O'Donnell/XI
Tenía Serrano, Capitán General de Madrid, lo que en Andalucía llaman ángel. Más que a su guapeza, por la que obtuvo de Real boca el apodo de General bonito, debía los éxitos a su afabilidad, ciertamente compatible, en el caso suyo, con el valor militar temerario, en ocasiones heroico. Fascinaba a las tropas con alocuciones retumbantes, como las de Espartero, y las llevaba tras sí con el ejemplo de su propia bravura, dando el pecho al peligro. Era, pues, un valiente, no inferior a ninguno de los demás caudillos de nuestras luchas civiles, perfecto guerrillero más que general, y con su valor, su buena estampa, y la suerte, que suele acompañar a los atrevidos en épocas de revueltas y en países cuya legislación y costumbres no están fundamentadas sobre sólidas instituciones, llegó muy joven a la cumbre de la jerarquía militar... Entiéndase que el valor de Serrano era exclusivamente del orden guerrero, pues fuera de los dominios de Marte, su voluntad desmayaba, haciéndose materia blanducha, fácilmente adaptable a las formas sobre que caía. En él se marcaban con gran relieve los caracteres de la generación política y militar a que le tocó pertenecer. Todos en aquella especie o familia zoológica eran lo mismo: los militares muy valientes, los paisanos muy retóricos, aquellos echando el corazón por delante en los casos de guerra, estos enjaretando discursos con perífrasis galanas o bravatas ampulosas, y cuando era llegada la ocasión de hacer algo de provecho, todos resultaban fallidos, y procedían como mujeres más o menos públicas.
No había lucido hasta entonces en Serrano ninguna cualidad de hombre político. En este punto, nada tenía que envidiar a Narváez, que fuera de algunos rasgos de energía, brotes repentinos de su temperamento, nada estable había producido; ni a Espartero, que inició alguna suerte lucida, puso en ella la mano, mas no supo o no pudo rematarla; ni a O'Donnell, que hasta entonces no era más que un enigma. Quizás se aproximaba el día en que la esfinge de Vicálvaro hablase, y de sus palabras saliese algo práctico que nos trajera permanentes beneficios. Serrano debió de creerlo así; fiaba en la eficacia de lo que llamaban Unión Liberal, la concentración de los hombres más listos y presentables de los dos bandos históricos, y ofrecía su concurso a esta obra fecunda. En su mano había puesto O'Donnell las tropas que debían aniquilar a los diez y ocho mil milicianos mal contados. ¡Santiago y a ellos! Serrano, ayudado por Dulce, hombre de coraje también, no dudaba de la pronta dispersión de la chusma uniformada. Y al entrar en los jardines del Tívoli, pensando en la seguridad de su triunfo, el simpático General fue asaltado de escrúpulos y temores que no carecían de lógico fundamento. «¡Estaría bueno -se decía- que después de dar nosotros la cara para echar al Duque y de cargar con la impopularidad del desarme del Pueblo, nos salga Palacio con alguna mala partida, y nos mande a paseo, y llame al divino Narváez, para que nos ponga a todos el Inri!».
Conocía muy bien el salado General la veleidosa condición de la Reina, sus sarcasmos y disimulos, heredados de Fernando VII, y sus preferencias por la política moderada; conocía también, y mejor que nadie, la flaqueza del corazón de Isabel ante las taimadas sugestiones de una beata embaucadora; sabía que fácilmente se ganaba la Real voluntad, no siendo en aquel nebuloso terreno. Isabel podía desechar el temor del Infierno por sus personales culpas; pero no por el pecado de consentir que su pueblo cayese en los abismos del descreimiento y la corrupción masónica. En esto tan sólo era consistente su voluntad; en lo demás se desmenuzaba, reduciéndose a migajas que el viento esparcía. Constábale asimismo a Serrano que Isabel II, en sus juicios aguda y cruel, mordaz en sus calificativos, se había dejado decir que unos cuantos malhechores y rufianes jugaron a cara o cruz la dinastía en el Campo de Guardias... Y el General discurrió así: «Yo no estuve en el Campo de Guardias; pero de fijo me comprende en el número de los rufianes que jugaron... En fin, ya sabremos en qué parará esto. ¡Ay, O'Donnell de mi alma! Si hemos de hacer algo de provecho, es menester que al soltar las espadas tomemos cada cual un cirio... Transacción es esto, que no fanatismo... O transigir, o...».
Quedó en el aire el pensamiento del Capitán General de Madrid. La realidad que traía entre manos absorbió por completo su atención. Pensando juiciosamente que la mejor táctica era infundir terror, así en los nacionales, como en los diputados que aún sostenían en el Congreso una farsa de representación, mandó situar en puntos convenientes la artillería que acababa de llegar del vecino parque, y dio órdenes de fuego. Apenas iniciados los terribles zambombazos contra el Congreso y la Milicia, se retiró al fondo del jardín. En hora tan temprana, pues aún no eran las ocho, el calor sofocaba. Habían dispuesto los ayudantes, sobre una mesa de despintado pino, agua, refrescos y aguardiente de Chinchón. Los oficiales que estaban en pie desde antes de media noche, acudían allí a tomar la mañana y a calmar su sed. Otros, en pie junto a los árboles, se desayunaban con fiambres que sacaban de papeles grasientos.
Dio Serrano concluyentes órdenes a varios Jefes de Cuerpo, que partieron al punto. Uno de ellos, el Coronel Villaescusa, acompañado de un Teniente Coronel de su regimiento, pasó al patio grande del Buen Retiro, donde los dos habían dejado sus caballos: montaron; picaron espuelas hacia la calle de Alcalá, atravesando por las arboledas del Retiro. Iba el buen Coronel, no digamos de mal talante, porque esto no expresará su rabiosa desazón, sino dado a los demonios, que en su cuerpo furiosamente se habían metido. Atacado el infeliz señor de su mal crónico del estómago, sentía que en esta víscera tenía su instalación todo el infierno, por el tormento que le daban dolores agudísimos y el fuego que en sus entrañas ardía. Necesitaba de una entereza, más que heroica, sobrehumana, para sostenerse en el caballo y dar cumplimiento a las órdenes del General. Estas fueron así: «Con el batallón que tiene usted en el Ministerio de la Guerra, cuidará de mantener libre la calle de Alcalá. Dos piezas de artillería que he mandado situar entre el Palacio de Alcañices y la Inspección de Milicias, cañonearán a los milicianos que enredan por la calle de Alcalá, y hacen fuego desde los tejados de algunas casas. Cierre usted las entradas del Barquillo, de las Torres y Peligros; ocupe el Caballero de Gracia si no le hostilizan mucho desde los balcones; ocupe también la Plaza de Bilbao... Los efectos de la artillería nos lo darán todo hecho. A los milicianos que se retiren hacia los barrios del Norte, se les desarma tranquilamente. Creo que no han de oponer resistencia. Si se resistieran, usted sabe lo que tiene que hacer. Si en las Vallecas o en Calatravas sacaran algún cañoncillo, de esos que les sirven de juguete, quitárselo, cueste lo que cueste, que mucho no costará... El segundo batallón, que siga en Santa Bárbara, Fábrica de Tapices y la Ronda, no permitiendo que salgan milicianos armados, ni que entren víveres de ninguna clase... Adiós, y aliviarse, que eso no será nada».
No digamos que trinaba el Coronel, sino que del alma le salían rayos y truenos, y que furioso los masticaba, tragándoselos después envueltos en horrible amargura. Era un hombre de buena presencia, de faz morena y curtida, que con la terrible enfermedad había tomado color terroso; los ojos negros, el pelo y bigote con canas prematuras. En el Ministerio de la Guerra dio sus órdenes con la mayor concisión posible, apretando los dientes, como si cortando las frases pudiese partir en dos el dolor que le atenazaba. Salió a recorrer las posiciones de Caballero de Gracia y Plaza de Bilbao, mostrando a sus subordinados un rostro de severidad aterradora, y una tiesura embalsamada, como la del cadáver del Cid cuando lo montaron en la silla para que a los moros dispersara, remedando en la muerte el miedo que vivo infundía su presencia. Daba cumplimiento exacto a las disposiciones del General, reservándose la facultad de alterarlas con libre iniciativa, si las circunstancias así lo reclamaban; exigía la observancia fiel, con maldiciones secas; la crudeza militar ponía en su boca rayos del cielo y resplandores de los abismos... Viendo a sus tropas tirotearse, en la parte baja de la calle de San Miguel, con los milicianos que ocupaban una casa en el Caballero de Gracia, infirió groseras ofensas a Dios, a la Virgen y a venerables Santos... Pasó tiempo... Al saber que los suyos habían dejado pasar un cañoncillo de mala muerte, en la calle de Peligros, pronunció frases altamente ofensivas para la Santísima Trinidad, para el Copón y las Once mil vírgenes. De estas sacrílegas exclamaciones no era responsable el pobre Don Andrés, pues las pronunciaba como una máquina, en las horribles embestidas del demonio que dentro de sí llevaba.
Despejada de enemigos la calle de Alcalá, la recorrió Villaescusa desde el Depósito Hidrográfico hasta donde estaban los cañones, mudos ya. Allí supo la eficacia de la metralla y bombas disparadas contra los milicianos de Vistahermosa y Medinaceli, y contra el Congreso. Una granada, penetrando por la claraboya del Salón de Sesiones, pidió la palabra con horrendo estallido en medio del hemiciclo, diciendo a los buenos señores allí presentes que se fueran a sus casas y no se metieran en más dibujos parlamentarios.
«No dijo eso, no dijo eso -clamó rabioso el Coronel, arrojando toda clase de inmundas materias sobre el Verbo Divino, sobre el Arca de Noé, y también sobre las Once mil vírgenes, por quienes, en sus furibundos desahogos, tenía una predilección especial.
-¿Pues qué dijo, mi Coronel?
-Lo contrario, enteramente lo contrario -replicó, cual si en aquel doloroso estado no tuviera más consuelo que la contradicción...
-¿Pero se acaba esto? ¿Estaremos aquí hasta mañana, por estos títeres de la Milicia?».
Oyendo decir luego que el Presidente de las Cortes, General Infante, había pedido parlamento a Serrano, Villaescusa no dio crédito a la noticia, y como le aseguraran por testimonio de visu que en aquel momento trataban Serrano y Dulce, con Infante y los Jefes de la Milicia, de la suspensión de hostilidades, el Coronel trincó los dientes, se alzó un poco sobre los estribos, y con voces iracundas, entre las cuales no faltaban feas alusiones a San Pedro, a San Basilio y a otros personajes de la Corte celestial, dijo y repitió: «No puede ser; sostengo que no puede ser... Esto no acabará más que matando al perro, para que se acabe la rabia. Despoblar el mundo, digo yo, y así no habrá tontos...».
Los sufrimientos del pobre señor, que toda la mañana habían sido intolerables, se aplacaron un poco después de mediodía. Corto era el alivio; pero aun así lo acogió el pobre enfermo con regocijo y gratitud, no dejando por eso de apostrofar suciamente a todas las potencias del cielo y de los abismos... Tronaba también contra el Gobierno, inculpándole por la prisa con que le trajo a Madrid, y le metió en fuego sin darle ni aun horas de descanso. Tanta fatiga y ajetreo provocaron el ataque, de una violencia superior a cuantos había sufrido. Al llegar a Leganés en la noche del 15, se iniciaron los dolores, y pasó una cruel noche, creyendo que se moría y deseando la muerte, único remedio, a su parecer, de tan inveterado y perverso mal. Aliviado a la mañana siguiente, fue a Madrid con objeto de ver a su familia y aun de abrazarla, que en su decaimiento le halagaba la idea de los abrazos; por el camino acarició el propósito de presentarse a O'Donnell, exponerle el mal que le atormentaba, y pedirle que le relevase de las obligaciones militares por unos días, los necesarios para reponerse. Llegó a su casa serían las diez, y cuando a la puerta llamaba con la ilusión de encontrar allí consuelo y alegría, fue sorprendido por este jicarazo con que le recibió la criada: «La señora y la señorita no están».
Entró, dio varias vueltas por el recibimiento y sala, diciendo: «¿Y a dónde se han ido esas...?». Terminó con grosería cruel, a la que siguieron los acostumbrados anatemas contra las cosas divinas.