O'Donnell/XIII

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En gran desolación y necesidad quedaron Manolita y Teresa con la trágica muerte del Coronel. Por muchos días, su casa fue un jubileo de visitas; las personas doloridas o que fingían el dolor desfilaban vestidas de negro, dejando en los oídos de la huérfana y la viuda suspiradas frasecillas, con rumor semejante al del vuelo de las moscas. La situación económica de la familia era poco halagüeña, porque la viudedad de la Coronela, unos quinientos reales al mes, no resolvía ni el problema primario de alimentarse y vestirse las dos mujeres, ni menos los secundarios problemas que a casa traía la viuda con sus trapicheos, y los despilfarros consiguientes. En vida de don Andrés ya eran grandes los atrasos, y Manolita empleaba todo su arte y astucia para ocultarlos a su marido. Después de la desgracia, la gravedad de la situación se centuplicaba, por las derivaciones de la desgracia misma en el orden social. La desamparada familia no tenía más remedio que vestirse de cerrado y decoroso luto. El papel en que escribían alguna carta había de tener orla negra, y negras habían de ser asimismo las cartulinas que para visitas y otras mundanas etiquetas eran necesarias. ¡Qué diría la sociedad si no veía en derredor de la familia todo aquel aparato de negrura y tristeza! La huérfana y la viuda, que apenas tenían para comer, y obligadas vivían a una representación pública incompatible con su menguado haber, eran en realidad más infelices y más pobres que las últimas vendedoras de hortalizas en medio de la calle.

Gran desdicha fue que Teresa no se hubiera casado antes del desastre, y casarla después, ya tan baqueteada y manoseada de novios, había de ser obra de romanos. Por de pronto, hija y madre tenían que vestir y calzarse como Dios mandaba, pues no era cosa de andar por la calle mal trajeadas y con los zapatos rotos. Manolita, pasándose de previsora, no bien cobró la primera paga de viudedad quiso proveerse para los meses futuros, y solicitó de Gregorio Fajardo que le hiciera un empréstito, reteniendo su pensión. No quiso meterse en ello Gregorio (que si estos negocios feos habían sido la base de su engrandecimiento, ya picaba más alto), y endosó el asunto a un machacante de estas cosas, el cual fue a ver a Manolita, y trató con ella en condiciones tan duras, que la desconsolada señora no quiso aceptarlas. A Centurión no recurría ya, porque agotadas estaban la paciencia y el bolso del primo de Villaescusa, que sobre tantas socaliñas anteriores a la muerte de Andrés, había tenido que atender, haciendo de tripas corazón, a las más urgentes necesidades en los días de la tragedia. Y la razón que daba para llamarse Andana era de las que no tenían réplica. «Ya ves, hija -le decía-: estoy como el alma de Garibay, entre el ser y el no ser, esperando a cada instante la cesantía, pues sé que O'Donnell me tiene una tirria espantosa. Y aunque mi jefe, el señor Pastor Díaz, parece que algo estima mis servicios en la Obra Pía, no me llega la camisa al cuerpo. La cesantía, nueva espada de Damocles, pende sobre mi pobre cabeza... Ahorros no hay. ¿Cómo quieres que te socorra, si el mejor día no tendré para dar a mi pobre Celia una triste taza de caldo? Ten paciencia, hija, y arréglate como puedas».

Así lo hizo Manolita, que aun sin consejos tan sabios, buscaba su arreglo como y donde podía, gracias a su diligencia y a lo bien que brujuleaba fuera de casa en obscuras campañas tras el dinero, teniendo que pignorar su agradable persona con la mayor ventaja posible, según las condiciones del mercado. Mala época era el estío para ciertos arreglos, porque casi todos los ricos estaban en baños, o recluidos con sus honestas familias en alguna casa de campo. Pero aun luchando con los rigores de la estación, la viuda supo allegar para vestirse bien y vestir a su hija, y comer ambas con menos miseria de la que su triste soledad les imponía.

Muy solita estuvo Teresa todo el verano, y acometida de tristezas lúgubres, porque Valeria, su íntima amiga, se fue a la Granja. Los novios con buen fin que en aquella sosa temporada le propuso su madre, eran todos de mal pelaje, esmirriados y pobres... Pensaba en aquel don Sixto, el de la bonita barba rubia; pero no extrañaba su desaparición, porque ya sabía que anduvo en las calles batiéndose como un tigre contra las tropas del Gobierno. Probablemente, o le habían llevado a un presidio, o andaba oculto entre polvo y telarañas. Pero a ninguno de sus conocimientos echaba tan de menos Teresita como a Guillermo de Aransis, que también se había largado a tomar el fresco a San Ildefonso. ¡Vaya un verde que se estaban dando Valeria y él! ¡Qué paseítos por los pinares; qué subiditas a los montes, en amor y compaña, sin testigos, y qué bajaditas a los profundos, solitarios barrancos! Agua se le hacía la boca pensando en esto, y no dejaba de considerar que no era la señora de Navascués mujer de mérito proporcionado a tanta dicha... Soñando, más que pensando, decía Teresa: «¿Por qué no tendré yo también un marido en Filipinas, ya que aquí está visto que no puedo tenerlo?».

El regreso de Valeria y del Marqués de Loarre puso fin a estas nostalgias. Volvieron las dos amigas a su cariñosa intimidad, y en ella vivieron algunos días hasta que llegó uno desgraciado en que aquella venturosa concordia tuvo su término. Sucedió que Valeria, ordinariamente muy habladora y con bastante desahogo para tratar todos los asuntos, dio una mañana en hablar de moral privada y pública, de sobremesa del almuerzo, y allí sacó unas teorías y unos escrúpulos que a Teresa le parecieron el colmo de la sutileza. Todo a las casadas se podía perdonar; nada a las solteras... Protestó Teresita, dándose por aludida y exigiendo a su amiga que declarase si la tenía por soltera escandalosa. Contestó Valeria que no; pero que no bastaba ser buena; había que parecerlo, y acabó por decir: «Eres honesta; pero tu madre arroja sobre ti una sombra mala, que te hace pasar por lo que no eres, y con esa sombra no podrás encontrar marido que no sea un perdulario sin vergüenza». Palideció Teresa; luego se puso muy colorada, y acabó por echarse a llorar. Quiso la otra enmendar su impertinencia con expresiones agridulces; pero ya era tarde. Teresa, que tenía su alma en su almario, y no se mordía la lengua, tronó contra Valeria en esta destemplada forma: «Mi madre es una pobre viuda sin recursos... Ya sé que no es buena... Por desgracia mía, conozco todos los malos pasos de mi madre. Ella, de algún tiempo acá, no se cuida mucho de ocultarlos... La pobre no tiene valor, no tiene virtud para resignarse a la miseria... Yo no puedo acusarla: soy su hija... Pero sí puedo decir que peor que ella eres tú... Mi padre, atormentado de un cáncer, se mató... Si hubiera vivido, ni a mi madre ni a mí se nos habría ocurrido mandarle a Filipinas, para quedarnos libres...

-Mira lo que dices -clamó Valeria descompuesta, cogiendo un plato y amenazando con él la cabeza de la que momentos antes era su amiga».

Animosa y creciéndose al castigo, Teresa cogió la cafetera y el azucarero, una cosa en cada mano, y con flemático valor apuntó a la dueña de la casa, diciendo: «Mira lo que haces, Valeria. Deja ese plato, o no quedará en la mesa un solo chirimbolo que no vaya contra tu cabeza. Me has ofendido y tengo que ofenderte... Pues digo que eres peor que mi madre, porque eres rica, y no tienes que luchar contra la miseria. En la miseria quisiera yo ver lo que tú hacías... Mi madre enviudó por una desgracia, y tú te has enviudado a ti misma embarcando a tu marido para el país de las monas.

-Eso no es cuenta tuya -dijo Valeria, batiéndose en retirada, haciendo pucheros-... Y por lo otro, Teresa; por lo que dije de la moral y de la sombra de tu madre, haz cuenta que yo no creía nada malo de ti... No fue eso lo que dije.

-Podías haber añadido que más que la sombra de mi madre me ha dañado la tuya, Valeria: te lo digo sin resquemor... Ya se me está pasando el berrinche...

-Siento que mi sombra haya sido mala para ti -dijo Valeria en pie, atufándose otra vez, pero sin agarrar plato ni taza-. Bien te he querido, Teresa; bien de sacrificios he sabido hacer por ti...

-Y yo te lo agradezco -respondió Teresa, que ya no pensaba más que en coger su mantilla para salir de la casa-. Pero antes que me recuerdes tus favores, tus regalitos, quiero retirarme... Yo soy pobre y no he podido corresponderte; pero tanto como pobre soy orgullosa y no me gusta que me humillen.

-Haces bien... busca mejor sombra que la mía... No dudo que la encontrarás.

-¡Vaya si la encontraré!... Yo te juro que no he de tardar mucho... Entre los favores que te debo, los más de agradecer son tus lecciones... las lecciones que me has dado para buscar sombras».

Frente a frente las dos, separadas por la mesa, que un campo de Agramante parecía, con el azucarero volcado, las cucharillas dispersas, las tazas ennegrecidas interiormente por el poso del café, el mantel arrugado, se disparaban su ira con flechazo irónico, imitando a las mujeres de rompe y rasga que se injurian graciosas antes de venir a las manos. Valeria mandó a su criada que trajese la mantilla de la señorita Teresa, y a esta dijo con retintín: «Vete, vete, sí; no se te escape la sombra que buscas...

-No se escapa. Lo que temo es que sea yo más torpe como discípula que tú como maestra... No tengo costumbre...

-La niña inocente no sabe nada... ¡Si será torpe!... ¡Con toda la Universidad en casa...!

-Puede que esté allí la Universidad; pero me falta el libro de texto...

-El tuyo, los tuyos, Teresa, en la calle los encontrarás.

-O no... Cállate, Valeria, si quieres que yo me calle. He sido tu amiga; ya no lo soy.

-Volverás cuando me necesites.

-No digo que no. Puede que vuelva y no te encuentre. ¡Quién sabe a dónde irás tú a parar!...».

Decía esto la de Villaescusa nerviosa y trémula, de la ira y confusión que removían toda su alma. No acertaba a ponerse la mantilla. Creyérase que sus manos no encontraban la cabeza en el sitio de costumbre: la buscaban más arriba... Por fin, puesta como Dios quiso la mantilla, y pronunciando un adiós seco, tomó la puerta del comedor y luego la de la escalera, no sin tropezar con algún mueble en su carrera desmandada. A saltos bajó la escalera y se puso en la calle, con paso de fugitiva o de esclava que rompe sus cadenas. Sorprendidos los porteros de verla partir con andares y viveza tan contrarios al encogimiento señoritil, salieron a la puerta para ver qué dirección tomaba. Fue hacia la calle de Alcalá, camino de su casa sin duda, pues vivía en la calle de las Huertas. Era la primera vez que salía sola, contraviniendo la española costumbre que prohíbe a las solteras dejarse ver en público sin compañía de alguno de la familia, o de servidores de confianza. Siempre que iba de la casa de Valeria a la suya, llevaba una criada vieja o moza, que cualquier edad servía para esta función. Pero ya, por decreto del Destino, se había roto la rancia costumbre, motivada del poco miramiento que en nuestra raza suelen guardar al sexo débil los individuos del que llamamos fuerte.

Atravesada la calle de Alcalá para embocar a la del Turco, respiró fuerte Teresita: era la sensación de libertad, que entraba con ímpetu en su alma. ¡Y qué agrado le causaba el discurrir sola de calle en calle, sin la enojosa guardia de una fregona cerril que comúnmente desempeñaba su papel con sequedad policíaca!... En la calle del Turco se detuvo ante la casa de Guillermo de Aransis; miró al portal, decorado con leones, y luego a las ventanas, poniendo un interés particular en pasarles revista, y en distinguir las que tenían cerradas las persianas de las que mostraban el cristal bien limpio, vestido por dentro con elegantes visillos. «Ya se ha levantado -decía-. Andará por ahí, conversando con los amigos que ha convidado a almorzar, o leyendo los periódicos, a ver qué mentiras traen». Conocía las costumbres del ocioso caballero por lo que a menudo le oía contar en casa de Valeria. Siguió después de esta observación su camino, y al atravesar la Plazuela de las Cortes para entrar en la calle del Prado, vio venir el coche de Aransis, bajando la Carrera de San Jerónimo. De lejos le conoció por el cochero; de cerca por la elegancia y pulcritud del vehículo, por los blasones, por algo que no era común a todos los coches. Aguardó el paso, poniéndose casi en medio del arroyo. En el carruaje iba Guillermo con el Marqués de Beramendi. Ambos la vieron: Guillermo, con viva curiosidad y sorpresa, sacó la cabeza por la portezuela para mirarla bien, como si dudara de lo que veía.

Pasó el coche, y Teresa siguió, ya sin parar hasta su vivienda, ni apartar la vista de las piedras y baldosas. Tuvo la suerte de no encontrar a su madre, con lo que se libró de las necesarias explicaciones del trueno gordo con Valeria. Con la criada Felisa, en quien ponía toda su confianza, se entendió para ocultar a Manuela el inaudito caso de haber venido sola, y acto continuo se encerró en su cuarto y se puso a escribir. Tan metida en sí misma estaba, que no paró mientes en que escribía conservando puesta y liada en su cabeza la mantilla. No se la quitó hasta que una fuerte sensación de calor, tan molesta como su torpeza para expresar con la pluma lo que sentía, atrajo su atención hacia aquel estorbo. ¡Qué tonta, Señor; qué simple! Sin duda no acertaba en la fiel reproducción de sus ideas en el papel, por causa del sofoco de la mantilla. Resultó luego que ni aun despejada su cabeza, y con la cabeza su magín, de la espesa nube negra, lograba dar a los conceptos la debida claridad. Seis cartas escribió, y todas fueron rotas para empezar de nuevo. Pero, agotada con la última su paciencia, se declaró incapaz de aquel empeño... No contenta con romper las cartas, llevó los pedacitos a la cocina para quemarlos en el fogón, cuidando de que ni el fragmento más menudo se le escapase en aquel auto.

Nada digno de ser contado ocurrió en la tarde de aquel día ni en la mañana del siguiente, como no sea que Teresa apuró todos los disimulos para que su madre ignorase el ya irreparable rompimiento con la de Navascués. Temía los enfadosos interrogatorios de Manolita, las disposiciones que tomaría para privarla de libertad, o imponerle nueva esclavitud contraria a los gustos de la esclava. Aprovechando una de las salidas de su madre, que solían ser de larga duración, tomó al fin Teresita la calle y fue con libertad a su objeto, el cual no era otro que acechar el paso de Aransis para tener con él unas palabritas. Al dedillo conocía los hábitos del caballero, los cuales obedecían a un cierto método dentro del desorden. Sabía que muchas tardes, sobre las seis, a pie salía de la casa de Valeria, y por las calles de Alcalá y Cedaceros se iba a la querencia del Casino; sabía que pasaba algunos ratos en la sala de armas de la calle de la Greda, tirando al florete; y con estos datos y su paciencia, dio con él una tarde, no consta si la primera o la segunda de su tenaz espionaje callejero. Tuvo la suerte de cogerle solo, sin la compañía de amigos impertinentes, al salir de la lección de esgrima. Pero se turbó tanto al verle, y tal miedo le entró de aquel paso, viendo su ridiculez e inconveniencia en la realidad, que se habría echado a correr si el caballero no mostrase mayor deseo que ella de las cuatro palabritas, avanzando a su encuentro con rostro alegre. Teresa no sabía por dónde empezar; lo que pensó para exordio se le había escapado de la memoria. Rompió el galán el silencio y cortó la cortedad diciendo: «Ya sé, ya sé...». Y ella se turbó más. Sus primeras palabras, entregando al caballero sus dos manos, fueron de arrepentimiento, de vergüenza: «Déjeme, Guillermo... No he debido venir a buscar a usted... Se me ocurrió este desatino, por no saber a quién volverme... Aunque tengo madre, estoy sola en el mundo...».

Medias palabras de una y de otro, expresiones vagas, de esas que nada dicen y lo dicen todo, siguieron a las primeras manifestaciones incoherentes y turbadas de la señorita de Villaescusa. Aransis le dijo: «En la calle no podemos hablar con libertad. Ni se oye lo que se dice ni se dice todo lo que se siente... ¿Vámonos a mi casa?».

Teresa dudó... parecía que dudaba; pero se dejó llevar. ¡Era tan cerca!... Cuatro pasos no más.