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Nazarín/Tercera parte/VII

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Tercera parte

VII

De pronto, Belmonte empezó a reñir con los criados por si habían o no habían dejado escapar una cabra que se comió un rosal. Llamábales gandules, renegados, beduinos, zulús, y les amenazaba con desollarles vivos, cortarles las orejas o abrirlos en canal. Nazarín estaba indignado, pero se reprimía. "Si de este modo trata a sus servidores, que son como de la familia —pensaba—, ¿qué hará conmigo, pobrecito de las calles? Lo que me maravilla es que todos mis huesos estén enteros a la hora presente." Volvió el caballero a su lado, pasada la borrasca, y aún estuvo bufando un ratito, como volcán que arroja escorias y gases después de la erupción.

—Esta canalla le acaba a uno la paciencia. A propósito hacen las cosas mal para fastidiarme y aburrirme. ¡Lástima que no viviéramos en las tiempos del feudalismo, para tener el gusto de colgar de un árbol a todo el que no anduviese derecho!

—Señor —dijo Nazarín, resuelto a dar una lección de cristianismo al noble caballero, sin temor a las consecuencias funestísimas de su cólera—, usted pensará de mí lo que guste, y me tendrá por impertinente; pero yo reviento si no le digo que esa manera de tratar a sus servidores es anticristiana, y antisocial, y bárbara y soez. Tómelo usted por donde quiera, que yo, tan pobre y tan desnudo como entré en su casa saldré de ella. Los sirvientes son personas, no animates, y tan hijos de Dios como usted, y tienen su dignidad y su pundonor, como cualquiera señor feudal, o que pretende serlo, de los tiempos pasados y futuros. Y dicho esto, que es en mí un deber de conciencia, déme permiso para marcharme.

Volvió el señor a examinarle detenidamente: cara, traje, manos, los pies desnudos, el cráneo de admirable estructura, y lo que veía, así como el lenguaje urbano del mendigo, tan disconforme con su aparente condición, debió de asombrarle y confundirle.

—Y tú, moro auténtico, o pordiosero falsificado —le dijo—, ¿cómo sabes esas cosas, y cuándo y dónde aprendiste a expresarlas tan bien?

Y, antes de oír la respuesta, se levantó y ordenó al peregrino imperiosamente que le siguiera.

—Ven acá... Quiero examinarte antes de responderte. Llevóle a una estancia espaciosa, amueblada con antiguos sillones de nogal, mesas de lo mismo, arcones y estantes, y, señalándole un asiento, se sentó él también; mas pronto se puso en pie, y fue de un lado para otro, mostrando una inquietud nerviosa que habría desconcertado a hombres de peor temple que el gran Nazarín.

—Tengo una idea..., ¡oh, qué idea!... ¡Si fuera!... Pero no, no puede ser. Sí que es... El demonio me lleve si no puede ser. Cosas más extraordinarias se han visto... ¡Rayos! Desde el primer momento lo sospeché... No soy hombre que se deja engañar... ¡Oh, el Oriente! ¡Qué grandeza!... ¡Sólo allí existe la vida espiritual!...

Y no decía más que esto, paseo arriba, paseo abajo, sin mirar al clérigo, o parándose para mirarle de hito en hito, con asombro y cierta turbación. Don Nazario no sabía qué pensar, y ya creía ver en el señor de la Coreja el mayor extravagante que Dios había echado al mundo, ya un tirano de refinada crueldad, que preparaba a su huésped algún atroz suplicio, y jugaba con él, como el gato con el ratón antes de comérselo.

"Si me achico —pensó—, seré sacrificado de una manera desairada y estúpida. Saquemos partido de la situación, y si este gigante furioso ha de hacer en mí una barbaridad, que no sea sin oír antes las verdades evangélcas."

—Señor mío, hermano mío —le dijo, levantándose y tomando el tono sereno y cortés que usar solía para reprender a las malos—, perdone a mi pequeñez que se atreva a medirse con su grandeza. Cristo me lo manda; debo hablar y hablaré. Veo al Goliat ante mí, y sin reparar en su poder, me voy derecho a él con mi honda.

Es propio de mi ministerio amonestar a los que yerran; no me acobarda la arrogancia del que me escucha; mis apariencias humildes no significan ignorancia de la fe que profeso, ni de la doctrina que puedo enseñar a quien lo necesite. No temo nada, y si alguien me impusiera el martirio en pago de las verdades cristianas, al martirio iría gozoso. Pero antes he de decirle que está usted en pecado mortal, que ofende a Dios gravemente con su soberbia, y que si no se corrige, no le servirán de nada su estirpe, ni sus honores y riquezas, vanidad de vanidades, inútil peso que le hundirá más cuanto más quiera remontarse. La ira es daño gravísimo que sirve de cebo a las demás pecados, y priva al alma de la serenidad que necesita para vencer el mal en otras esferas. El colérico está vendido a Satanás, quien ya sabe cuán poco tiene que luchar con las almas que fácilmente se inflaman en rabia. Modere usted sus arrebatos, sea cortés y humano con los inferiores. Ignoro si siente usted el amor de Dios; pero sin el del prólimo, aquel grande amor es imposible, pues la planta amorosa tiene sus raíces en nuestro suelo, raíces que son el cariño a nuestros semejantes, y si estas raíces están secas, ¿cómo hemos de esperar flores ni frutos allá arriba? La sorpresa con que usted me escucha me prueba que no está acostumbrado a oír verdades como estas, y menos de un infeliz haraposo y descalzo. Por eso la voz de Cristo en mi corazón me dijo una y otra vez que entrase, sin temor a nada ni a nadie, y por eso entré y heme puesto delante del dragón. Abra usted sus fauces, alargue sus uñas, devóreme si gusta; pero expirando, le diré que se enmiende, que Cristo me manda aquí para llamarle a la verdad y anunciarle su condenación si no acude pronto al llamamiento.

Grande fue la sorpresa de Nazarín al ver que el señor de la Coreja, no sólo no se enfurecía oyéndole, sino que le oía con atención y hasta con respeto, no ciertamente humillándose ante el sacerdote, sino vencido del asombro que tales conceptos en boca de persona tan humilde le causaban.

—Ya hablaremos de eso —le dijo con calma—. Tengo una idea..., una idea que me atormenta..., porque has de saber que de algún tiempo acá la pérdida de la memoria es el mayor suplicio de mi vida y la causa de todas mis rabietas...

De repente se dio una palmada en la frente, y diciendo: "Ya la cogí. ¡Eureka, eureka!", se fue casi de un salto al cuarto próximo, dejando solo y cada vez más desconcertado al buen peregrino. El cual, como Belmonte dejara abierta la puerta, pudo verle en la estancia inmediata, que era al modo de biblioteca o despacho, revolviendo papeles de los muchos que sobre una gran mesa había. Ya pasaba la vista rápidamente por periódicos grandísimos, al parecer extranjeros; ya hojeaba revistas, y, por fin, sacó de un estante legajos que examinaba con febril presteza.

Duró esto cerca de una hora. Vio Nazarín que entraban criados en el despacho, que el señor les daba órdenes, por cierto con mejor modo que antes, y, por último, criados y señor desaparecieron por otra puerta que daba a las interioridades de aquel vasto edificio. Al quedarse solo el buen padrito examinó con más calma la habitación en que se encontraba; vio en las parades cuadros antiguos, religiosos, bastante buenos: San Juan reprendiendo a Herodes delante de Herodías; Salomé bailando; Salomé con la cabeza del Bautista; por otro lado, santos de la Orden de Predicadores, y en el testero principal, un buen retrato de Pío IX. Pues, Señor, seguía sin entender la casa, ni al dueño de ella, ni nada de lo que veía. Ya empezaba a temer que le abandonaran en aquel solitario aposento, cuando entró un criado a llamarle, y le dijo que le siguiera.

"¿Para qué me querrán? —se decía, atravesando tras el fámulo salas y corredores—. Dios sea conmigo, y si me llevan por aquí para meterme en una mazmorra, 0 arrojarme en una cisterna, o segarme el pescuezo, que me coja la muerte en la disposición que he deseado toda mi vida."

Pero la mazmorra o cisterna a que le llevaron era un comedor espacioso, alegre y muy limpio, en el cual vio la mesa puesta, con todo el lujo de fina loza y cristalería que se estila en Madrid, y en ella dos cubiertos no más, uno frente a otro. El señor de Belmonte, que allí estaba vestido de negro, el cabello y la barba muy bien atusados, camisa con pechera y cuello lustroso, señaló a Nazarín uno de las asientos.

—Señor —balbució el penitente, turbado y confuso —, ¿con esta facha mísera he de sentarme a mesa tan elegante?

—Que se siente, digo, y no me obligue a repetirlo —añadió el caballero, con más aspereza en la palabra que en el tono.

Comprendiendo que la gazmoñería no cuadraba a su humildad sincera, don Nazario se sentó. Una negativa insistente habría resultado más bien afectado orgullo que amor de la pobreza.

—Me siento, señor, y acepto el desmedido honor que usted hace, sentándole a su mesa, a un pobre de los caminos, que ayer fue mordido cruelmente por los perros de esta casa. Parte de lo que dije hace poco a usted, por mandato de mi Señor, queda sin efecto por este acto suyo de caridad. Quien tal hace, no es, no puede ser enemigo de Cristo.

—¡Enemigo de Cristo! ¿Pero qué está usted diciendo, hombre? —exclamó el gigante, del modo más campechano—.

¡Si Él y yo somos muy amigos!

—Bien... Pues si acepto su noble invitación, señor mío, le suplico me dé licencia para no alterar mi costumbre de comer tan sólo lo preciso para alimentarme. No, no me eche vino; no lo pruebo jamás, ni ninguna clase de licores.

—Usted come lo que quiere. No acostumbro molestar a mis invitados, haciéndoles rebasar la medida de su apetito. Se le servirá de todo, y usted come o no come, o ayuna, o se harta, o se queda con hambre, según le cuadre... Y en premio de esta concesión, señor mío, yo, a mi vez le pido me dé licencia...

—¿Para qué? No la necesita usted para mandarme cuanto se le ocurra.

—Licencia para interrogarle...

—¿Sobre qué?

—Sobre los problemas pendientes, del orden social y religioso.

—No sé si mi escasísimo saber me permitirá contestarle con el acierto que usted, sin duda, espera de mí...

—¡Oh! Si empieza usted por disimular su ciencia, como disimula su condición, hemos concluido.

—Yo no disimulo nada; soy tal como usted me ve; y en cuanto a mi ciencia, si desde luego declaro que es mayor de lo que corresponde a la vida que llevo y a las trapos que visto, no la tengo por tan superior que merezca manifestarse ante persona tan ilustrada.

—Eso lo veremos. Yo sé poco; pero algo aprendí en mis viajes por Oriente y Occidente, algo también en el trato social, que es la biblioteca más nutrida y la major cátedra del mundo, y con lo que he podido observar, y un poquito de lectura, prestando atención excepcional a los asuntos religiosos, atesoro unas cuantas ideas que son para mí la propiedad más estimable. Pero ante todo.., ya rabio por preguntárselo.., ¿qué piensa usted del estado actual de la conciencia humana?