Noli me tangere (Sempere ed.)/I
I
Una reunión
A fines de Octubre, don Santiago de los Santos, conocido vulgarmente con el nombre de Capitán Tiago, daba una cena, que era el tema de todas las conversaciones en Binondo, en los demás arrabales y hasta dentro de la ciudad. Capitán Tiago pasaba entonces por el hombre mas rumboso, y sabía todo el mundo que su casa, como su país, no cerraba las puertas á nadie, como no fuese á las innovaciones provechosas y á las ideas nuevas y atrevidas.
Con la rapidez del relámpago corrió la noticia en el mundo de los parásitos que Dios crió en su infinita bondad y tan cariñosamente multiplica en Manila.
Dábase esta cena en una casa de la calle de Anloague. Era un edificio bastante grande, cons truído al estilo del país y situado á orillas del río Pasig, llamado por algunos ría de Binondo, y que desempeña, como todos los rios de Manila, el múltiple papel de baño, alcantarilla, lavadero, pesquería, medio de transporte y comunicación y hasta proporciona agua potable si lo tiene por conveniente el chino aguador. Es de notar que esta poderosa arteria del arrabal, en donde abunda más el tráfico, apenas cuenta con un viejo puente de madera, en una distancia de más de un kilómetro.
La casa á que aludimos es algo baja y de líneas no muy correctas: no sabemos si esto es debido á los huracanes y terremotos ó á la poca ciencia del arquitecto. Una ancha escalera de verdes balaustres conduce desde el zaguán ó portal, enlosado de azulejos, al piso principal, entre macetas de flores, colocadas sobre pedestales de loza china de abigarrados colores y fantásticos dibujos.
Puesto que no hay porteros ni criados que pidan el billete de invitación, subiremos, lector amigo, si es que te atraen los acordes de la orquesta, la luz y el halagüeño ruido de la vajilla y los cubiertos y quieres ver cómo son las reuniones allá en la Perla de Oriente. Con gusto te ahorraría la descripción de la casa, pero no lo hago porque es esta una cuestión demasiado importante, pues los mortales en general somos como las tortugas: valemos y nos clasifican según nuestras conchas.
Al subir, nos encontramos de golpe en una espaciosa estancia, llamada allí caida no sé por qué que esta noche sirve de comedor al mismo tiempo que de salón de orquesta. Hay en medio una larga mesa, adornada lujosamente, que brinda dulces promesas á los invitados y amenaza á las tímidas jóvenes, á las sencillas dalagas, con dos horas mortales en compañía de gentes extrañas, cuyas conversaciones suelen tener un carácter muy particular.
Contrastan con los preparativos del pantagruélico festín, los abigarrados cuadros de las paredes, que representan asuntos religiosos como El Purgatorio, El Infierno, El Juicio final y la muerte del Justo. Vese también en el fondo, aprisionado en un espléndido y elegante marco estilo del Renacimiento, tallado por Arévalo, un curioso lienzo de grandes dimensiones, en el cual hay representadas dos viejas y que lleva al pie la siguiente inscripción: Nuestra Señora de la Paz y Buen viaje, que se venera en Antipolo, y que bajo el aspecto de una mendiga visita en su enfermedad á la piadosa y célebre capitana Inés. La composición, si no revela mucho gusto ni arte, tiene en cambio sobrado realismo: la enferma parece un cadáver por los tintes amarillos y violáceos de su rostro, y los vasos y demás objetos que suelen encontrarse en las habitaciones de los enfermos esán reproducidos tan minuciosamente, que se ven hasta sus contenidos.
Cuelgan del techo preciosas lámparas de China, azules y plantas aéreas. Por el lado que mira al río, unos caprichosos arcos de madera, medio chinescos, dan paso á una azotea cubierta con enredaderas y alumbrada por farolitos de papel de to dos colores.
Sobre una tarima de pino está el magnífico piano de cola, de un precio exorbitante. Y finalmente completa el adorno del salón un gran retrato al óleo de un hombre vestido de frac, tieso y recto como el bastón de borlas que lleva entre sus rigidos dedos, cubiertos de anillos.
La sala está casi llena de gente: los hombres separados de las mujeres como en las iglesias y las sinagogas. El sexo bello está representado por unas cuantas jóvenes españolas y filipinas. Abren la boca con un bostezo, pero la tapan al instante con sus abanicos; apenas murmuran algunas palabras; todas las conversaciones que comienzan mueren entre monosílabos, con un ruido sibilante, como el que se escucha en los templos silenciosos. ¿Acaso las imagenes de las Vírgenes que cuelgan de las paredes las obligan á guardar la compostura y el silencio religiosos, ó es que aquí las mujeres son diferentes á las demás?
La única que recibía á las señoras era una vieja, prima del capitán Tiago, de facciones bondadosas y que hablaba bastante mal el castellano. Toda su política y urbanidad consistían en ofrecer á los españoles una bandeja de cigarros y buyos[1], y en dar á besar la mano á las filipinas, exactamente como los frailes. La pobre anciana concluyó por aburrirse, y oyendo el ruido de un plato que se había roto en la cocina, salió precipitadamente, murmurando:
—¡Jesús! ¡Jesús! ¡Tengan la bondad de dispensar! ¡Voy á ver qué hacen aquellos indignos!
Y no volvió á aparecer.
En cuanto á los hombres, mostrábanse más parlanchines. Algunos cadetes hablaban con animación, pero en voz baja, señalando con el dedo á varias personas de la sala y riéndose con disimulo; en cambio dos extranjeros, vestidos de blanco, cruzadas las manos detrás y sin decir palabra, paseábanse de un extremo á otro de la sala, como hacen los viajeros aburridos sobre la cubierta de un buque. Todo el interés y la animación partían de un grupo formado por dos religiosos, dos paisanos y un militar, alrededor de una mesita en que se veían botellas de vino y bizcochos ingleses.
El militar era un viejo teniente, alto, de fisonomía adusta: parecía un duque de Alba rezagado en el escalafón de la Guardia civil; hablaba poco y con dureza.
Uno de los frailes, un joven dominico, pulcro y brillante como sus gafas de montura de oro, afectaba una temprana gravedad: era el cura de Binondo, y en otros tiempos había desempeñado una cátedra en San Juan de Letrán. Tenía fama de consumado dialéctico. Hablaba poco y parecía pesar sus palabras.
Por el contrario, el otro, que era un franciscano, hablaba mucho y gesticulaba más. A pesar de que sus cabellos empezaban á encanecer, conservábase todavía joven y robusto. Sus duras facciones, su mirada poco tranquilizadora y hercúleas formas le daban el aspecto de un patricio romano disfrazado, y al verlo se acordaba uno de aquellos tres frailes de que habla Heine en sus «Dioses en el destierro», que por el mes de Septiembre, allá en el Tyrol, pasaban á media noche en una barca por un lago, y al depositar en la mano del pobre barquero una moneda de plata, fría como el hielo, lo dejaban lleno de espanto.
Uno de los paisanos, un hombre pequeñito, de barba negra, sólo tenía de notable la nariz, de extraordinarias dimensiones; el otro, un joven rubio parecía recién llegado al país. Con éste sostenía el franciscano una viva discusión.
—Ya lo verá—decía el fraile;—cuando esté en el país algunos meses se convencerá de lo que le digo; una cosa es gobernar en Madrid y otra es estar en Filipinas.
—Pero...
—Yo, por ejemplo—continuó fray Dámaso cortando la palabra á su interlocutor,—yo que cuento ya veintitrés años de plátano y morisqueta[2] puedo hablar con autoridad sobre ello. No me salga usted con teorías ni retóricas; yo conozco al indio mejor que nadie. Desde que llegué al país fuí destinado á un pueblo pequeño y allí tuve ocasión de estudiar á estas gentes con completa calma.
—No comprendo que tenga eso nada que ver con el desestanco del tabaco!—pudo contestar al fin el joven rubio, mientras que el franciscano tomaba una copita de Jerez.
Fray Dámaso, lleno de sorpresa, estuvo á punto de dejar caer la copa. Quedóse un momento mirando de hito en hito al joven, y
—¿Cómo? ¿cómo?—exclamó después con la mayor extrañeza.—Pero ¿es posible que no vea usted lo que está más claro que la luz del día? ¿No ve usted, hijo de Dios, que todo esto prueba palpablemente que las reformas de los ministros son irracionales?
Esta vez fué el rubio el que se quedó perplejo; el teniente arrugó las cejas; el hombre pequeñito movía la cabeza como para dar la razón á fray Dámaso. El dominico permanecía indiferente y casi de espaldas
—¿Cree usted?...—pudo al fin preguntar muy serio el joven, mirando lleno de curiosidad al fraile.
—¿Que si creo? ¡Como en el Evangelio! ¡El indio es tan indolente!
—¡Ah! Perdone usted—dijo el joven acercando un poco su silla.—¿Existe verdaderamente esa indolencia en los naturales, ó sucede lo que afirma un viajero extranjero, que es sólo una invención para disculpar nuestra propia indolencia, nuestro atraso y nuestro absurdo sistema colonial?
—¡Ca! ¡Envidias! Pregúnteselo al señor Laruja, que tan bien conoce el país; pregúntele si la ignorancia y la indolencia del indio tienen igual.
—En efecto—contestó el hombre pequeñito, que era el aludido;—en ninguna parte del mundo existe ser más indolente que el indio: ¡en ninguna parte!
—¡Ni otro más vicioso ni más ingrato!
—¡Ni más mal educado!
El joven rubio se puso á mirar con inquietud á todas partes.
—Señores—dijo en voz baja,—creo que estamos en casa de un indio; esas señoritas...
—¡Bah! ¡No sea usted tan aprensivo! Santiago no se considera como indio, y además no está presente, y... ¡aunque estuviera! Esas son tonterías de los recién llegados. Deje que pasen algunos meses; cambiará de opinión cuando haya frecuentado muchas fiestas y bailújans, dormido en loe catres y comido mucha tinola.
—¡Eso que usted llama tinola es una fruta de la especie del loto, que vuelve á los hombree así como olvidadizos?
—¡Qué loto ni qué lotería!--contestó riendo el padre Dámaso.—Tinola es un guisado de gallina y calabaza. ¿Cuánto tiempo hace que ha llegado usted?
—Cuatro días—contestó el joven algo picado.
—¿Viene como empleado?
—No, señor; vengo por cuenta propia, para conooer el país.
—¡Hombre, qué pájaro más raro!--exclamó fray Dámaso mirándole con curiosidad.
—Decía vuestra reverencia, padre Dámaso—interrumpió bruscamente el dominico cortando la conversación,—que ha estado veinte años en el pueblo de San Diego y lo ha dejado. ¿No estaba vuestra reverencia contento en el pueblo?
Fray Dámaso, á esta pregunta, hecha con un tono tan natural y casi negligente, perdió la alegría y dejó de reir.
—No!—gruñó secamente, y se dejó caer con violencia contra el respaldo del sillón.
El dominico prosiguió en tono más indiferente aún:
—Debe de ser muy doloroso dejar á un pueblo que se conoce como el hábito que se lleva. Yo, al menos, sentí dejar Camiling, y eso que estuve pocos meses... pero los superiores lo hacían para bien de la comunidad...
Fray Dámaso, por primera vez en aquella noche, parecía muy preocupado. De repente dió un puñetazo sobre el brazo de su sillón, y respirando con fuerza exclamó:
—¡Hay religión ó no la hay! Los curas son libres ó no lo son! ¡El pais se pierde, está perdido!
Y volvió á dar otro puñetazo.
Toda la gente de la sala, sorprendida, se volvió hacia el grupo. Los dos extranjeros, que se paseaban, paráronse un momento, hicieron una mueca y continuaron acto seguido su paseo.
—¿Qué quiere usted decir—preguntó el teniente frunciendo las cejas.
—¿Qué quiero decir...—repitió fray Dámaso alzando más la voz y encarándose con su interlocutor.—¡Digo lo que me da la gana! Quiero decir que cuando el cura arroja del cementerio el cadáver de un hereje, nadie, ni el mismo rey, tiene derecho á mezclarse, y menos á imponer castigos. Y sin embargo, el general, esa calamidad con entorchados, se mete en todo.
—¡Padre, su excelencia es Vicerreal Patronato!—gritó el militar levantándose
—¡Qué Vicerreal Patronato ni qué niño muerto! —contestó el franciscano levantándose también.—En otro tiempo se le hubiera arrastrado, como ya hicieron una vez las corporaciones con el impío gobernador Bustamante. ¡Aquellos sí que eran tiempos de fe!...
—Le advierto que yo no permito... ¡Su excelencia representa á S. M. el rey!
—¡Qué rey ni qué Roque! Para nosotros no hay más rey que el legítimo...
—¡Alto!—gritó el teniente, amenazador y como si se dirigiese á sus soldados.—O usted retira cuanto ha dicho ó mañana mismo doy parte á su excelencia...
—¡Vaya usted ahora mismo, vaya usted!—contestó con sarcasmo fray Dámaso, acercándose con los puños cerrados.—¿Cree ueted que porque llevo hábitos me faltan?... ¡Vaya usted! ¡Si quiere le prestaré mi coche!
La cuestión se agriaba cada vez más. Afortunadamente intervino el dominico.
—Señores!—dijo en tono de autoridad,—no hay que confundir las cosas ni buscar ofensas donde no las hay. Debemos distinguir en las palabras de fray Dámaso las del hombre de las del sacerdote. Las de éste, como tal, jamás pueden ofender, pues provienen de la verdad absoluta. En las del hombre hay que hacer una distinción: las que dice ab irato, las que dice ex ore, pero no in corde, y las que dice in corde. Estas últimas son las que únicamente pueden ofender, y eso según: si ya in mente preexistían por un motivo ó solamente vienen per accidens en el calor de la conversación.
—Pues yo, por accidens y por mí, sé los motivos, padre Sibyla!—interrumpió el militar, que comenzaba á embrollarse con tantas distinciones.—Sé los motivos y los va á oir vuestra reverencia. Durante la ausencia del padre Dámaso, enterró el coadjutor el cadáver de una persona dignísima, sí señor, dignísima, yo tuve el gusto de tratarla y me hospedé en su casa varias veces. ¿Que no se confesaba nunca? ¿Y qué? ¡Tampoco yo me confieso! Pero decir que se ha suicidado es una calumnia. Un hombre como él, que tiene un hijo en quien cifra su cariño y esperanzas, un hombre que tiene fe en Dios, que conoce sus deberes para con la sociedad, un hombre honrado y justo no se suicida.
Y volviendo la espalda al franciscano continuó:
—Pues bien; este fraile, á su vuelta al pueblo, después de maltratar al pobre coadjutor, ha hecho desenterrar y sacar fuera del cementerio el cadáver de mi infortunado amigo, para enterrarlo no sé dónde. El pueblo de San Diego ha tenido la cobardía de no protestar; verdad es que muy pocos lo supieron. El muerto no tenía ningún pariente y su hijo único está en Europa. Sin embargo, se enteró su excelencia, y, como es hombre de recto corazón, no consintió que quedase semejante atropello sin castigo. El padre Dámaso fué trasladado inmediatamente á otro pueblo. Esta es la historia. Ahora haga vuestra reverencia todas las distinciones que quiera.
Y dicho esto se alejó del grupo.
—Siento mucho haber tocado, sin saberlo, una cuestión tan delicada—dijo el padre Sibyla con pesar. Pero al fin, si se ha ganado en el cambio pueblo...
—¡Qué se ha de ganar!—interrumpió balbuciente, sin poderse contener de ira fray Dámaso.
Poco á poco volvió la tranquilidad á la reunión.
Habían llegado otras personas, entre ellas un viejo español, cojo, de fisonomía bondadosa y dulce, apoyado en el brazo de una vieja filipina, llena de rizos y pinturas, vestida á la europea.
El grupo les saludó amistosamente; el doctor Espadaña, que era el recién llegado, y su señora la doctora doña Victorina, se sentaron entre nuestros conocidos.
—¿Pero me puede usted decir, señor Laruja, dónde está el dueño de la casa? Yo todavía no le he sido presentado—dijo el joven rubio.
—Dicen que ha salido; yo tampoco le he visto.
—¡Aquí no hay necesidad de presentaciones! intervino fray Dámaso.—Santiago es un hombre de buena pasta.
—Un hombre que no ha inventado la pólvora—añadió Laruja.
—¡También usted, señor de Laruja!—exclamó con meloso reproche doña Victorina, abanicándose. ¿Cómo iba el pobre á inventar la pólvora si muchos siglos antes de que él naciera ya los chinos la habían inventado?.
—¿Los chinos?¿Está usted loca?—exclamó fray Dámaso.—¡Quite usted! La ha inventado un franciscano, uno de mi orden, fray no sé cuántos Savalls, en el siglo... VII.
—¡Un franciscano! Bueno, quizás estuviese en China de misionero ese padre Savalls—replicó la señora, que no se dejaba convencer tan fácilmente.
—Schwartz querrá usted decir, señora—repuso fray Sibyla sin mirarla.
—No lo sé; fray Dámaso ha dicho Savalls; ¡yo no hago más que repetir!
—¡Bien! Savalls ó Chevás, ¿qué más da?—replicó malhumorado el franciscano.
—Y en el siglo XIV, no en el VII—añadió el dominico en tono de corrección, como para mortificar el orgullo del otro.
—¿Antes ó después de Cristo?— preguntó con gran interés doña Victorina.
Felizmente para el interrogado, dos nuevos personajes entraron en la sala, distrayendo la atención de todos.