Ir al contenido

O'Donnell/XIX

De Wikisource, la biblioteca libre.

Y esa historia sin letras dice que Teresita se instaló en la misma casa del ya referido banquete, días después de la partida de Aransis para la gloriosa y coruscante Atenas, como Encargado de Negocios de la Católica Majestad de Isabel II en aquel Reino. Obra fue del buen amigo Beramendi este destierro, ayudado por Narváez, quien tomó el asunto como propio y lo resolvió con diligencia. Llamado a París Isaac Brizard por el reclamo de sus negocios, determinó partir en Noviembre, llevándose a Teresa, conforme a lo convenido. Ni a esta causaba temor el viaje en pleno invierno, ni quería separarse de Isaac, que era para ella el mejor de los hombres, extremado en la bondad y en la largueza, prodigando sin tasa su dinero como su cariño. Sobre el punto interesante del estipendio de amor, Teresita veía colmadas sus ambiciones. El gozo de ver satisfechos todos sus gustos se completaba con la dicha de tener sobrantes y de atender con ellos a necesidades ajenas, empezando por su madre, que era una boca no fácil de tapar. Pero en aquella venturosa etapa para todo había.

Con sus íntimas amigas tuvo Manolita Pez algunas confianzas que merecen ser consignadas en estos papeles: «A Teresa la ha venido Dios a ver con ese francés tan frescachón y tan caballero. Ya quisieran los nobles de aquí parecérsele en la lozanía del rostro, que es lo mismo que una rosa, y en la mano siempre abierta para complacer a su adorada. Yo le he dicho a Teresa que no aparte sus ojos del porvenir... Además del tanto fijo que Musiú Brizard le señale para la vida corriente, debe mi hija poner todo su talento en sacarle un millón... ¿Qué es un millón para una mujer de tanto mérito? Y con este capitalito ya puede la niña echarse a dormir... El día de mañana, si ese señor pasa a mejor vida, lo que no quiera Dios, o si por envidia le arman algún enredo para que rompa con mi hija, esta podrá bandearse sola, sin tener que aguantar las pejigueras de un vejete baboso, de un puerco, de un tío cargante; y aun podría encontrar proporción de matrimonio. Con el milloncito todo se olvidaría, ¡vaya!... ¡Y que tendría mi Teresa mal gancho para pescar marido; y este no había de ser un cualquiera, sino persona de algún viso, y quizás con el pecho cargado de cruces y bandas!».

Con Centurión no se trataba Teresa directamente, y bien lo sentía, que para ella no habría mejor gusto que poder acudir al remedio de las escaseces que a don Mariano le trajo su cesantía. Sabía de él y de doña Celia por su tía Mercedes, la mujer de Leovigildo Rodríguez, con quien reanudó el trato después de una temporadita de moños. También Leovigildo estaba cesante, situación lastimosa en aquel honrado matrimonio, cargado de familia. La pobre Mercedes, al poco tiempo de desembarazarse de una cría, ya se mostraba con los evidentes anuncios de otra. Y creyérase que en los períodos de cesantía procreaban más los desgraciados cónyuges. La sociedad quería matarlos de hambre, y ellos aumentando sin cesar el número de bocas. No faltaban, afortunadamente, personas caritativas que se condoliesen de su desamparo y fecundidad, entre ellas Teresa, que les enviaba surtido de zapatos para toda la cáfila de criaturas, o repuesto de arroz y garbanzos para muchas semanas. Don Mariano, que había tomado entre ojos a los Villaescusas de una y otra rama, no quería tratarse con la esposa de Leovigildo; pero doña Celia, más benigna, la visitaba algunas tardes a hurtadillas de su marido. La señora de Centurión y Manolita Pez se encontraban algún día en un terreno neutral, la casa de Nicasio Pulpis, esposo de Rosita Palomo, y allí, rompiendo doña Celia la consigna que su marido le diera de no tener trato con la Coronela ni con su depravada hija, hablaban de sus respectivas desazones. La curiosidad más que el afecto, movía comúnmente a doña Celia Palomo a preguntar por Teresa; respondía Manuela, tratando de dorar la deshonra de su hija con hábiles artificios de palabra.

Con la de Navascués no había vuelto a tener Teresita ningún trato. Traidora y desleal llamaba Valeria a la que fue su amiga, y no le perdonaba el solapado ardid que empleó para sustraerle el libro de texto. Mala partida como aquella no se había visto nunca. Dos o tres veces se cruzaron las dos hembras en la calle, y se dispararon miradas rencorosas. No desconocía Valeria que para ella había sido un bien la retirada de Aransis, que arruinado ya, no era partido de conveniencia para ninguna mujer. Pero esta consideración no le quitaba el reconcomio contra Teresa, en quien, por otra parte, reconocía un magistral talento para conducirse en sus empresas de amor, y prueba de ello era la reciente pesca del opulento francés Isaac Brizard. Sin duda por llevar tan buena parte en los favores de la suerte, Teresa no se cuidaba de aborrecer a su víctima. Más bien le tenía lástima, sabedora de que la pobrecilla andaba mal de intereses. Por las prenderas que corrían trajes de lujo en buen uso, supo que Valeria lanzaba al mercado de ocasión, malbaratándolas, algunas piezas de valor, abrigos, cachemiras, mantón de la China. Supo también que a la famosa corredora Paca la Bizca debía un pico de consideración por dos sortijas y un alfiler que adquirió antes del destierro de Navascués. De esto tomó pie Teresa para lanzar contra Valeria una bomba en la que había de todo, burla y compasión. Era la travesura de la enemiga vencedora, que sintiéndose fuerte, quería mortificar a su rival en una forma que le expresara su lástima desdeñosa, su generosidad, quizás el deseo de hacer las paces. El día antes de su partida para Francia, Teresa escribió esta carta: «Estimada maestra y amiga: Un pajarito me trajo el cuento de que la respetable corredora Paca la Bizca te hizo dos mil y tantas visitas para que le pagaras dos mil y tantos reales de aquel alfiler y sortijas de marras... Sé que cuantas veces fue la corredora a tu casa con este objeto, salió con las manos vacías... Pues bien; para que veas si te estimo, Valeria, hoy he dado a Pepa los dos mil y pico, encargándole que no vuelva a molestarte por esa bicoca. Acepta este favor de la que fue tu amiga, y no te atufes ni salgas ahora con pujos de una dignidad que habría de ser fingida... No tienes que devolverme esos cuartos, que ahora los tengo de sombra, gracias a Dios... Abur, bobita. Mañana salgo para París, donde me tienes a tu disposición para todo lo que gustes mandarme. -Tu fiel compañera, Therese Brizard».

Mostró Teresa esta carta al bueno de Isaac, para que después de leerla le dijese cómo había de poner su nombre en francés. Hallábase presente Riva Guisando, y ambos amigos celebraron el rasgo generoso y la gracia zumbona, que de todo había. Partieron los amantes a París al día siguiente; despidioles Guisando al arrancar la silla de postas, de la propiedad de Brizard, y por la tarde se fue a visitar a su amiga la marquesa de Villares de Tajo (Eufrasia), a quien contó lo de la carta de Valeria, repitiéndola casi textualmente. Bien conocía la dama los enredos de la sobrina de su esposo, y la depravación que se iba marcando en ella. Después de comentar y reír al caso de la carta, la moruna rompió en este bien entonado epifonema: «¡A qué extremo llegan ya, Dios mío, los desvaríos de esta sociedad!... ¿A dónde vamos a parar por tal camino? Mentira parece que esas dos chiquillas, tan monas, tan inocentes cuando vine yo de Roma casada con Saturno, se hayan perdido escandalosamente, cada cual a su modo. Virginia, con las antorchas de Himeneo aún encendidas, se escapa con un chico menestral, y anda por esos pueblos hecha una salvaje, y esta Valeria corre a la perdición amparada del formulismo matrimonial, con lo que me resulta más perversa que su hermana».

Dijo a esto Guisando que Valeria claudicaba por espíritu de imitación, sin arte ni riqueza para cohonestar sus incorrecciones. Dos cosas redimían del pecado, según la filosofía guisandil: el buen gusto y la opulencia. Las maldades parecían peores cuando eran feas... y pobres. Todo era relativo en el mundo, hasta los vicios. De estas opiniones casuísticas no participaba Eufrasia, que en aquel punto de su existencia4 (los treinta y cinco años) se dedicaba con ahínco a señalar a la juventud los caminos derechos, únicos que conducen a la virtud y a la paz del alma. Era, en aquel período histórico, la conducta de la Villares de Tajo mejor y más limpia que su fama. El mundo, que en la plenitud de tantos escándalos exageraba los desvaríos de la sociedad matritense, la suponía en amores con Riva Guisando. ¡Falsa y calumniosa especie! ¿Mas quién destruye un errado juicio en tiempos en que el aire viciado divulga, no sólo la corrupción, sino las vibraciones de ella manifestadas en el lenguaje? Entre la moruna y el espléndido caballero y gourmet Riva Guisando, no había más que una sincera y noble amistad fundada en la armonía de pareceres sobre algunas materias sociales, y por parte de él, ligero matiz de adoración platónica, que tenía su origen en la gratitud, como a su tiempo se demostrará. Preguntado el caballero por la distribución de sus comidas, dijo: «Esta noche como en casa de Navalcarazo; mañana, en la Legación de los Estados Unidos.

-Aunque tenga usted -le dijo Eufrasia-, que renegar una vez más de la cocina española, el viernes comerá usted con nosotros... Ya le pondremos algo de su gusto: las famosas chuletitas de cordero à la Bechamel, y la tan ponderada Salade celeri et betterave.

-Con esos ojos que ahora me miran -replicó el gourmet-, tengo bastante... Ya sabe usted que los ojos a la española son mi delicia... Quedamos en que el viernes...

-Apúntelo usted para que no se le olvide».

Era Riva Guisando, como se ha dicho, un artista genial del buen porte, de la buena vida, del buen comer... Y esto debe repetirse al consignar que su abolengo no fue tan humilde como la gente decía; ni vendió pescado su madre, como propalaron los que querían denigrar su arrogante persona. Nació en una capital andaluza, de familia decente, privada de bienes de fortuna, y desde su más tierna infancia se distinguió el muchacho por la compostura y aseo de su persona, por lo afinado de sus gustos y su fácil asimilación de todo lo que constituye la personalidad externa, y los medios del bien parecer. Vino a Madrid muy joven en busca de fortuna, y a poco de llegar, su exquisita educación y su prestancia no aprendida le proporcionaron relaciones excelentes. Alternó con la juventud elegante; sabía ganar amigos, porque a todos encantaba con su trato, y a ninguno con destempladas jactancias ofendía. Era tan modesto en su alma como fastuoso en su cuerpo; su orgullo no pasaba de la ropa para dentro. El primero en el vestir, no anhelaba confundir a los demás por otra clase de superioridad, y poseía el supremo arte de no lastimar a nadie, de contentar a todos, conservando su dignidad. No creo que haya existido en Madrid más consumado maestro de las buenas formas: por esta cualidad Madrid le debe gratitud. De todo hemos tenido modelos admirables. ¡Lástima grande que con modelos perfectísimos de cada una de las partes, no hayamos tenido nunca el modelo sintético, integral!

Para vivir con tanto boato, introducido en la sociedad de los ricos, Guisando no disponía de más caudal que su sueldo en Hacienda, y por los años a que este relato se refiere, no cobraba el hombre arriba de diez y seis mil reales. De su honradez daban testimonio5 algunos hechos que como irrefutable verdad histórica deben consignarse aquí. ¿Qué era el buen Guisando más que un milagro, el milagro español, ese producto de la ilógica y del disparate que sólo en esta maravillosa tierra puede existir y ha existido siempre? Ya se irá viendo esto, y por ahora, léanse aquí los motivos de la gratitud de Guisando a la Marquesa de Villares. Desde que esta le conoció en casa de los Condes de Yébenes, y pudo enterarse de la formidable disonancia entre el Coram vobis de aquel sujeto y sus menguados medios de subsistencia, le miró con interés y curiosidad. Aficionada la moruna a las generalizaciones, y ducha en buscar la entraña de las cosas, vio en él como una imagen sintética de la sociedad de aquel tiempo. No podía imaginarse nada más español que Guisando, debajo de sus apariencias europeas. Tratándole después con cierta asiduidad, tuvo ocasión Eufrasia de apreciar en él cualidades que al pronto le parecieron inverosímiles, pero que al fin, por especiales circunstancias, pudo comprobar plenamente. Ascendió Riva Guisando a Jefe de Negociado en la Dirección de Rentas. Un amigo de los Socobios, don Cristóbal Campoy, ex-diputado, tenía en aquella oficina un embrollado expediente, de esos que se atascan en los baches de la administración, y no hay cristiano que los mueva. Se recomendó el asunto a Guisando: este lo sacó del montón, lo estudió y resolvió, como se pedía, en menos de una semana. Maravillado y agradecido el señor Campoy, creyó que procedía recompensar la diligencia del funcionario con un discreto obsequio en metálico, y sin detenerse entre la idea y el hecho, dejó algunos billetes del Banco metidos en una carta, sobre la mesa del arrogante andaluz, quien no tuvo sosiego hasta remitirlos con atenta epístola a las manos del propio donante. ¿Era esto moralidad intrínseca, o un bello gesto de elegancia, un rasgo más de gran artista social? De todo había. Honradez y arte perfeccionaban la figura del caballero.

Al saber esto Eufrasia, se decía: «¿Pero cómo vive un hombre que sólo en planchado de camisas ha de gastarse todo su sueldo, y aun puede que no le baste?». Hablando de esto con algún amigo muy conocedor del mundo, oyó la moruna explicaciones aceptables de aquel milagroso vivir: «Se pasa la madrugada en el Casino, y hace sus visitas a las mesas del 30 y 40. Hay muchos que de este modo se ayudan... van viviendo». Otros casos, semejantes al de Campoy, que llegaron a conocimiento de la Villares de Tajo, persuadieron a esta de la rectitud y caballerosidad del atildado señor. Además, el trato frecuente le reveló en él otra cualidad, rarísima en la esfera social de aquel tiempo. Poseía el secreto de la conversación amena sin hablar mal de nadie. A todo el mundo encantaba, sin emplear la ironía maliciosa. Defendía gallardamente a los que en su presencia recibían daño de las malas lenguas, y cuando la defensa era imposible, callaba... Pues estas excelentes cualidades del sujeto agradaron a la dama y la movieron a protegerle. Cesante en el bienio, repuesto el 56 por influjo de Ros de Olano, le puso en peligro un malhadado arreglo del personal de Hacienda; pero Eufrasia acudió a Cantero, y no fue menester más para sostenerle. A la caída de O'Donnell y elevación de Narváez, temió el gourmet que le perjudicara el haber sido recomendado por un general de la Unión; pero la Marquesa habló expresivamente a Barzanallana, ponderándole la capacidad y el celo del empleado andaluz, y esto bastó para que quedara bien seguro en la nueva situación. El vulgo avieso y mal pensado vio en esta protección lo que no había, pues si la moruna endulzaba entonces su existencia con algún pasatiempo amoroso, iba su capricho por órbita muy distinta de la de Riva Guisando, y si en pasos de amor andaba este, por querencia desinteresada o por estímulos de su ambición, no pisaba los caminos de Eufrasia, su incomparable amiga y protectora. La lógica de tal protección era que la moruna admiraba al caballero del milagro español, el único milagro que admitían tiempos tan irreligiosos y corruptos, la suprema maravilla de ser grato a todos ejerciendo la elegancia como virtud, y la virtud como arte. Era D. José de la Riva algo nuevo y grande en nuestra sociedad: la esperanza del reino del bienestar y de la alegría, destronando a la miseria triste.