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O'Donnell/XII

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«Han ido de campo con la señorita Valeria, y no volverán hasta mañana por la noche -dijo la muchacha, acostumbrada ya, por su largo servicio, al bárbaro estilo del señor en sus ratos de ira. Preguntole después si quería acostarse, si almorzar quería, y añadió que si le molestaba el dolor de estómago, le haría una taza de la hierba que el señor quisiera. A todo contestó con formidable negativa, y con mandar a la moza que se fuera corriendo a semejante parte... Salió el Coronel de estampía, y de la fuerza del coraje sobre los nervios y de estos sobre otras partes del organismo, se le calmó el dolor. Bajando la escalera, rabioso, y aliviado hasta sentirse bien, pensó que no debía pedir descanso al Ministro de la Guerra. Era poco airoso y de mal gusto estar enfermo en día de combate. Cumpliría los deberes que el honor le imponía, y confiaba en la remisión del ataque por lo de similia similibus, o sea por la virtud de un enérgico berrinche.

Dos horas después entraba en Madrid y se acuartelaba en San Francisco el Regimiento mandado por Villaescusa. Este se puso al frente. Algunas horas de descanso en el cuarto de banderas le aseguraron, al parecer, el alivio. Pero a las doce de la noche, al montar a caballo para situarse, según orden superior, en el Ministerio de la Guerra, se vio nuevamente acometido con mayor violencia y sufrimientos más agudos. Hizo de tripas corazón, y del riguroso deber fortaleza, en la cual se encastillaba, tratando de engañar el dolor físico con la satisfacción de conciencia. Así estuvo todo el día, firme en su puesto, atormentado, mas no vencido, por las mordeduras del monstruo que llevaba en sus entrañas. Al caer de la tarde, cuando ya la insurrección, o lo que fuese, parecía dominada, los sufrimientos de Villaescusa eran tales, que apenas podía ya contra ellos la entereza militar. Difícilmente se sostenía en el caballo, y las tremendas imprecaciones, las injurias a lo divino y lo humano, que ayudaban a robustecer la voluntad, perdían ya su eficacia. Con sobrehumano esfuerzo recorrió la extensa línea que el primer batallón ocupaba, Plaza de Bilbao, Red de San Luis, Jacometrezo, Postigo de San Martín, hasta la Plazuela de las Descalzas, y viendo que todo iba bien y que los milicianos entregaban aquí y allí sus armas con menguada resistencia en algunos puntos, mansamente en otros, todo lo miraba como si fuera mal, y a los que debía elogiar los reñía, y su cara parecía el símbolo de la suprema severidad y de la fiereza.

En la Red de San Luis conferenció Villaescusa con el Coronel Mageniz... Minutos después de la conferencia no recordaba lo que hablaron; persistía en la mente de don Andrés la idea de que las Cortes se habían suspendido con la fórmula de se avisará a domicilio... y recordando esto, decía: «No puede ser... yo lo pongo en duda, yo lo niego...». Bajó hacia la Cibeles, casi sin darse cuenta de la dirección que a su caballo señalaba con las riendas. Allí se encontró al Coronel Berruezo, de Artillería, el cual, conociendo en el rostro de su amigo los sufrimientos que le abrumaban, le recomendó el sosiego. Bien podía resignar el mando en el Teniente Coronel Zayas, y retirarse a su casa. «¡A mi casa, sí!» balbució Villaescusa, que en el paroxismo de sus dolores sentía ganas de llorar como un niño... Berruezo añadió que a enfermos y sanos convenía tomar algo de alimento, pues no hay cosa peor que entregar nuestro cuerpo al desgaste orgánico sin reparar de algún modo las pérdidas, y terminó con este récipe substancioso: «Hemos preparado ahí, en la sala baja de la Inspección, un tente en pie, comida pobre, de plaza sitiada... poca cosa. Amigo Villaescusa, contamos con usted. Pues nada o muy poco tenemos que hacer ya, apéese usted, que yo haré lo mismo. Las nuevas órdenes de Serrano las recibiremos aquí, y puede que venga él mismo a dárnoslas, comiendo con nosotros. Con que...

-Comer, comer... -murmuró Villaescusa rabiando-. ¿Y sé yo acaso cómo se come, con este infierno que llevo aquí, en el buche, y estos rayos que me suben al pecho, y este acíbar en la boca?». El dolor lacerante del estómago era tan pronto mordedura de dientes agudísimos, como chisporroteo de las entrañas taladradas por un hierro candente. Trincando las encías con fuerza, apretando las piernas contra la silla, y conteniendo la respiración, el paciente lograba por un instante adormecer al monstruo. Este recobraba su imperio, mordiendo y quemando por el esófago arriba, o bajándose hasta desgarrar con sus afiladas uñas la vejiga. El corazón aterrado negábase a funcionar; temblaba toda la máquina; recibía el cerebro olas de sangre fugitiva, y anegado se quedaba sin pensamiento y sin memoria. Duraba segundos no más el efecto congestivo, y luego venían otros penosos efectos. El dolor, el monstruo llamaba a sí toda la sangre... hormigueaban las manos; la lengua se pegaba al paladar, seca y estropajosa... Al delirio llegaba el aborrecimiento del paciente a la Divinidad, así cristiana como gentil, y el desprecio de todo el Género Humano era en él un amargo sentimiento que por su intensidad en placer casi se convertía. A su hija y a su mujer no las exceptuaba Villaescusa de este menosprecio y desestimación. Las veía como dos pobres pulgas que andaban brincando de cuerpo en cuerpo, en busca de un poco de sangre con que nutrirse.

Se apeó el Coronel, asistido de un ordenanza de la Inspección, el cual le echó mano al cuerpo para que no se desplomase antes de poner el pie en el suelo. No agradeció al parecer el pobre Villaescusa este cuidado, porque en breves y cortados términos, confundidos con el nombre de Dios en mala guisa, reprendió al subalterno por haberle casi cogido en brazos... ¡Le había lastimado un muslo, le había hundido una costilla, dos... mala peste con las Once mil vírgenes!... Entró tambaleándose... A fuerza de metodizar sus pasos, guardaba un imperfecto equilibrio, atento a las paredes para ampararse de ellas con una o con otra mano, en caso de necesidad. Traspasó al fin el portal; entró luego en una estancia, a mano derecha, donde vio claridad de bujías (ya era casi de noche), una mesa puesta con más botellas que platos y adorno de flores mustias, y algunos oficiales que hablaban agrupados en un rincón. Saludó Villaescusa agarrándose a la primera silla que encontró a mano, para disimular el peligro en que estaba de caer al suelo... Una vez salvado de aquel riesgo, pensó si se sentaría o no. Decidiose por lo primero, y al desplomarse sobre el asiento, los dolores horrorosamente se avivaron... Apretó los dientes; fingió cansancio, calor; se limpió el sudor del rostro... Un Oficial se le acercó. Debía de ser un amigo; pero tal estaba Villaescusa, que a nadie quería conocer ya. Como ruido de moscardón sonó en sus oídos la voz del Oficial, refiriéndole el fin de la página histórica de aquel día. La Milicia estaba ya sin armas, salvo algunos elementos levantiscos, los eternos enemigos de la tranquilidad pública, que sostendrían durante la noche una lucha estéril en los barrios del Sur... O'Donnell era ya el amo de la situación. Serrano, el saladísimo General Serrano, y el bizarro Dulce, con las fuerzas del Ejército a sus órdenes, acababan de prestar un gran servicio a la Libertad y al Trono... Habría forzosamente recompensas... Terminada felizmente la Revolución de este año, podríamos decir: «Señores, hasta el año que viene».

De este vano sermón histórico poco o nada entendió el mártir. Miró al Oficial queriendo decir algo, pero sin poder articular sílaba... Las palabras, temerosas de ser pronunciadas con torpeza, se quedaban de labios para adentro. Sorprendiose el Oficial de ver que en los ojos del Coronel brillaban lágrimas, y que hinchadas estas, y no cabiendo en los párpados, rodaban por las rugosas mejillas de color de tierra... Villaescusa no decía nada. Daba rienda suelta a sus ganas de llorar, como un niño afligido y mudo. El Oficial, inclinándose sobre él, le dijo: «Mi Coronel... ¿dolor de muelas?». Respondió el mártir con un movimiento de cabeza. El Oficial le ofreció vino, aguardiente, agua. Cualquiera de estas cosas que bebiese, pensó don Andrés que se convertirían en fuego al pasar por su boca: lo sabía por dolorosa experiencia. Pero tuvo el antojo de tomar agua con vino: con signos lo manifestó al que tan galanamente le servía. Bebió gran cantidad de vino aguado, y al dejar el vaso en la mesa con golpe furibundo, una vivísima flexión del monstruo que llevaba dentro le hizo ponerse en pie. Algo que estaba doblado en las entrañas se desdobló, con juego de muelles que horrorosamente dolían... Viéndole tan demudado y con cierto desvarío en los ojos, que ya se habían secado de lágrimas, el Oficial le indicó que podía descansar en un sillón de cuero colocado a la otra parte de la mesa. Villaescusa, andando con paso lento y bien marcado hacia la puerta próxima, entrada de un largo pasillo, dijo con no poca dificultad: «Sí... Vuelvo».

Internose el mártir por el pasillo, tocando la pared más próxima con una de sus manos, y encontró a un ordenanza que al paso le saludó; luego a un Oficial... después a un perrito que le cedió el paso. Sentía un calor tan sofocante en todo su cuerpo, como si llamas corrieran por sus venas. La fiebre intensa le dificultaba la respiración, le turbaba el entendimiento, quería también imposibilitarle el paso; pero él, con extremada erección de la voluntad, se sostuvo. Ya no sólo era mártir, sino héroe. En su turbación mental, no pensaba más que esto: «Todo menos caerme... caer nunca...». Encontrose en una estancia sombría y anchurosa, en la cual no vio más que libros, rimeros de tomos verdes, todos iguales, como colección de Gacetas o cosa tal, y en la pared retratos viejos de generales con peto rojo cruzado de bandas, el rostro afeitado, la cabeza cana. No había luz de lámparas ni de bujías, ni otra claridad que la del moribundo rayo crepuscular que por dos grandes balcones penetraba. Hacia uno de ellos se encaminó el Coronel, que ya veía los objetos desfigurados por su trastornada mente, y sólo pensaba que sus acerbos dolores se adherían más a él con feroces dientes para devorarle y consumirle. Vio al través de los cristales árboles raquíticos; no vio que, al pie de ellos, unos cuantos caballos de jefes y oficiales generales comían tranquilamente su pienso, colgado el saco de sus propias cabezas. Entre ellos andaban ordenanzas y carreteros, que reían y parloteaban frívolamente. Caballos y hombres tomaron a los ojos del desdichado enfermo figura y voz distintas de las reales. Sus extraviados sentidos hiciéronle ver a su esposa y a su hija, que de un bosquete salían, más que risueñas, riendo a carcajadas, y hacia él se encaminaban con paso que parecía de danza más que andar decoroso de personas formales. Lo que las quiméricas imágenes de las dos hembras le dijeron o quisieron decirle, no lo oyó don Andrés... lo adivinaba quizás por el mover de labios y el gesto expresivo. Ello es que arrimó su rostro a los cristales, desgranando sobre ellos sílabas balbucientes que, interpretadas por derecho, podrían decir: «¡Mujeres de Madrid! aquí estoy. Vosotras reís... yo también, porque me voy y os dejo el dolor, mi dolor... Aquí os lo dejo... Venid por él... Ya veis que yo también me río... ¡Qué gusto quitarme este perro... dejároslo!... Pobrecitas, reíd, reíd». No podía matar a su enemigo, el terrible monstruo que le devoraba; pero sí desprenderse de él, obligándole a que abriera la feroz boca y soltara su presa. El instrumento de abrir bocas de monstruos era la pistola que el Coronel llevaba al cinto, y que cogió con mano firme. Aplicado el cañón a la sien, salió el tiro, y el mártir dejó de serlo.