O'Donnell/XXI

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Aunque debía su puesto a los hombres de Julio, el gran Sebo era una excepción venturosa en nuestra política, y no estaba cesante bajo la dominación moderada. Decía de él Centurión que era una de esas lapas que no se desprenden de la roca sino hechas pedacitos. El caso fue que en la crisis de Octubre del 56, la subida de Narváez hirió a Telesforo en lo más sensible de su dignidad. ¿Con qué cara continuaría en su empleo, él, que bien podía contarse, y a mucha honra, entre los hombres de Vicálvaro? ¿Presentaría la dimisión antes que un ignominioso puntapié le lanzara a la calle? En tales dudas estaba, cuando su protector, el Marqués de Beramendi, confortó su turbado espíritu con estas razones: «Usted no dimite, ni le dimiten, porque es un funcionario irreemplazable en el organismo de la Administración. Y para que el amigo Nocedal así lo comprenda, y detenga la mano aleve que a estas horas emborrona las cesantías, voy a prevenirle al instante, diciéndole quién es Sebo y lo que significa y vale». Así lo hizo Fajardo, y no fue preciso más para que las narices de perro pachón se salvaran del desmoche, y ejercieran su olfato en servicio del nuevo Ministro.

Un año después de esto, en Octubre del 57, tuvo que ver Beramendi a Nocedal para un asunto que vivamente le interesaba; mas antes de ir a Gobernación, habló con Telesforo, habilísimo en descubrir hechos ignorados y en encontrar la relación de ellos con otros conocidos. De él sacó Beramendi cuantos datos podían servirle, y se fue derecho a Nocedal, cogiéndole en su despacho a la hora en que le creyó menos agobiado de visitantes políticos y de pretendientes jaquecosos.

Apreciaba realmente Fajardo al Ministro de la Gobernación, aunque las ideas de uno y otro rabiaban de verse juntas; le tenía en gran estima por su talento, por su cultura y amenidad, y hasta por el gallardo cinismo con que había pasado de la exaltación progresista a los furores ultramontanos. No veía en esto defección ni apostasía, creyendo que ningún hombre está obligado en edad madura a respetar su propia juventud. La juventud es aprendizaje, ensayo de medios de vida, tanteo y calicata de terrenos. Cada cual sabe a dónde va, y por dónde va más seguro, según sus aspiraciones y fines. El pensar, al vivir debe subordinarse. Nocedal comprendió que por el Progresismo, terreno a media formación y surcado de zanjas peligrosas, no se iba a ninguna parte. Los caminos de la reacción podían llevarle más pronto a resolver los capitales problemas de la existencia. La Libertad era, en verdad, cosa espléndida y sugestiva; pero aventurarse por sus senderos tortuosos y de extremada longitud, era locura no teniendo doscientos o trescientos años por delante. La vida es corta. ¿A qué malograrla en lo inseguro, en lo discutido, en lo variable? ¿No es más práctico apoyarla en lo indiscutible y eterno, en la base sólida de las cosas dogmáticas? Beramendi se ponía en su caso, y hallaba muy natural que hubiese tomado postura política al arrimo de la Iglesia. Era un gran talento que gustaba de comodines. Fácil es la política en que todo se arregla echando a Dios por delante: no es preciso argumentar mucho para esto, porque en el ultramontanismo todo está pensado ya. ¡Qué cómodo es tener la fuerza lógica hecha y acopiada para cuantos problemas de gobierno puedan ocurrir!

Entró Beramendi en el despacho del Ministro; este se fue a su encuentro con rostro alegre, y al estrecharle ambas manos tiró de él para llevarle junto a un balcón donde podían hablar con más reserva. Contra las presunciones de Fajardo, había gente, aunque no mucha ni la más enfadosa del ganado político. «Ya sé a qué viene usted -dijo el Ministro-. Y usted sabe también que este cura, Cándido Nocedal, ha hecho en el asunto cuanto humanamente podía...

-No, amigo, no: usted puede y debe hacer mucho más. Déjeme recordarle el caso y agregar algunos antecedentes que usted ignora.

-Me parece que no ignoro nada. La hija de Socobio y su amante vinieron a Madrid el mes pasado... creo que de un pueblo próximo a Villalba. Traían un niño enfermo, el único hijo que han tenido, creo yo.

-El único. El niño tenía poco más de dos años. Por quien le ha visto sé que era una criatura ideal... Enfermó en el pueblo, y no sabiendo sus padres cómo curarle, le trajeron a Madrid. Se alojaron en la calle de la Ventosa, miserablemente; buscaron médico... Ni el médico pudo hacer nada, ni Dios quiso salvar al niño. Imagínese usted, mi querido Nocedal, la tribulación de aquellos infelices, privados de todo recurso... Y en esta situación, la infame policía les rondaba.

-Y qué quiere usted, amigo mío. La policía tiene que cumplir con su deber. No deja de ser lo que es porque los criminales se encuentren en una situación patética, digna de piedad, de misericordia...

-Déjeme seguir. Muerto el pequeñín, había que enterrarle. Leoncio se procuró un ataúd blanco. Entre los dos amortajaron al pobre ángel... Sé todo esto por quien lo vio... le vistieron con sus trapitos remendados, le pusieron flores y ramitos de albahaca... Leoncio cogió la caja para llevarla al cementerio... salió, tomó su camino por el Paseo Imperial. Figúrese usted si iría desolado el hombre.

-Sí... desoladísimo, y la situación algo novelesca... Ya sé lo que usted me va a decir ahora... Que los policías escogieron aquel momento de emoción tan grande y bella para echar el guante a Leoncio... Sí, sí: es tremendo; pero qué quiere usted, la ley es la ley. Observe, querido Pepe, que los policías no fueron insensibles a la tribulación de un padre que va camino del cementerio con su hijo debajo del brazo: respetaron aquel dolor inmenso...

-Pero lo seguían... Esperaban a que el niño quedara en la tierra, para caer sobre el padre...

-Y eso prueba que no son los agentes de seguridad tan inhumanos como se cree... Luego que Leoncio cumplió sus últimos deberes de padre, salió del cementerio...

-Y no había dado veinte pasos, cuando se abalanzaron a él como perros de presa...

-Cumplían las órdenes que se les dieron. El otro sacó una pistola de esas que llaman giratorias, y empezó a tiros con los agentes: a uno le metió una bala en la clavícula; al otro le habría dejado en el sitio si con tiempo no se hubiera puesto en salvo... Él mismo ha referido que corría más que el viento.

-¡Lástima que Leoncio no hubiera matado a esos canallas! En fin, el valiente chico escapó de milagro... Locos andan los guindillas buscándole.

-Y le encontrarán, créalo usted.

-Antes de que le encuentren, querido Nocedal, yo vengo a pedirle a usted que dé órdenes a don José de Zaragoza o al inspector Briones para que dejen en paz a ese hombre infeliz... Leoncio no es más criminal que usted ni que yo, ni que otros mil, burladores de matrimonios y de toda ley religiosa y social.

-Por Dios, mi querido Beramendi, nosotros seremos eso y algo más... allá usted con la responsabilidad de lo que dice; pero ni a usted ni a mí, gracias a Dios, se nos ha formado causa por adulterio y rapto, con agravante de abuso de confianza... ¿Qué quiere usted que haga yo, yo, que habré sido el pecado, paso por ello, pero que ahora soy la ley?... Es uno pecado y es uno ley cuando menos lo piensa. Yo haría fácilmente, en este caso, lo que el amigo me pide: coger la ley y meterla donde nadie la viese... ¿Pero no sabe el amigo que tengo sobre mí la mosca de don Serafín del Socobio, que no me deja vivir, que viene a mí con sus pretensiones, asistido del Arzobispo, del Nuncio, del Presidente del Consejo, de la Reina y del Verbo Divino, para que yo coja y encierre y haga picadillo al lobo que se llevó la oveja del Joven Anacarsis? ¿Si el juez me pide que le busque y le capture y le traiga atado codo con codo, qué he de hacer yo?

-Pues nada: mandar a paseo al juez, y a don Serafín, y a todas las personas altas que apoyan esa barbarie... Yo pregunto: ¿Leoncio Ansúrez se llevó a Virginia contra la voluntad de esta?... ¿Por ventura empleó engaño para llevársela, o recursos de magnetismo, o algún brebaje maléfico?... ¿Cree usted que en la situación presente de Virginia y Leoncio, es legal y moral separarles? Ya sabe usted, Nocedal amigo, que entre sacristanes, la efigie milagrosa pierde mucho de su veneración. La moral labrada toscamente y vestida de colorines, ante la cual el vulgo se arrodilla y reza, a nosotros poco o nada nos dice. Quitémonos la máscara, Nocedal, y hablemos claro. Ponga usted la mano sobre su conciencia, y dígame si cree que ese hombre, el hombre del niño muerto y de la pistola giratoria, debe ser perseguido como un criminal.

-¿Quién lo duda, Marqués? ¡A dónde iríamos a parar si aplicáramos al pueblo la moral que usted llama de los sacristanes!».

Dijo esto con su habitual gracejo, mirando al amigo y turbándole un tanto con la fina sonrisa que solía poner en su rostro volteriano. Muy serio contestó Beramendi: «Iríamos a parar a donde estamos: a la relajación de toda ley, al libre ambiente de una sociedad en la cual todos somos unos grandes bribones que nos pasamos la vida perdonándonos nuestras picardías y barrabasadas. Si no tuviera esta sociedad el perdón y la indulgencia, no tendría ninguna virtud. Toda la moral que viene de arriba, en cuanto toca al suelo, queda reducida a un Prontuario de reglas prácticas para uso de las personas pudientes... Elevémonos un poco sobre estos absurdos; levantemos nuestros corazones, que usted puede hacerlo como nadie: su gran talento le ayudará. Tras de usted voy yo, y con usted subo... Seamos un poquito indulgentes con ese humilde ladrón de mujer casada, ya que con ladrones mejor vestidos hemos derrochado tanta indulgencia... ¿No lo cree usted así?

-¿Yo qué he de creer? -replicó Nocedal echándolo todo a risa-. Ingenioso es lo que usted me dice, y yo le oigo con mucho gusto...

-Pero oyéndome con mucho gusto, en cuanto yo vuelva la espalda tomará usted sus medidas para cometer la gran iniquidad. No me mire con esos ojos, que no sé si son asombrados o burlones... La intención del Ministro bien comprendida está... Han hecho ustedes una Ley de vagos...

-Sí, señor. Ley de higiene social, de policía política...

-Está bien. Esa Ley, que ya es inicua por facilitar la persecución y destierro de la gente política de oposición, lo es mucho más porque con ella se desembarazan los amigos del Gobierno de toda persona que les estorba.¿Que don Fulano o don Mengano, personaje o fantasmón influyente; que la Zutanita o la Perenzejita, damas, o menos que damas, querindangas tal vez de cualquier cacicón, tienen algún enemigo a quien desean apabullar con razón o sin ella? Pues aquí está la Ley de vagos para socorrer a los bien aventurados que tienen hambre y sed de venganza.

-¡Eh... poco a poco, Marqués! -dijo don Cándido con gravedad sincera-. Eso podrán hacerlo otros... no lo sé. Lo que aseguro es que yo no lo hago.

-Pero como en el caso de Leoncio Ansúrez hay causa criminal pendiente, el señor Ministro lo hará, y se quedará tan fresco, y ni aun se lavará las manos con que ha dado el golpe. ¡Qué manera tan sencilla y fácil de dar satisfacción a esos malditos Socobios! Coge la policía al desdichado Ansúrez, y por el doble delito de robar a Virginia y del desacato reciente a la autoridad, me le mandan a Leganés atado codo con codo. De allí, sin dejarle respirar, sin que nadie se entere, ni puedan socorrerle los que le aman, saldrá para Filipinas o para Fernando Poo en la primera cuerda... ¡Qué bonita, qué rápida sentencia! ¡Y la pobre mujer, que por fas o por nefas tiene puesto en él todo su cariño, esperándole hoy, esperándole mañana, esperándole quizá toda la vida!

-Es triste... sí... Ya ven que el amor libre tiene sus quiebras...

-El amor atado las tiene mayores... Y ya que hemos nombrado a Virginia, sabrá usted que la he recogido, la he puesto en lugar seguro... no me pregunte usted dónde... y me la llevaré a mi casa, donde Ignacia y yo la tendremos y miraremos como hermana, si nuestro buen amigo persiste en aplicar a Leoncio la Ley de vagos.

-Verdaderamente -dijo el Ministro fingiéndose sorprendido para disimular su inclinación a la benevolencia-, no sé, no entiendo, mi querido Marqués, los móviles de ese interés de usted por un quídam, por un zascandil...

-Los móviles de este grande interés -replicó Beramendi con acento grave-, no son otros que un ardiente amor a la justicia. La justicia esencial me mueve... Y esto que digo, bien lo comprende usted. En el fondo de su espíritu, usted piensa y siente como yo... Pero desde el fondo del espíritu de Nocedal a la exterioridad del hombre público, del ultramontano por conveniencia, del Ministro de la Gobernación, hay distancia tan grande, que los sentimientos no tienen tiempo de llegar a los ojos, a los labios... ¿Qué?

-No he dicho nada. Siga usted.

-Sólo me queda por decir que si el amigo no me hace caso, si no satisface este anhelo mío de justicia, perderemos las amistades.

-¿Así como suena?... ¿Perder las amistades?... Y amistades que no son políticas, sino de puro afecto y simpatía.

-Afecto y simpatía se desvanecerán. Además de eso, yo perderé una ilusión: el convencimiento de que Nocedal no es tan fiero como le pintan».

Tanto y con tanto ardor insistió Fajardo en su pretensión humanitaria, que el otro, si no se dio a partido resueltamente, bien claro mostraba en su rostro la flexibilidad inherente a todo político español; blandura de voluntad que si en el común de los casos que afectan al interés público es defecto grande, en algún particular caso, como el que ahora se cuenta, era hermosa virtud. Un poco más de matraca del bravo Beramendi, y ya podría Leoncio reírse de la trampa que le tenían armada... No era, en efecto, el Ministro de la Gobernación tan fiero como se le pintaba. Su destemplado ultramontanismo, manifiesto en la vaguedad de los principios y en la retumbancia de los discursos, apenas tenía eficaz acción en la vida práctica, y si en la general esfera política funcionaba con estridente ruido el potro de tormento, en la esfera privada y en los casos particulares, todos los garfios y ruedas de la tal máquina se volvían completamente inofensivos. Era Nocedal un hombre culto, de trato amenísimo, que había tomado la postura ultramontana porque con ella descollaba más fácilmente entre sus contemporáneos. Si los caracteres son producto y resultancia de elementos éticos que, difusos y sin conformidad entre sí, se ramifican en el fondo social, el complejo ser de don Cándido había tomado su fundamental savia de yacimientos morales muy desperdigados y diferentes. Sensible como pocos al amor, la ternura de su corazón ante el sexo débil le inspiraba la piedad en la vida política. Por eso, si no presenta su conducta privada el modelo perfecto del hombre, tampoco hay en su gestión pública actos de crueldad; si por la doctrina ultra-reaccionaria que profesó fue odioso a muchos que no le conocían, su trato encantador y afabilísimo le hizo simpático a cuantos le trataban. Juzgándole por el aspecto declamatorio y vano que lleva en sí todo papel político, aparece como un discípulo de Torquemada, o como Gregorio VII redivivo; pero si le hacemos bajar a las llanezas de la Administración, vemos en él un excelente gobernante, que supo llevar el orden, la actividad y la rectitud al departamento que regía.

Seguro ya de haber conquistado el corazón del Ministro, despidiose Beramendi con extremos de afecto y gratitud... Algún recelo le asaltó al partir; ya próximo a la puerta, retrocedió, diciendo a su amigo: «No me voy tranquilo, Nocedal... y es que... me temo que usted, con toda su buena voluntad, no pueda ocuparse de este asunto... por falta de tiempo... Déjeme que le explique... La gran tensión de espíritu que he puesto en salvar a Leoncio, me quitó de la memoria... algo que quería decir a usted... Es una noticia de sensación. Allá va: están ustedes caídos».

Riendo, contestó Nocedal algo que expresaba dubitación no exenta de intranquilidad.

«Lo sé por el conducto más auténtico. La Regia prerrogativa, que hemos convenido en comparar a una veleta, ha dado una vuelta en redondo.

-Cuentos, amigo, chismajos de la Puerta del Sol. Su Majestad está en meses mayores y no se ocupa de política.

-Su Majestad está fuera de cuenta, y ha decidido que la noticia de su alumbramiento no la dé al país el Ministerio Narváez-Nocedal. Veo que usted no lo cree... tal vez lo duda. Pues in dubiis libertas. La libertad de ese Leoncio me arreglará usted sin tardanza. Hoy mismo, por lo que pueda tronar...

-Arreglado quedará hoy.

-Hágalo usted por mí, por la Justicia... y por el feliz alumbramiento de doña Isabel II».