Noli me tangere (Sempere ed.)/XXV

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Noli me tángere
El pais de los frailes (1902) de José Rizal
La gallera
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

XXV

La gallera

Para santificar la tarde del domingo se ya generalmente á la gallera en Filipinas, como á los toros en España. La riña de galloe, pasión introducida en el país y explotada hace un siglo, es uno de los vicios del pueblo, peor que el opio entre los chinos; allf va el pobre á arriesgar lo que tiene, deseoso de ganar dinero sin trabajar; allí va el rico para distraerse empleando el dinero que le sobra de sus festines y misas de gracia. El gallo es el favorito del indio, come y se acuesta con él y lo rodea de más cuidados y atenciones que al propio hijo.

Puesto que el gobierno lo permite y hasta casi lo recomienda, mandando que el espectáculo sólo se dé en las plazas públicas, en dias de fiesta (para que todos puedan verlo y el ejemplo cunda) después de la misa mayor hasta el obscurecer, vamos nosotrOS á asistir á este juego, donde seguranente encontraremos á algunos conocidos.

La gallera de San Diego no se diferencia de las de otros pueblos más que en algunos detalles. Consta de tres departamentos: el primero, ó sea la entrada, es un gran rectángulo de unos veinte metros de largo por catorce de ancho; á uno de sus lados se abre una puerta, que, generalmente, suele guar dar una mujer, encargada de cobrar el sa pintú, ó sea el derecho de entrada. De esta contribución que cada uno pone allí percibe el gobierno una parte, algunos miles de pesos al año. Dicen que con este dinero, con que el vicio paga su libertad, se levantan escuelas, se construyen puentes y calzadas, se instituyen premios para fomentar la agricultura y el comercio... ¡Bendito sea el vicio que tan buenos resultados produce! En este primer recinto están las vendedoras de buyo, cigarros, golosinas y comestibles. Y allí pululan los muchachos que acompañan á sus padres ó parientes que les inician en los secretos de la vida.

Este recinto comunica con otro de proporciones un poco mayores, una especie de foyer donde el público se reune antes de las soltadas. Allí están la mayor parte de loz gallos, sujetos por una cuerda al suelo, mediante un clavo de hueso ó de palma brava; allí están los tahures, los aficionados y el perito atador de la navaja; allí se contrata, se medita, se pide prestado, se maldice y se ríe á carcajadas... Aquél acaricia su gallo pasándole la mano por encima del brillante plumaje; éste examina y cuenta las escamas de las patas; unOs refieren las hazañas de los combatientes; otros, con el semblante mohino, llevan de las patas un cadáver desplumado... El animal que fué el favorito durante meses, mimado, cuidado día y noche, ahora no es más que un cadáver y va á ser vendido por una peseta, para ser guisado con jengibre y comido aquella misma noche.

El perdidoso vuel ve al hogar, donde le esperan su inquieta mujer y sus hijos, sin su dinero y sin el gallo.

En este foyer disouten los inteligentes, contemplan, extienden las alas y palpan los músculos de los animales destinados á la pelea. Unos van muy bien vestidos, seguidos y rodeados de los partidarios de sus gallos; otros, sucios, con el sello del vicio marcado en el escuálido semblante, siguen ansiosos los movimientos de los ricos y atienden á las apuestas, porque la bolsa puede vaciarse, pero no saciarse la pasión. Allí no hay rostro que no esté animado; allí desa parece el filipino indolente, apático y ca!lado, y se con vierte en un hombre vociferador, inquieto y vehemente.

De este lugar se pasa á la arena, que llaman Rueda. El piso, cercado de cañas, es más elevado que el de los dos anteriores, En los lados hay graderías para los jugadores. Durante el combate se Ilenan estas graderías de hombres y muchachos que gritan, sudan, riñen y blasfeman. En la Rueda están los prohombres, los ricos, los tahures famo- BOS, el contratista y el sentenciador. Sobre el suelo, apisonado perfectamente, luchan los animales, y desde allí distribuye el destino á las familias alegrías ó tristezas.

A la hora que entramos vemos ya al gobernadorcillo, á Capitán Pablo, Capitán Basilio y á un tal Lucas, hermano del hombre amarillo muerto por la cabria.

Capitán Basilio se acerca á uno del pueblo y le pregunta: -Sabes qué gallo trae Capitán Tiago?

—No lo sé, señor; esta mañana le han llegado dos; uno de ellos es el lasak que ganó al talisain.

—¿Crees que mi bulik puede luchar con él?

—¡Ya lo creo! ¡Pongo mi casa y mi camisa! En aquel momento llegaba Capitán Tiago. Vestía, como los grandes jugadores, camisa de lienzo Cantón, pantalón de lana y sombrero de jipijapa.

Detrás iban dos criados llevando el lasak, gallo blanco de colosales dimeneiones.

—Sinang me ha dicho que María estaba enferma —dijo Capitán Basilio.

—Si; á causa de los disgustos de estos días; pero ya está mejor.

—¿Perdió usted anoche?

—Un poco; ya sé que usted ha ganado; voy á ver si me desquito.

—¿Quiere usted jugar el lasak?-preguntó Capitán Basilio mirando el gallo y pidiéndoselo al criado.

Según, si hay apuesta.

—¿Cuánto pone usted?

—Menos de dos no lo juego.

—¿Ha visto usted mi bulik?-preguntó Capitán Basilio, y llamó á un hombre que cuida ba un pequeño gallo.

Capitán Tiago lo examinó, y después de pesarlo y de analizar las escamas lo devolvió al criado.

—¿Cuánto pone usted?

—Lo que usted.

—¿Dos y quinientos?

—Tres? ¡Tres!

—¡Para la siguiente! El corro de curiosos y jugadores esparce la noticia de que van á jugar dos célebres gallos; ambos tienen su historia y su fama conquistada. Todos quieren ver á las dos celebridades, emiten opiniones y hacen profecfas.

Entretanto, las voces crecen, aumenta la confusión y el público invade la Rueda y asalta las graderías. Los soltadores llevan á la arena dos gallos, uno blanco y otro rojo, armados ya, pero con las navajas en vainadas toda vía.

Se oyen gritos jal blanco! jal blanco! á los cuales contesta alguna que otra voz jal rojo! El blanco era el llamado y el rojo el dejado.

Entre la multitud circulan algunos guardias civiles; no lle van el uniforme del benemérito caerpo, pero tampoco van de paisano. Visten pantalón de guingón con frarja roja, camisa manchada de azul de la blusa desteñida y gorra de cuartel.

Apuestan á la vez que vigilan, riñen y entran con el pretexto de mantener el orden.

Mientras se grita se tienden las manos, agitando monedas y haciéndolas sonar; mientras se busca en los bolsillos el último ochavo ó se empeña la palabra prometiendo vender el carabao ó la próxima cosecha, dos jóvenes, hermanos al parecer, siguen con ojos envidiosos á los jugadores, se acercan, murmuran-tímidas palabras que nadie escucha, se ponen cada vez más sombríos y se miran entre si con disgusto y despecho.

Lucas los obser va con disimulo, sonríe malignamente, hace sonar monedas de plata, pasa cerca de los dos hermanos y mira hacia la Rueda, gritando: -Pago cincuenta, cincuenta contra veinte por el blanco!

—Ya te decía yo-murmuraba el mayor-que no apostases todo el dinero. ¡Si me hubieses obedecido tendríamos ahora para el rojo! El menor se acercó tímidamente á Lucas y le tocó en el brazo.

—Eres tú?-exclamó éste volviéndose y fingiendo sorpresa.-¿Acepta tu hermano mi proposición ó vienes á apostar? ¿Cómo quieres que apostemos si lo hemos dido todo?

—Entonces aceptáis?

—El no quiere! ¡Si pudieses prestarnos algo, ya que dices que nos conoces!...

—Si que os conozco; sois Társilo y Bruno, jóvenes y fuertes. Sé que vuestro valiente padre murió de resultas de los cien azotes diarios que le daban esos soldados; sé que no pensáis vengarle...

—No te entrometas en nuestra vida -interrumpió Társilo, el mayor.-Si no tuviésemos una hermana ya haría tiempo que estaríamos ahorcados!

—¿Ahorcados? Sólo ahorcan al que no tiene dinero ni protección. Además, el monte está cerca para los que poseen unąs piernas ligeras como vosotros.

—Ciento contra veinte, voy al blanco!-gritó uno al paear.

—Préstanos cuatro pesos... tres... dos-suplicó el más joven:-luego te devolveremos el doble; la Boltada va á empezar.

Lucas rascóse de nuevo la cabeza.

¡Tts! Este dinero no es mío, me lo ha dado don Crisóstomo para los que le quieran ser vir.

Pero veo que no sois como vuestro padre; aquel sí que era valiente; el que.no lo es que no busque diversiones.

Y se alejó de ellos unos pasos.

—Aceptamos: ¿qué más da? Lo mismo tiene morir ahorcado que de un tiro. Los indios pobres no ser vimos para otra cosa.

Entretanto se había despejado el redondel é periha á empezar la pelea. Se despejó la Rueda, se callaron las voces y los dos soltadores y el perito atador de na vajas se quedaron en medio. A una señal del presidente el perito desnuda los aceros y brillaron amenazadoras las finas hojas.

Los dos hermanos se acercaron tristes y silenciasos al cerco, apoyando la frente contra la caña.

Los soltadores sujetan á los dos gallos, cuidando de no herirse. Reina un silencio solemne. Acercan un gallo sujetándole la cabeza para que el otro le picotee y se irrite. Después les hacen verse cara á cara, con lo que los pobres animalitos saben con quién deben luchar. Erizase el plumaje del cuello, se miran con fijeza y rayos de ira se escapan de sus redondos ojos. Entonces ha llegado el momento; los depositan en tierra á cierta distancia y les dejan el campo libre.

A vanzan lentamente. Oyense sus pisadas sobre el duro suelo; nadie habla, nadie se mueve. Bajando y subiendo la cabeza, como midiéndose con la mirada, los dos gallos lanznn eonidos tal vez de amenaza ó de desprecio. Han divisado la brillante hoja que lanza fríos y azulados reflejos; el peligro los anima y dirígense uno a! otro decididos, pero á un paso de distancia se detienen y con la mirada fija bajan la cabeza y vuelven á erizar sus plumas. Hay nn momento de espectación, de horrible incertidumbre. Mil miradas convergen hacia el lugar donde los gallos permanecen amenazadores é inmóviles, como recogiendo alientos para la inevitable y encarnizada lucha. Reina en la gallera un silencio solemne, en medio del cual se podría oir el zumbar de una mosca.

Al fin los combatientes se lanzan impetuoeamente uno contra otro; chocan pico contra pico, pecho contra pecho, scero contra aCero y ala contra ala: los golpes se han parado con maestría y sólo han caido algunas plumas. Vuelven á medirse de nuevo; de repente, el blanco vuela, se eleva agitando la mortífera na vaja, paro el rojo ha doblado las patas, ha bajado la cabeza y el blanco sólo ha azotado el aire; mas al tocar el suelo, evitando ser herido de espaldas, vuélvese con rapidez y hace frente. Atácale entonces el rojo con furia, pero él se defiende con serenidad; no en vano el público lo ha declarado su favorito y ha apostado por él. Todos siguen trémulos y ansiosos las peripecias del combate, soltando alguno que otro in voluntario grito. El suelo se va cubriendo de plumas rojas y blancas, teñidas de sangre. Los golpes menudean, pero la victoria sigue indecisa. Por fin, tentando un supremo esfuerzo, el blanco se lanza para dar el último golpe y ala del rojo; pero á su vez ha sido herido en el pecho, y ambos, desangrados, extenuados, jadeantes, permanecen inmóviles hesta que el blanco cae, arroja sangre por el pico y agoniza, agitando las patas de un modo lúgubre; el rojo se mantiene á su lado y cierra lentamente los ojos...

Entonces el sentenciador, de acuerdo con lo que prescribe el reglamento, deciara vencedor al rojo.

Una salvaje gritería saluda la sentencia. El que oye el estrépito de lejos comprende que el que ha ganado es el dejado; de lo contrario el júbilo no sería tan ruidoso y duraría menos.

—¿Ves?-dijo Bruno con despecho á su hermano,-Bi me hubieses creído, ahora tendríamos cien pesos. ¡Por ti estamos sin un cuarto! Társilo no contestó, pero miró á su alrededor como buscando á alguien.

Allí está hablando con Pedro-añadió Bruno, -y le da dineroa ve su navaja en el En efecto, Lucas contaba sobre la mano del marido de la loca Sisa monedas de plata. Cambiaron algunas palabras en secreto, y se separaron, al parecer satisfechos.

—Lo habrá contratado! ¡Ese sí que es decidido!

—suspiró Bruno.

Társilo permanecía mudo y pensativo.

—Hermano-exclamó Bruno,-yo voy si tú no te decides.

—Espera!-contestó Társilo,-voy contigo; tienes razón; vengaremos al padre, que murió apaleado.

Acercáronse á Lucas, y éste les vió venir y se sonrió.

—¿Qné hay?

—¿Cuánto das?-preguntaron los dos.

—Ya lo he dicho: si os encargáis de buscar otros para sorprender el cuartel, os doy treinta pesos á cada uno de vosotros y diez á cada compañero. Si todo sale bien, recibirá ciento cada uno y vosotros el doble. Ya sabéis que don Crisóstomo es rico.

—¡Aceptado!exclamó Bruno;-venga el dinero.

—Ya sabía yo que erais valientes como vuestro padre. Venid, que no nos oigan esos que le mataron-dijo Lucas señalando á los guardias civiles.

Y llevándolos á un rincón les dijo mientras les daba el dinero: -Mañana llega don Crisóstomo y trae armas; pasado mañana á la noche, cerca de las ocho, id al cementerio y os comunicaré sus últimas disposiciones. Tenéis tiempo de buscar compañeros.