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Noli me tangere (Sempere ed.)/XXI

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XXI

El banquete

Ibarra había ido á casa á cambiarse de ropa, Estaba concluyendo de arreglarse, cuando un criado le anunció que un campesino preguntaba por él.

Suponiendo fuese uno de sus trabajadores, ordenó le introdujesen en su despacho.

Pero con gran extrañeza, se encontró con la misteriosa figura de Elías.

—Me habéis salvado la vida-dijo éste en tagalo;-os he pagado mi deuda á medias y no tenéis nada que agradecerme, antes al contrario. He venido para pediros un fa vor...

—Habla!-contestó el joven en el mismo idioma, sorprendido de la gravedad de aquel campesino.

Elías fijó algunos segundos su mirada en los ojos de Ibarra y repuso: -Cuando la justicia quiera aclarar este misterio, os suplico no habléis á nadie de la advertencia que os hice en la iglesia.

— Descuida-contestó el joven;-sé que te persiguen, pero yo no soy ningún delator.

—10 ino es por mí, no es por mí!-exclamó con viveza y altivez Elías;-es por vos: yo no temo nada.

La sorpresa de nuestro joven se aumentó: el tono con que hablaba aquel hombre era nuevo y no parecía estar en relación ni con su estado ni con su fortuna.

—¿Qué quieres decir?

— Procuraré expresarme con claridad. Para mayor seguridad vuestra, es menester que os tengan por desprevenido y confiado vuestros enemigos.

—Mis enemigos? ¿Tengo yo enemigos?

—Todos los tenemos, señor! Ibarra miró en silencio á Elías.

—Tú no eres piloto ni campesino!-murmuró.

—Tenéis enemigos-continuó Elías sin advertir las palabras del joven;-vuestro padre y vuestro abuelo tuvieron también enemigos porque tampoco eran seres vulgares, y en la vida no son los criminales los que más odios provocan.

Conoces á mis enemigos?

—Conocí á uno, al que ha muerto-repuso.- Ayer noche descubri que algo tramaba contra vos por algunas palabras que cambió con un desconocido. «A este no le comerán los peces como á su padre: ya verás mañana»-decía.-Estas palabras lamaron mi atención, pues el que las pronunciaba hacía días se había presentado al maestro de obras con el deseo de dirigir los trabajos de la colocación de la piedra, no pidiendo gran salario y haciendo gala de grandes conocimientos. Yo no tenía motivo suficiente para creer en su mala voluntad, pero algo en mí me decía que mis presunciones eran ciertas, y por esto escogí para advertiros una ocasión en que no pudieseis hacerme preguntas.

Lo demás ya lo visteis.

Siento que ese hombre haya muerto!-repuso Ibarra.-De él se habría podido saber algo más!

—Si hubiese vivido se habría librado del castigo. No tengáis duda, el criminal debía tener cómplices poderosos. Por esto he venido á advertiros que viváis sobre aviso.

—Gracias! Antes de marcharte dime quién eres. ¿Cuándo te volveré á ver?

—Siempre que queráis y siempre que os pueda ser útil. Aun soy vuestro deudor.

Y aquel hombre extraño salió precipitadamente del despacho, dejando á Ibarra sumido en la mayor confusión.

Repúsose al fin, y decidió volver al sitio de la fiesta, donde le estaban esperando.

Bajo el adornado kiosco comían los grandes hombres de la provincia.

El alcalde ocupaba un extremo de la mesa; Ibarra el otro. A la derecha del joven se sentaba María Clara y el escribano á su izquierda. Capitán Tiago, el alférez, el gobernadorcillo, los frailes, los empleados y las pocas soñoritas que se habían quedado se sentaban, no según su rango, sino según sus aficiones.

La comida era bastante animada y alegre, A la mitad de ella llegó un empleado de telégrafos con un parte para Capitán Tiago.

—Señores!-dijo éste todo azorado.-Su exc8- lencia el capitán general viene esta tarde á honrar mi casa! Y echó á correr sin nada á la cabeza y con la servilleta colgada al cuello.

El anuncio de la venida de los tulisanes no habría producido más efecto.

—Pero oiga usted! ¿Cuándo viene? ¡Uuéntenos usted!...

Capitán Tiago ya estaba lejos.

—¡Viene su excelencia y se hospeda en casa de Capiián Tiago!-exclamaron algunos sin considerar que estaban ailí la hija y el futuro yerno.

La elección no podía ser mejor!-repuso éste.

Los frailes se miraron unos á otros. La mirada quería decir: <El capitán general comete una de las suyas; nos ofende no hospedándose en el convento, > —Ya me habían hablado de eso ayer-dijo el alcalde,-pero entonces su excelencia no estaba aún decidido.

—¡Aquí vienen otros partes!

·Eran para el alcalde, el alférez y el gobernadorcillo: los frailes tuvieron otro disgusto al ver que ninguno iba dirigido á ellos.

—¡Su excelencia llegará á las cuatro de la tarde, señores!-dijo el alcalde solemnemente;-podemos comer con tranquilidad.

La conversación volvió á tomar su curso ordinario.

—Noto la ausencia de nuestro gran predicador!

—dijo timidamente uno de los empleados, de aspecto inofensivo, que no había abierto la boca hasta el momento de comer y hablaba ahora por primera vez en toda la mañana.

Todos los que sabían la historia del padre de Crisóstomo hicieron un movimiento y un guiño que querían decirle: «Te has lucido! ¡Al primer tapón, zurrapa!» Pero algunos más benévolo8 contestaron: -Debe estar algo cansado.

Qué algo?- exclamó el alférez.-Rendido debe estar, ó como dicen por aquí, malunqueado.

¡Czidado con la plática!

—Un sermón soberbio, gigante!-dijo el escribano., Magnifico, profundo!-añadió el corresponsal.

—Para poder hablar tanto se necesita tener grandes pulmones-obser vó el padre Manuel Martín.

El agustino no le concedía más que pulmones.

Para que se cumpliese una vez más el refrán de que ccuando se habla del ruin de Roma, pronto asoma», no tardó en presentarse en el lugar del festín el padre Dámaso.

Esta ban ya en los postres y el champaña espumaba en las copas.

El padre Dámaso sonrió nerviosamente cuando vió á MaríaClara sentada á la derecha de Crisóstomo; pero tomando una silla al lado del alcalde, preguntó en medio de un silencio significativo: -¿Se hablaba de algo, señores? ¡Continúen ustedes!

—Se brinda-contestó el alcalde.-El señor Ibarra mencionaba á cuantos le habían ayudado en su filantrópica empresa y hablaba del arquitecto cuando vuestra reverencia...

—Pues yo no entiendo de arquitectura-interrumpió el padre Dimaso,-pero me río de los arquitectos y de los bobos que á ellos acuden. Yo iracé el plano de esa iglesia, y está construída perfectamente. ¡Para trazar un plano basta tener dos dedos de frente!

—Sin embargo-repuso el alcalde, viendo que Ibarra se callaba,-cuando se trata de ciertos edificios, por ejemplo, como esta escuela, necesitamos un perito...

—Peritos!-exclamó con burla el padre Dámaso.-Hay que ser más bruto que los indios, que se levantan sus propias casas, para no saber hacer construir cuatro paredes y ponerles una cubierta...

Todos miraron á Ibarra; pero éste, si bien se puso pálido, siguió conversando con María Clara.

—Pero considere usted...

—Vea usted--continuó el franciscano, no dejando hablar al alcalde,-vea usted cómo un lego nuestro, el más bruto que tenemos, ha construído un hospital. Hacía trabajar bien y no pagaba más que ocho cuartos diarios, aun á los que tenían que venir de otros pueblos. Ese sabía tratarlos, no como muchos chiflados y mesticillos que los echan á perder, pagándole tres ó cuatro reales.

—¿Dice V. R. que sólo pagaba ocho cuartos? ¡Imposible!

—Sí, señor, y eso debían imitar los que se precian de buenos españoles. Ya se ve, desde que el canal de Suez se ha abierto, la corrupción ha venido acá. Antes, cuando teníamos que doblar el Cabo, ni venían tantos perdidos, ni iban allá otros á perderse!

—Pero ¡padre Dámaso!...

—Usted ya conoce lo que es el indio; tan pronto como aprende algo se las echa de doctor. Todos esos mocosos que van á Europa...

—Pero joiga V. R!...-interrumpió el alcalde, que se inquietaba por lo agresivo de aquellas palabras.

—Todos van á acabar como merecen; la mano de Dios se ve en medio; se necesita estar ciego para no verlo. Ya en esta vida reciben el castigo los padres de semejantes víboras... se mueren en la cárcel, je! jje! como si dijéramos, no tienen donde...

Pero no concluyó la frase. Ibarra, lívido, le había seguido con la vista; al oir la alusión á su padre, se levantó y de un salto dejó caer su robusta mano sobre la cabeza del sacerdote, que cayó de espaldas atontado.

Llenos de sorpresa y terror, ninguno se atrevió á intervenir.

—Lejos!-gritó el joven con voz terrible, y extendió su mano á un afilado cuchillo, mientras sujetaba con el pie el cuello del fraile.-¡El que no quiera morir que no se acerque! Ibarra estaba fuera de sí; su cuerpo temblaba, sus ojos giraban en sus órbitas amenazadores.

Fray Dámaso, haciendo un esfuerzo, se levantó, pero él, cogiéndole del cuello, le sacudió hasta ponerle de rodillas y doblarle.

Señor Ibarra! ¡Señor Ibarra!-balbucearonalgunos.

Pero ninguno, ni el mismo alférez, se atrevía á acercarse, viendo el cuchillo brillar, calculando la fuerza y el estado de ánimo del joven. Todos se sentían paralizados.

El joven respiraba trabajosamente, pero con brazo de hierro seguía sujetando al franciscano, que en vano pugnaba por desasirse.

—Sacerdote de un Dios de paz, que tienes la boca llena de santidad y religión y el corazón de miserias, tú no debiste conocer lo que es un padre... cuando te atreves á ofender de ese modo la memoria del mío! ¡Miserable! La gente que le rodeaba, creyendo que iba á cometer un asesinato, hizo un movimiento.

—Lejos!-volvió á gritar con voz amenazadora; -¿qué? ¿teméis que manche mis manos con la sangre de este reptil? ¡Si, quiero matarlo, quiero vengar al autor de mis días! Mi padre era un hombre honrado; preguntadlo á ese pueblo que venera su memoria. Mi padre era un buen eindadano, que se ha sacrificado por el bien de su país. Su casa estaba abierta, su mesa dispuesta para el extranjero 6 el desterrado que acudía á él en su miseria! Era buen cristiano: hizo siempre el bien y jamás oprimió al desvalido, ni acoogojó al miserable... A este canalla le abrió las puertas de su casa, le hizo sentar á su mesa para que saciase su gula desmedida y le llamó su amigo. ¿Cómo correspondió á este desinterés y á esta amistad?... Calumnián dolo, persiguiéndolo, armando contra él la ignorancia, ultrajando su tumba, deshonrando su memoria.

Ahora quiere repetir con el hijo lo que ha hecho con el padre. Yo he huído de él, he evitado su presencia. Vosotros le oisteis esta mañana profanar el púlpito, señalándome al fanatismo popular, y yo me he eallado. Ahora viene aquí á buscar querella eonmigo y á insultarme delante de todos.

No lo volverá á hacer! ¡No lo volverá á hacer! Levantó el brazo; pero una jo ven, rápida como el pensamiento, se puso en medio y con sus delicadas manos lo detuvo: era María Clara.

Ibarra la miró con una mirada que parecía reflejar la locura. Poco á poco se aflojaron los crispados dedos de sus manos, dejando caer el cuerpo del franciscano y el cuchillo, y cubrién dose la cara huyó á tra vés de la multitud.