo fue poner su planta en él los tres peregrinos, que se abalanzaron dos perrazos como leones, ladrando desaforadamente, y antes de que pudieran huir les embistieron furiosos. ¡Qué bocas, qué feroces dientes! A Nazarín le mordieron una pierna; a Beatriz, una mano, y a la otra le hicieron trizas la falda, y aunque los tres se defendían con sus palos bravamente, los terribles canes habrían dado cuenta de ellos si no los contuviera un guarda que salio de entre unos matojos.
Ándara se puso en jarras, y no fueron injurias las que echó de su boca contra la casa y sus endiablados perros. Nazarín y Beatriz no se quejaban. Y el maldito guarda, en vez de mostrarse condolido del daño causado por las fieros animates, endilgó a los peregrinos esta grosera intimación:
—¡Váyanse de aquí, granujas, holgazanes, taifa de ladrones! Y den gracias a Dios de que no los ha visto el amo; que si les ve, ¡Cristo!, no les quedan ganas de asomar las narices a la Coreja. Apartáronse medrosas las dos mujeres, llevándose casi a la fuerza a Nazarín, que, al parecer, no se asustaba de cosa alguna. En una frondosa olmeda, por donde pasaba un arroyuelo, se sentaron a descansar del sofoco, y a lavarle las heridas al bendito clérigo, vendándoselas con trapos, que la previsora Beatriz llevaba. En todo el resto de la tarde y prima noche, hasta la hora del rezo, no se habló más que del peligro que habían corrido, y la de Móstoles contó nuevos desmanes del señor de Belmonte. Decía la fama que era viudo y que había matado a su mujer. La familia, de la nobleza de Madrid, no se trataba con él, y le recluía en aquella campestre residencia como en un presidio, con muchos y buenos criados, unos para cuidarle y asistirle en sus cacerías, otros para tenerle bien vigilado, y prevenir a sus parientes si se escapaba. Con estas noticias se avivó más y más el deseo que Nazarín sentía de encararse con semejante fiera. Acordando pasar la noche en la espesura de aquellos olmos, allí rezaron y cenaron, y de sobremesa dijo que por nada de este mundo dejaría de hacer una visita a la Coreja, donde le daba el corazón que encontraría algún padecimiento grande, o, cuando menos, castigos, desprecios y contrariedades, ambición única de su alma.
—¡Y qué, hijas mías, todo no ha de ser bienandanza! Si no nos salieran al encuentro ocasiones de padecer, y grandes desventuras, terribles hambres, maldades de hombres y ferocidades de bestias, esta vida sería deliciosa, y buenos tontos serían los hombres y mujeres del mundo si no la adoptaran. ¿Pues qué os habíais figurado vosotras? ¿Que íbamos a enrar en un mundo de amenidades y abundancias? Tanto empeño por seguirme, y en cuanto se presenta coyuntura de sufrir, ya queréis esquivarla! Pues para eso no hacía ninguna falta que vinierais conmigo; y de veras os digo que, si no tenéis aliento para las cuestas enmarañadas de abrojos, y sólo os gusta el caminito llano y florido, debéis volveros y dejarme solo.
Trataron de disuadirle con cuantas razones se les ocurrieron, entre ellas algunas que no carecían de sentido práctico, verbigracia, que cuando el mal les acometiese, debían apechugar con él y resistirlo; pero que en ningún caso era prudente buscarlo con temeridad. Esto arguyeron ellas en su tosco estilo, sin lograr convencerle ni aquella noche, ni a la siguiente mañana.
—Por lo mismo que el señor de la Coreja goza fama de corazón duro —les dijo—, por lo mismo que es cruel con los inferiores, sañudo con los débiles, yo quiero llamar a su puerta y hablar con él. De este modo veré por mí mismo si es justa o no la opinión, la cual, a veces, señoras mías, yerra grandemente. Y si, en efecto, es malo el señor..., ¿cómo dices que se llama?
—Don Pedro de Belmonte.
—Pues si es un dragón ese don Pedro, yo quiero pedirle una limosna por amor de Dios, a ver si el dragón se ablanda y me la da. Y, si no, peor para él y para su alma.
No quiso oír más razones, y viendo que las dos mujeres palidecían de miedo y daban diente con diente, les ordenó que le aguardasen allí, que él iría solo, impávido y decidido a cuanto pudiera sucederle, desde la muerte, que era lo más, a las mordidas de los canes, que eran lo menos. Púsose en marcha, y ellas le gritaban:
—¡No vaya, no vaya, que ese bruto le va a matar!... ¡Ay, señor Nazarín de mi alma, que no le volvemos a ver!... ¡Vuélvase, vuélvase para atrás, que ya salen los perros y muchos hombres, y uno, que parece el amo, con escopeta!... ¡Dios mío, Virgen Santísima, socorrednos!
Fue don Nazario en derechura de la entrada del predio, y avanzó resuelto por la calle de árboles sin encontrar a nadie. Ya cerca del edificio, vio que hacia él iban dos hombres, y oyó ladrar de perros, mas eran de caza, no los furiosos mastines del día anterior. Avanzó con paso firme, y, ya próximo a los hombres, observó que ambos se plantaron como esperándole. Él los miró también, y encomendóse a Dios, conservando su paso reposado y tranquilo. Al llegar junto a ellos, y antes de que pudiera hacerse cargo de cómo eran los tales, una voz imperativa y furibunda le dijo:
—¿Adónde va usted por aquí, demonio de hombre? Esto no es camino, ¡rayos!, no es camino más que para mi casa.
Paróse en firme Nazarín ante don Pedro de Belmonte, pues no era otro el que así le hablaba, y con voz segura y humilde, sin que en ella la humildad delatara cobardía, le dijo:
—Señor, vengo a pedirle una caridad, por amor de Dios. Bien sé que esto no es camino más que para su casa, y como doy por cierto que en toda casa de esta cristiana tierra viven buenas almas, por eso he entrado sin licencia. Si en ello le ofendí, perdóneme.
Dicho esto, Nazarín pudo contemplar a sus anchas la arrogantísima figura del anciano señor de la Coreja, don Pedro de Belmonte. Era hombre de tan alta estatura, que bien se le podía llamar gigante, bien plantado, airoso, como de sesenta y dos años; pero vejez más hermosa difícilmente se encontraría. Su rostro, del sol curtido; su nariz un poco gruesa y de pronunciada curva, sus ojos vivos bajo espesas cejas, su barba blanca, puntiaguda y rizosa; su ancha y despejada frente revelaban un tipo noble, altanero, más amigo de mandar que de onbedecer. A las primeras palabras que le oyó pudo observar Nazarín la fiereza de su genio y la gallardía despótica de sus ademanes. Lo más particular fue que, después de echarle a cajas destempladas, y cuando ya el penitente, con humilde acento, gorra en mano, se despedía, don Pedro se puso a mirarle fijamente, poseído de una intensísima curiosidad.
—Ven acá —le dijo—. No acostumbro dar a los holgazanes y vagabundos más que una buena mano de palos cuando se acercan a mi casa. Ven acá, te digo.
Turbóse Nazarín un instante, pues con todo el valor del mundo era imposible no desmayar ante la fiereza de aquellos ojos y la voz terrorífica del orgulloso caballero. Vestía traje ligero y elegante, con el descuido gracioso de las personas hechas al refinado trato social; botas de campo, y en la cabeza, un livianillo oscuro, ladeado sobre la oreja izquierda. A la espalda llevaba la escopeta de caza, y en un cinto muy majo, las municiones.
"Ahora —pensó Nazarín— este buen señor coge la escopeta y me destripa de un culatazo, o me da con el cañón en la cabeza y me la parte. Dios sea coomigo."
Pero el señor de Belmonte seguía mirándole, mirándole, sin decir nada, y el hombre que iba en su compañía también armado de escopeta, les miraba a los dos.
—Pascual —dijo el caballero a su criado— ¿qué te parece este tipo?
Como Pascual no respondiese, sin duda por respeto, don Pedro soltó una risotada estrepitosa, y encarándose con Nazarín, añadió:
—Tú eres moro... Pascual, ¿verdad que es moro?
—Señor, soy cristiano —replicó el peregrino.
—Cristiano de religión... ¡Y a saber!... Pero eso no quita que seas de pura raza arábiga. ¡Ah!, conozco yo bien a mi gente. Eres árabe, y de Oriente, del poético, del sublime Oriente. ¡Si tengo yo un ojo!... ¡En seguida que te vi!... Ven conmigo.
Y echó a andar hacia la casa, llevando a su lado al pordiosero y detrás al sirviente.
—Señor —replicó Nazarín—, soy cristiano.
—Eso lo veremos... ¡A mí con esas! Para que te enteres, yo he sido diplomático, y cónsul, primero en Beirut, después en Jesusalén. En Oriente pasé quince años, los mejores de mi vida. Aquello es país. Creyó Nazarín prudente no contradecirle, y se dejó llevar hasta ver en qué paraba todo aquello. Entraron en un largo patio, donde oyó ladrar los perros del día anterior... Les conocía por el metal de voz. Luego atravesaron una segunda portalada para pasar a otro corralón más grande que el primero, donde algunos carneros y dos vacas holandesas pastaban la abundante hierba que allí crecía. Tras aquel patio, otro más chico, con una noria en el centro. Tan extraña serie de recintos murados pareciéronle a Nazarín fortaleza o ciudadela. Vio también la torre que desde tan lejos se divisaba, y que era un inmenso palomar, en torno del cual revoloteaban miles de parejas de aquellas lindas aves.
Desembarazóse el caballero de su escopeta, que entregó al criado, mendándole que se alejara, y se sentó en un poyo de piedra.
Las primeras frases de la conversación entre el mendigo y Belmonte fueron de lo más extraño que puede imaginarse.
—Dime: si ahora te arrojara yo a ese pozo, ¿qué harias?
—¿Qué había de hacer, señor? Pues ahogarme, si tiene agua; y si no la tiene, estrellarme.
—¿Y tú qué crees? ¿Que soy capaz de arrojarte?... ¿Qué opinión tienes de mí? Habrás oído en el pueblo que soy muy malo.
—Como siempre hablo con verdad, señor, en efecto, le diré que la opinión que traigo de usted no es muy buena. Pero yo me permito creer que la aspereza de su genio no quita que posea un corazón noble, un espíritu recto y cristiano, amante y temeroso de Dios.
Volvió a mirarle el caballero con atención y curiosidad tan intensas, que Nazarín no sabía qué pensar, y estaba un si es no es aturdido.