O'Donnell/XVIII

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Sirvieron pastelitos de foie-gras... después un plato de pescado que Guisando tradujo al francés: Turbot bouilli, garni, sauce Colbert, y entre tanto, los cuatro comensales apuraron el tema de si saben o no comer los españoles. Ingenioso y ameno, Riva Guisando se despachó a su gusto en esta forma: «No podemos dudar que, de algunos años acá, nuestro país viene entrando en la civilización, y asimilándose todos los adelantos. Eso lo vemos en diferentes órdenes. Nuestras casas adquieren el confort de las casas extranjeras. Verdad que falta el agua, pero ya vendrá; la tenemos en camino. Nuestros teatros no desmerecen de los de otros países; y en ópera creo yo que estamos a la altura de las capitales más aristocráticas. Nuestras mujeres, bien a la vista está, visten con tanto gusto y elegancia como las parisienses, y nuestros hombros no tienen nada que envidiar a los caballeros ingleses mejor vestidos... Sólo en el comer estamos atrasados... Fuera de unas pocas casas, hasta las familias más ricas no saben salir del cocido indigesto, y de los estofados, pepitorias y fritangas... Y en la manera de comer guardan la tradición: se atracan y no comen realmente; no saben lo que es la variedad, la composición artística de las viandas para producir sabores especiales y excitantes; no han llegado a penetrar la filosofía del condimento, que es una filosofía como otra cualquiera... En el beber, tragan líquidos, sin apreciar el rico bouquet de cada uno, sin distinguir los innumerables acentos que forman el lenguaje de los vinos. Cada uno dice algo distinto de lo que dicen los demás...

-¡Alto ahí! -exclamó Teresa cortándole el discurso con delicioso tonillo y ademán de burlas-; perdone usted, señor Guisando, que le interrumpa. Si los vinos son cada uno una palabra, un acento, y todos juntos como lenguajes; si los de España hablan español, francés los de Francia, y así los demás, ustedes quieren introducirme a mí en el cuerpo la torre de Babel... Vamos, que a poco más, salgo hablando todos los idiomas.

-No, no, Teresa -dijo prontamente Brizard-; no se bebe para embriagarse, ni se embriagan los que saben beber... La bebida fina y variada es un signo de civilización. En eso estoy con el amigo Rementería y con Guisando... ¡Oh! en Guisando hay que reconocer un gran civilizador.

-Civilizador usted -replicó el elegante caballero-, que nos trae la más grande forma del Progreso, los ferrocarriles.

-Es verdad; de eso trato, y mi mayor gloria será vestir a España de país civilizado... Usted y yo civilizamos; pero permítame que marque entre los dos una diferencia... una diferencia en que yo salgo favorecido. Usted empieza la campaña civilizadora por el fin, mi querido Guisando, porque quiere enseñar a los españoles cómo se come; yo la empiezo por el principio, enseñándoles a buscar lo que han de comer.

-¡Eso... eeeeso! -gritó Teresa risueña, con desbordada alegría, las mejillas echando fuego, el gesto más expresivo y acentuado de lo que pedía la compostura-. El señor Guisando se trae aquí la filosofía de la buena mesa, y quiere enseñársela a un pueblo que no tiene sobre qué caerse muerto. ¿Cómo quiere usted que sepa comer el que no come? Y esas salsas Colbert, esas besamelas, esas farsas o rellenos, esos rosbifes, y chatobrianes, y gigotes, y esas trufas y esos jugos, ¿de dónde han de salir? ¿Reparte usted diariamente un par de monedas de cinco duros por barba a todos los españoles?... ¡Ay, ay! Yo les suplico, señores míos, que me den licencia para callarme... Siento que el disparate se me viene a la boca, y a poco que me descuide, oyen ustedes una barbaridad. Es mucho comer este, es mucho beber, para que una tenga la cabeza despejada. Perdónenme; estoy un poquito a medios pelos... Me callo... Ustedes me agradecerán que cierre el pico».

Dejó el tenedor, y requiriendo el abanico, empezó a darse aire con viveza. Los caballeros le reían la gracia; celebraban que se trastornase un poquitín, y asegurando que el encendido color y el chispeante mirar la embellecían extraordinariamente, incitábanla a beber del rico Borgoña que a la sazón servían. Pero ella no hacía caso, y jovial agitaba el abanico con verdadero frenesí, diciendo: «Yo, punto en boca: no vayamos a salir con alguna patochada. Me conozco. Hablen ustedes y yo escupo, digo, yo callo y otorgo...».

Tan modesto como ingenioso, Guisando se mostró conforme con las ideas de Isaac, reconociendo en el magisterio civilizador de este más sentido práctico que en el suyo. «Es cierto, Brizard: usted trae a España los primeros elementos del bienestar. Por ahí se principia. Yo empiezo por el fin, porque no sé otra cosa. Cada uno comienza sus lecciones por aquello que más sabe... En la mente del discípulo siempre queda algo de la enseñanza que se le da, por más que esta sea prematura. Yo digo a los españoles: 'No sabéis comer'; usted les dice: 'Trabajad y comeréis'. Claro es que usted está en lo firme. Yo, si bien se mira, soy un profesor extravagante que coge a los chicos cerriles que no saben leer ni escribir, y se pone a explicarles las asignaturas del doctorado... Pero todo es enseñanza, amigo. Algo quedará...».

Sirvieron el plato de legumbres, que Guisando y Ernesto celebraron mucho, definiéndolo así: concombres farcis à la demiglace. Pidió Isaac su opinión a Teresa, la cual se dejó decir: «Señores míos, la turca que estoy cogiendo, no por mi gusto, sino por el empeño de ustedes en que yo empine más de lo regular, no me deja ser hipócrita. Quiero mentir con finura y no puedo... Esos concombros me parecen una porquería. Si mi cocinera me presentara este comistraje, yo le tiraría la fuente a la cabeza». Servido el asado, Teresa se resistió a comer más. Obstinose Guisando en servirle una bien cortada lonjita del Chapon à la financière; regateó Teresa; cedió al fin con salados remilgos.

Debe decirse que la hermosa mujer, cuya iniciación en la vida grande aquí se describe, exageraba su torpeza o su ignorancia de los refinamientos sociales. No los desconocía en absoluto; pero dotada de grande agudeza, calculó, antes de personarse en el banquete, que la afectación de finura podría llevarla, sin que de ello se diera cuenta, a una situación algo ridícula. Mejor y más airoso era la contraria forma de afectación, hacerse la palurda, la novata, todo ello desplegando su natural donosura. Y el resultado de esta táctica fue tal como ella lo pensó, admirable y decisivo. Isaac parecía extasiado; celebraba con entusiasmo las donosas salidas y sinceridades de la que pronto había de ser suya, y gozaba con la idea de educarla y darle un curso de todas las leyes y toques del buen gusto. Bien comprendía la muy ladina que a los extranjeros agrada lo que llaman carácter, color local, y que se enamoran de lo que menos se parece a lo de su tierra... Isaac, prendado locamente de la española, en ella simbolizaba la conquista de esta tierra, mirándola con amor y sembrando en ella ideas fecundas y fecundos capitales.

Una de las condiciones propuestas por Teresa en el trato de amor con Brizard, era que este había de llevarla a París y tenerla allí una temporadita, aprovechando el primer viaje que tuviera que hacer a la capital vecina. Con alegría dio Isaac su aprobación a esta cláusula. De ello y de los encantos de París en el segundo Imperio hablaron los tres caballeros en la comida, dando pie a Teresa para que se despachara a su gusto y con desenvoltura en este tema: «Mucho me gustará París. Tantas maravillas he oído contar, que ya me parece que las he visto... De seguro me divertiré y aprenderé; pero todas las cosas buenas de París no me quitarán el ser española neta... Española voy, y más española vuelvo... ¿Que aprenda yo francés? Imposible, Ernestito... Tarde piache. Cuatro palabras aprendí en mi colegio, y con esas cuatro palabras y otras cuatro que allá me enseñen, me arreglaré... Dicen que la Emperatriz Eugenia, con ser nada menos que Emperatriz, no ha querido afrancesarse... Y yo pregunto: ¿por qué usará Napoleón esos bigotes engomados tan largos y tan tiesos?... No me hagan caso; estoy perdida de la cabeza... París, con todos sus monumentos, no vale lo que Madrid, que tiene las grandes plazas... Puerta Cerrada, la Red de San Luis, y como bulevares, ¿dónde me dejan ustedes el Postigo de San Martín y la Costanilla de los Ángeles?... París es bonito, alegre, y con cuatro magníficas fachadas al Mediodía, como quien dice, al Amor... todas las fachadas dan al Amor... En París hay mucho dinero, es la ciudad del dinero... y por ser aquel pueblo tan rico, hay allí más honradez que en los pueblos pobres... En los pueblos tronados viven todos los vicios... No me hagan caso... ¿Verdad que estoy diciendo sin fin de disparates? No sé lo que digo... Me han hecho ustedes beber más de lo que bebe una señora fina... No tengo costumbre... Soy lugareña y tonta... Las tontas se emborrachan antes que las listas... y a las honradas se les va la cabeza más pronto que a las disolutas... Yo me callo... Estoy avergonzada».

Protestaron los caballeros de esta falsa vergüenza, y Guisando le dijo: «Está usted adorable, y el mareíto se le quitará bebiendo esta copa de Champagne...». Isaac le rogó que bebiese, y ella sin melindres accedió. Le gustaba el Champagne: si pudiera, no bebería en las comidas más que Champagne... La variedad de vinos le repugnaba: uno solo y superior. Guisado celebró esta opinión de Teresa, la más conforme con el gusto de él y de toda persona verdaderamente refinada. «Bebo -dijo Teresa tomando la copa larga, por cuya boca estrecha se escapaba la espuma-, bebo a la salud de mis buenos amigos; bebo a su felicidad, y a... a que tengan lo que desean... Usted, Isaac, que le salga bien el negocio que ahora le trae tan preocupado... ya me entiende... Usted, Guisando, que sea pronto Grande de España, por título... que ya lo es grandísimo por su magnificencia... y usted, Ernesto, que haga muchas conquistas, pues ya sabemos que es usted muy enamorado...

-¡Oh, no, no! -dijo el plácido Anacarsis, presuroso en desmentir una suposición que, a su parecer, le desconceptuaba-. ¿Enamorado yo? No es cierto, Teresa... Bien se ve que se le ha ido el santo al cielo... Exceptuando lo presente, tengo del bello sexo la peor idea...

-Pues perdóneme usted, Ernestito: no he dicho nada. Somos muy malas... Usted puede decirlo... y probarlo... Es usted un ángel... por eso tiene esos colores tan bonitos y esa frescura en el rostro... Señores, el Champagne me ha matado. ¿He dicho muchas gansadas?

-No, no, no...

-Ya no puedo más... Se me cierran los ojos... El comedor da vueltas... la mesa baila... Guisando tiene dos caras: con las dos me mira y se ríe. Ernestito se pone sobre la cabeza el ramo del centro de la mesa... Me duermo, me... eclipso; me envuelve la noche. Isaac, por favor, deme usted la mano; ayúdeme a levantarme, y a llegar al sillón... al sillón que allí veo... Así, así... ya estoy a mi gusto... Aquí me desmayo... aquí me desvanezco... Por Dios, Isaac, mi buen Isaac, abaníqueme usted, deme aire; pero fuerte... Ya no veo más cara que la de usted, Isaac... El aire que usted me da me consuela, me anima... ¡Qué aire tan bonito, digo, tan fresco... tan...! No sé: es un aire extranjero... aire rico, muy rico... Isaac, deme más aire...

-Café bien fuerte -dijo Guisando proponiendo el mejor específico contra las borracheras de señora de buen tono».

Con la ventilación enérgica que le administró Isaac, y el café y la dulce conversación, sin ruido, se fue despabilando Teresa y venciendo la somnolencia. Terminó la comida sin ningún incidente digno de figurar en la Historia integral ni en la fragmentaria, pues el hecho de arreglarse y cerrar trato aquella misma noche Teresita y Brizard es de esos que, por descontados y claramente previstos, no piden más que una mención... menos aún, una raya de cualquier color trazada en la página sin letras de esa historia que llamamos Chismografía.