O'Donnell/XX
¡No había caído mala nube sobre nuestra pobre España! Los moderados, con el brazo férreo de Narváez y la despejada cabeza de Nocedal, estaban otra vez en campaña, comiéndose los niños crudos, y los buenos platos guisados del presupuesto. Todo para ellos era poco: ni una plaza dejaron para los infelices del Progreso y la Unión. A los españoles que no eran borregos del odioso moderantismo, les miraban como clase inferior, esclava y embrutecida. ¿Era esto gobernar un país? ¿Era esto más que una feroz política de venganza? A la Ley de Desamortización dieron carpetazo, y en cambio sacaban nueva Ley de Imprenta, que no era más que un régimen de mordaza, de Inquisición contra la grande herejía de la verdad. Temblaban los ciudadanos que en su vida tenían algún antecedente liberal; otros defendían sus personas y haciendas con el ardid de la adulación. El alma de España cubríase de las nieblas del miedo y en sí misma se recogía, como los inocentes acusados y perseguidos que al fin llegan a creerse criminales.
Ya no se atrevía el iracundo Centurión a soltar en público sus honrados anatemas. Temeroso de que sobre él o sobre sus buenos amigos recayese algún duro castigo, licenció la tertulia del café de Platerías. Los leales que le escuchaban como a un oráculo hubieron de congregarse en la propia casa o templo de don Mariano, que al quedar cesante, tuvo que cambiar la dispendiosa vivienda en la calle de los Autores por otra más reducida y barata en la de San Carlos, esquina a Ministriles. Lo más doloroso de la mudanza fue el transporte de jardines balconeros, y la precisión de deshacerse de corpulentos árboles y enredaderas vistosas que no tenían espacio en la nueva casa. Sobrellevó con cristiana paciencia doña Celia este desmoche de su riqueza forestal, y don Mariano, en un arranque de amargo pesimismo, entristeció más el alma de su esposa con estos lúgubres conceptos: «Abandona, Celia, todas tus plantas aromáticas y floridas, y trae a tus balcones un ciprés y un llorón, únicos árboles que ahora nos cuadran. Cadáveres o poco menos somos, y nuestra casa cementerio».
A darle conversación iban algunas tardes el bajo Cavallieri, que se defendía míseramente cantando en las misas solemnes y en los funerales de primera; don Segundo Cuadrado, que con tétrico humorismo trataba de regocijar los abatidos ánimos; Nicasio Pulpis, que iba pocas veces, casi de tapadillo, con el solo fin de hablar pestes del Gobierno y desahogarse, pues ya los militares ni en los rincones más obscuros de los cafés podían aventurar una palabra de política. Iba muy de tarde en tarde Baldomero Galán, y no aparecían ya por allí ni la Marquesa de San Blas, ni Aniceto Navascués, ni Paco Bringas, estos dos últimos vendidos al Gobierno y adulones de Nocedal.
Si en política no transigía Centurión por nada de este mundo con sus enemigos, en otros órdenes de la vida era menos inflexible, y daba paz a su fiereza. Amansado por la desgracia, volvió a tratarse con la Coronela, viuda de Villaescusa, y recibía de ella alguno que otro obsequio. Por Manolita sabía las buenas andanzas de Teresa en París, lo alegre que estaba y el mucho dinero de que disponía. La madre y la hija se escribían a menudo, y en ninguna de sus cartas dejaba Manolita de recordar a Teresa el cuidado de allegar el consabido millón, que le asegurara la existencia por el resto de sus días. Para hablar de esto, tenía la Coronela que emplear una clave, escondiendo la idea del millón debajo de la figura y nombre de un santo muy venerado. «No se aparte de tu mente -leía Teresa-, ni de día ni de noche la devoción que debes a nuestro santo tutelar el bendito San Millán. Que ese glorioso santo guíe tus pasos, que sea contigo siempre, y que te acompañe cuando vuelvas al lado de tu madre».
Refería Manolita cuantas impresiones le comunicaba Teresa, los monumentos que veía, las preciosidades sin número que Isaac le compraba, y cuando se le iba concluyendo la realidad, metíase a inventar nuevos prodigios. Una tarde, no teniendo cosa positiva que contar, relató un sueño que tuvo la noche antes, el cual, si fuese verdad, había de traer grande trastorno al mundo. Desgraciadamente, no era más que sueño, si bien de los más lógicos y verosímiles. Pues Señor, Manolita había soñado que su hija llamaba la atención en París... Iba por la calle, y todos se paraban para mirarla. Millonarios franceses y príncipes rusos le enviaban ramos de flores y cartitas pidiéndole relaciones. Tanto de ella se hablaba, que Napoleón quiso verla. De la ocasión y lugar en que la vio, nada decía la señora: este punto interesante quedaba envuelto en las neblinas del sueño... Total: que al Emperador le entró la niña por el ojo derecho. Locamente enamorado, iba de un lado para otro en las Tullerías clamando por Teresa, y pidiendo que se la llevaran... Aquí terminaba el sueño, y era lástima. ¡Sabe Dios la cola que traería el capricho imperial, y las complicaciones europeas que podían sobrevenir si...! En fin, no hay que reírse de los sueños, que a lo mejor resultan profecías o barruntos vagos de la realidad.
Para Centurión, que no tenía derechos pasivos, era la realidad bien triste, sin que la embelleciera ningún ensueño. La situación reaccionaria, reforzada por el innegable talento de Nocedal, llevaba trazas de perpetuarse. Había moderados para un rato. Y aun cuando la Reina, con otra repentina veleidad, les pusiese en la calle, sería para traernos a O'Donnell, con su caterva de señoretes tan bien apañados de ropa como desnudos del cacumen. No había, pues, esperanzas de colocación, los escasos ahorros se irían agotando, y la miseria que ya rondaba, vendría con adusto rostro a prepararles una muerte tristísima. Como si las propias desgracias no fueran bastantes, las ajenas llamaban a la puerta de don Mariano con desgarrador acento. Leovigildo Rodríguez, que en la desesperación de su miseria solía recurrir a las casas de juego, arriesgando un par de pesetas para sacar un par de napoleones, tuvo un percance en cierto garito de la Plaza Mayor, junto a la Escalerilla. Por un tuyo y mío surgió pendencia soez, y arrastrado a ella Leovigildo por su genio arrebatado, recibió un navajazo en el costado derecho, que a poco más le deja en el sitio. La herida era grave, pero no mortal. Lleváronle a una botica próxima; de allí, a su casa; Mercedes se desmayó, y los chicos entonaron un coro angélico que partía los corazones. Acudió Centurión al clamor de la vecindad, pues Leovigildo vivía en la calle de Lavapiés muy cerca de la de San Carlos, y viendo que en la casa se carecía de todo, y no había medios de hacer frente a la gran calamidad que se entraba por las puertas, acudió a Segismunda, hermana del herido. Esta fatua señora se limitó al ofrecimiento de sufragar los gastos de médico y botica. No podía más, según dijo, y harta estaba ya de socorrer a su hermano, que con su mala cabeza y peor conducta llamaba sobre sí todos los infortunios. Tan bárbaro despego puso al buen don Mariano en el compromiso de atender a la manutención de toda la chiquillería y de la madre, mientras el herido se restableciese, que ello sería muy largo. ¿Qué había de hacer el hombre?
Y menos mal si las calamidades vinieran solas; que solas ¡ay! no venían, sino trabadas entre sí con enredo de culebras que retuercen la cola de una en la cabeza de otra. A la entrada de primavera tuvo doña Celia un ataque de reúma que empezó con agudos dolores en la cintura, acabando en una completa invalidez y postración de ambas piernas. Creyó Centurión que el cielo se le desplomaba encima. Habría tomado para sí la enfermedad de su esposa, si estos cambios pudieran efectuarse. Se avecinaban días horrorosos, requerimientos de médicos, que uno y dos no habían de bastar; dispendios de botica, y, sobre todo, el dolor de ver en tan gran sufrimiento a la bonísima Celia. ¡Y este traspaso, estas angustias, venían en tiempo de maldición, que maldición es la cesantía y azote de pueblos!... Antes castigaba Dios a la Humanidad con el Diluvio; a Sodoma y Gomorra con el fuego: ahora, descargando sobre los países corruptos una nube de moderados, en vez de castigar a los malos, les da de comer, y a los buenos les mata de hambre. «¿Quién entiende esto, Señor; qué cojondrios de justicia es la que mandan los cielos sobre la tierra?».
Ya sabía Dios lo que hacía. Proponiéndose tal vez dar a la Humanidad otro Job que fuera lección y ejemplo de paciencia ante la rigurosa adversidad, dispuso que cayeran sobre el poco sufrido don Mariano nuevas y más atroces desventuras, que se referirán a su debido tiempo. Sépase ahora que las demasías del Gobierno Narváez-Nocedal tenían constantemente al infeliz cesante en un grado de exaltación que le amargaba la existencia. Cuando se hicieron públicos los graves sucesos del Arahal, una revolución más agraria que política, no bien conocida ni estudiada en aquel tiempo, no podía el buen hombre contener su ira, y en medio de la calle con descompuestos gritos expresaba su protesta contra la bárbara represión de aquel movimiento. Cuadrado, que con él venía calle abajo por la de Lavapiés, le recomendó que adelgazara la voz y reprimiera su justa cólera, pues no estaban los tiempos para vociferar en público sobre tan delicadas materias. Pero él no hacía caso: a borbotones le salían los apóstrofes, y la justicia y la verdad que proclamaba no se avenían a quedarse de labios adentro. En la puerta de la tienda de un sillero, conocido en todo el barrio por sus fogosas ideas, puso cátedra Centurión, y ante el auditorio que pronto se le formó, el sillero y su mujer, el zapatero de un portal próximo, dos transeúntes que se agregaron y cuatro chiquillos de la calle, rompió con estas furibundas declamaciones:
«¿Qué pedían los valientes revolucionarios del Arahal? ¿Pedían Libertad? No. ¿Pedían la Constitución del 12 o del 37? No. ¿Pedían acaso la Desamortización? No. Pedían pan... pan... quizás en forma y condimento de gazpacho... Y este pan lo pedían llamando al pan Democracia, y a su hambre Reacción... quiere decirse que para matar el hambre, o sea la Reacción, necesitaban Democracia, o llámese pan para mayor claridad... No creáis que aquella revolución era política, ni que reclamaba un cambio de Gobierno... era el movimiento y la voz de la primera necesidad humana, el comer. Bueno: ¿pues qué hace el Gobierno con estos pobres hambrientos? ¿Mandarles algunos carros cargados de hogazas? No. ¿Mandarles harina para que amasen el pan? No. ¿Mandarles cuartos para que compren harina? No. Les manda dos batallones con las cartucheras surtidas de pólvora y balas. La tropa, bien comida, pone cerco al pueblo, embiste, penetra en las calles y acosa con tiros a la multitud revolucionaria para que se entregue. ¿Por ventura los soldados apuntan a la cabeza? No. ¿Apuntan al corazón? No. Apuntan a los estómagos, que son las entrañas culpables. El corazón y el cerebro no son culpables... No van los tiros a matar las ideas, que no existen; no van a matar los sentimientos, que tampoco existen: van a matar el hambre... Dominada la insurrección y cogidos prisioneros sin fin, el jefe de la fuerza escoge para escarmiento los que han sido más levantiscos... En las caras se les conoce su perversidad: fíjanse en los más pálidos, en los más demacrados. Aquellos, aquellos son los que gritaron Democracia, que fue un disimulo del grito de Pan... Pues escogidos cien democráticos, o dígase cien estómagos vacíos, los llevaron contra unas tapias que hay a la salida del pueblo, y allí les sirvieron la comida, quiero decir, que los fusilaron... Y ya se les cerró el apetito, que abierto tenían de par en par. No hay cosa que más pronto quite la gana de comer que cuatro tiros con buena puntería... Esos cien hambrientos pronto quedaron hartos... Ya lo veis, señores: cien hombres fusilados por el delito de no haber almorzado, ni comido, ni cenado en muchos días. ¡A esto llaman Narváez y Nocedal gobernar a España! España pide sopas: ¡tiros! España pide Justicia: ¡tiros! Yo pregunto: ¿tiene hambre Narváez? No tiene hambre, sino sed de sangre española. Pues démosle nuestra sangre; que acabe de una vez con todos los buenos liberales. ¿Preferís vivir sin comer a morir de un tiro? No... ¿De qué os duele el estómago, de empacho de Libertad, o de vacío de alimentos? De vacío de alimentos. ¿Creéis que con ese horrible vacío se puede vivir? No. Pues pedid al Gobierno que os mate, que bien sabe hacerlo... Y para abreviar, digo yo: ¿no sería más sencillo que al decretar las cesantías en un cambio de Gobierno nos reunieran en un patio o en la Plaza de Toros a todos los cesantes con sus familias respectivas, y poniéndonos en fila delante de un pelotón de soldados, nos vendaran los ojos y nos mandaran rezar el Credo...? El jefe de la fuerza daría las voces de ordenanza: '¡Preparen!... ¡apunten!... ¡cesen!...' y pataplum... cesábamos... Todas las penas se acababan de una vez... Con Dios, señores, y a casa, que huele a pólvora... y sopla un aire tempestuoso cargado de Nocedales... Con Dios».