Nocturno de Diego Fallón
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Esta noche de luna, con su incorregible sentido de la oportunidad, ejercita sus iluminativas aptitudes de acuerdo con los más elocuentes endecasílabos de Diego Fallon. Así puede la memoria proyectarse con certidumbre hacia la centenaria estampa del poeta – cuya evocación requiere un fondo de esa luz azul y solemne que agranda las vidrieras en ciertos lamentables retratos de Beethoven- y resulta posible dedicarse a la conmovedora tarea de verificar los datos contenidos en su lírico informe acerca de la voltaria esfera. Cualquier viaje a la luna se complica siempre con la travesía de la adolescencia. El itinerario dirigido al examen y nomenclatura de sus regiones cruzará forzosamente los menos apacibles recuerdos que se tengan de la iniciación en la retórica. De ahí que al releer las estrofas de Diego Fallon para afrontar métricamente la integridad del plenilunio, se constate desde luego la potencia de aquellas siderales metáforas que instaladas en el escritorio de los quince años hacían recaer la jurisdicción lunar sobre la física de los surtidores o la historia de la música de cuerda. Diego Fallon era el lunático ejemplar. La órbita del satélite demarcaba con emocionante precisión el área de sus problemas morales y gramaticales. Fue de la luna un enamorado esencialmente escénico. La luna, espesa y blanca, se comportaba frente a él con ese aire de fatalidad y patetismo que cincuenta años después repitieron las mujeres del cinematógrafo italiano. En aquel siglo la luna obedeciendo instrucciones de Carlos Baudelaire, oprimía la garganta de las niñas para comunicarles “un perenne deseo de llorar”. El poker de sus faces regulaba la sismografía sentimental del mundo. Su influencia sobre los jardineros de la época era notoria en las novelas de amor. Y su cuarto menguante figuraba entre los documentos del suicida. Pero la decadencia de Pina Menichelli determinó reformas deliciosamente imprevistas en su vestuario, maquillaje y biografía. La luna se retiró a la vida pública, varió el curso de sus cejas y aprendió a tocar el ukelele. Hoy sus amantes eruditos y enfáticos indagan en las bibliotecas el paradero de la luna de antaño, la que surge del poema de Fallon con una fisonomía definitivamente arqueológica: la que consta en el álbum de las aldeas al lado del campanario, de la estrella y del tiple; la que reposa en los archivos de la botánica romántica junto con “el rosal florido” y con “las hojas de laurel marchitas”. Mientras tanto, la luna, olvidada de los lagos y de los árboles e ignorante del metro y de la rima, transita por las noches dela ciudad resbalando tras el diseño aerodinámico de los automóviles, compromete su voltaje en la comercial astronomía de los avisos luminosos y participa en el ritmo de todas las actualidades y velocidades. Por lo demás, ha ingresado al intramundo de la cinematografía para contribuir a la mayor fotogenia de los idilios trasatlánticos y llevar sus rayos ondulados estrictamente como los cabellos de Peggy Hopkins Joyce.Texto anterior: Croquis de Barrancabermeja