Nuestra Señora de París/7
LIBRO SEGUNDO.
I.
DE ESCILA A CARIBDIS.
La noche llega temprano en enero. Oscuras estaban ya las calles cuando salió Gringoire del palacio, de lo cual se alegró mucho, porque estaba impaciente por llegar á alguna callejuela oscura y desierta, donde poder meditar á su sabor, para que en ella el filósofo pusiese la primera venda en ta herida del poeta. Verdad es que la filosofia era su único refugio, porque no sabia donde alojarse aquella noche. Despues del terrible aborto de su ensayo teatral, no se atrevia á volver al chiribitil que ocupaba en la calle de Grenier-sur-Sean, enfrente de la puerta an Foin, habiendo contado con lo que debia darle el señor preboste por su epitalámio, para maese Guillermo Droux-Sire, su casero, los seis meses de alquiler que le debia, es decir doce dineros parisies, ó doce veces el valor de cuanto poseia en el mundo contando su ropilla, su camisa y su sombrero. Despues de haber meditado un corto rato, cubierto provisionalmente bajo el soportal de la prision del tesorero de la Sta. Capilla, acerca del albergue que elegiria para aquella noche, teniendo á su disposicion todas las esquinas de Paris, acordóse de haber divisado la semana anterior un poste, apto para servir de estribo con que montar en mula, y de haberse dicho allá para sus adentros que aquella piedra podria ser en su tiempo y sazon excelente almohada para un mendigo ó para un poeta. Dió gracias á la providencia de haberle inspirado tan feliz idea; y ya se preparaba á cruzar la plaza del palacio para llegar al tortuoso laberinto de la ciudad, donde serpentean todas aquellas decrépitas hermanas, las calles de la Braillerie, de la Vielle-Draperie, de la Savaterie, de la Juiverie, etc., etc., existentes aun en el dia con sus casas de nueve pisos, cuando vió la procesion del papa de los locos que salia tambien del palacio y se arremolinaba por medio del patio con grande algazara y gran claridad de hachas y con su música;— con la música, ¡ay! que fue suya. La vista de todo aquello reavivó las llagas de su amor propio, y fuele preciso huir, porque en la amargura de su desastre dramático, todo lo que le recordaba la fiesta del dia, le agraviaba y desgarraba sus heridas.
Quiso tomar por el puente de S. Miguel, lleno todo á la sazon de muchachos que corrian áun lado y á otro con cohetes y carretillas.
— ¡Malditas velas artificiales! —exclamó Gringoire y echó á correr hácia el Pont-au-Change, donde ondeaban en las casas que estaban á la entrada del puente tres banderas que representaban al rey, al delfin y á Margarita de Flandes, y seis banderolas en que estaban retratados el duque de Austria, el cardenal de Borbon y el Sr. de Beaujeu y Juana de Francia, y el Sr. bastardo de Borbon, y que sé yo quien mas; todo iluminado con hachas de viento y el gen lio estaba admirado de todo aquello.
— ¡Feliz pintor Juan Fourbeault!—dijo Gringoire lanzando un profundo suspiro, y volvió la espalda á banderas y banderolas. Vió una calle en frente de sí, y hallóla tan negra y tan desierta que esperó verse libre de todos los rumores, de todos los reflejos de la fiesta, si se internaba en ella, é hizolo asi. Al cabo de algunos instantes tropezó en un obstáculo y dió consigo en el suelo: aquel obstáculo era el árbol de mayo que los miembros de la Basoche habian plantado aquella mañana ante la puerta de un presidente del parlamento en obsequio á la solemnidad del dia. Soportó Gringoire heróicamente aquel nuevo infortunio; púsose en pié y llegó á la orilla del rio. Despues de haber dejado detras de sí el torrejon civil y la torre criminal, y costeado la larga tapia de los jardines del rey, sobre aquella playa no empedrada en que le llegaba el fango á los tobillos, desembocó en la puerta occidental de la ciudad, y consideró por largo rato el istote del Vaquero, que luego ha desaparecido bajo el caballo de bronce y el puente nuevo. Aparecíale el istote en la sombra como una mole negra mas allá del estrecho curso del agua blanquecina que le separaba de é1. El pálido reflejo de una luz revelaba la especie de choza en forma de colmena donde pasaba la noche el vaquero.
— ¡Feliz vaquero!—exclamó Gringoire,—tú no te acuerdas de la gloria, tú rio compones epitalámios. ¿Que te importan los reyes que se casan ni las duquesas de Borgoña? ¡Tú no conoces otras Margaritas sino las que la yerba de abril ofrece por pasto á tus vacas! Y yo, poeta, yo me veo silvado y tiemblo de frio, y debo doce dineros, y las suelas de mis zapatos son tan trasparentes que bien pudieran servir de vidrios en tu ventana. ¡Yo te saludo, oh vaquero! ¡tu cabaña alegra mis ojos y me hace olvidar la Capital!
Sacóle de su éxtasis casi lirico el estallido de un cohete de S. Juan que salió repentinamente de la bienaventurada choza: y era que el vaquero tomaba tambien su parte en los regocijos del dia, y se regalaba con un poquito de fuego artificial.
Aquel cohete hizo erizarse la epidérmis de Gringoire.
— ¡Fiesta maldita!—exclamó,—¿me perseguirás por todas partes? ¡Dios mio! ¡Dios mio! ¡hasta en la choza del vaquero!!...
Luego vió el Sena ásus pies, y una horrible tentacion agitó su alma.
— ¡Oh!—dijo,—¡y como me ahogaria gustoso, si no estuviera el agua tan fria!
Tomó entónces una resolucion desesperada y fue la de, una vez que no podia huir del papa de los locos, de las banderolas de Juan Fourbeault, de los árboles de mayo, de los cohetes y las carretillas, lanzarse intrépido en el centro mismo de la fiesta é ir á la plaza de Gréve.
— Al ménos—dijo,—acaso tendré alli algun tizno de la hoguera con que calentarme, y alli tal vez podré cenar con alguna migaja de los tres grandes escudos de azúcar real que deben haberse erigido en la alacena pública de la Villa.