O'Donnell/XXX

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Atacó el buen Tarfe con loco empeño a su protector don Leopoldo, de quien obtuvo una repulsa cariñosa. Ya le dolía la mano de dar a su protegido tantas credenciales. De Posada Herrera, a quien ya tenía frito con sus peticiones, nada sacó en limpio. Más feliz fue con Salaverría y con el Marqués de Corbera, que al menos le dieron esperanzas. El hueso más duro de roer era el destino de Centurión, en Estado; y no viendo medios de salir airoso con O'Donnell ni con Calderón Collantes, que se llamaban Andana, dirigió sus tiros contra doña Manuela, que le quería, le mimaba y se divertía con su graciosa cháchara. No la encontró muy propicia, por tener bastante gastada ya su poderosa influencia; pero Tarfe insistió, y para ganar el último reducto de la voluntad de la señora, le llevó folletines nuevos, que ella no conocía: Isaac Laquedem, por Alejandro Dumas, y luego Los Mohicanos de París, del mismo autor. Esta larga y complicada obra fue muy del agrado de la Condesa. Tarfe sacrificaba por las noches sus más agradables ratos de casino y teatros para leerle a doña Manuela pasajes de febril interés. Total: que con esto y sus hábiles carantoñas, y los elogios que hacía del gran mérito administrativo de Centurión (no le conocía ni de vista), logró interesar a la señora, y el buen don Mariano tuvo su destino, no en Estado, sino en Fomento, que para el caso de comer era lo mismo.

Para mayor ventura de Manolo Tarfe, el mismo día que le dieron la credencial de Centurión, entregole Salaverría la de Leovigildo Rodríguez. Sólo faltaba la de Cuadrado; pero de esta colocación se encargó Beramendi, gozoso de favorecer al que había sido su desgraciado jefe en la Gaceta. Con estas bienandanzas, corrió Tarfe a ver a Teresa. Le llevaba todo lo que le había pedido. Tan contento estaba el hombre de poder satisfacerla en sus deseos generosos, que al darle las credenciales, se dejó decir: «Pide por esa boca, Teresa. A ver si encuentras otro que con tanta diligencia te sirva». Muy agradecida, y loca también de contento, Teresa no dio al caballero el sí que este anhelaba; difirió su acuerdo para dentro de algunos días. «Estoy ahora en grandes dudas, Manolo, y dispense si no le contesto a lo que desea... Mil y mil gracias, amigo: es usted la flor de la canela para estas cosas. ¡Viva la Unión Liberal! y viva O'Donnell el Chico, que es el vicario del grande... Crea usted, Manolo, que le aprecio de veras... Pero estoy en la crisis del alma, en la terrible duda, Manolo. ¿Me voy hacia arriba, o me voy hacia abajo? ¿La felicidad dónde está? ¿En la honradez pobre y sin cuidados, con sólo un hombre para toda la vida, o corriendo, arrastrada de muchos hombres, y metiendo mano a los millones de la Desamortización?». Decía esto muy nerviosa, poniéndose la mantilla. Creyó Tarfe que no estaba buena de la cabeza, o que de él donosamente se burlaba. Salió la guapa moza, sin permitir que el caballero la acompañase por la calle. En la esquina de Antón Martín le dejó plantado, corriendo con paso ligero a llevar las buenas nuevas al infortunado Centurión.

Interesantísima fue la escena de la presentación de la credencial a don Mariano, quedándose el buen señor tan absorto y turulato que no daba crédito a lo que veía... Leyó doña Celia; corrió Centurión a sacar del cajón de la mesa unos anteojos de gran fuerza que usaba para leer documentos de letra borrosa... Ni aun leyendo con aquellas potentes gafas se convencía... Ordenó a su mujer que leyese de nuevo... ¡Colocado y con ascenso! No podía ser. «Teresa, o eres tú un demonio, que gasta conmigo bromas harto pesadas, o Dios me confunde por haber hablado mal de don Leopoldo O'Donnell». Díjole a esto Teresa que el Jefe de la Unión Liberal estaba bien al tanto de lo que valía don Mariano, y que de su motu proprio había ordenado la reposición... El gozo de ver terminada su horrible cesantía inundó el alma del buen señor; mas por entre los espumarajos del gozo asomó la dignidad adusta diciéndole: «Hombre menguado, aceptas tu felicidad del hombre público más funesto... y por mediación de tu pública sobrina... Lo que no lograron los principios de un varón recto, lo consigue la hermosura de una mujer torcida... ¡En qué manos está el Poder!...». Viendo que doña Celia mostraba su gratitud a Teresilla besándola con ardiente cariño, se escabulló del alma la dignidad de don Mariano. «Será preciso que yo vaya personalmente a dar las gracias al General -dijo paseándose en la habitación con grandes zancajos. Replicó Teresa que no deseaba O'Donnell más que conocerle, y felicitarle por su mérito administrativo.

Una vez derramados los chorros de alegría en aquella casa, corrió Teresa a la de Mercedes Villaescusa. Al darle la credencial añadió estas graves palabras: «Dile a Leovigildo que ahí tiene eso, la mejor prueba de que Teresa Villaescusa es buena cristiana y sabe devolver bien por mal. Tu marido escribió el anónimo diciéndole a Facundo que yo tenía algo que ver con Santiuste... Es una canallada, de la cual me vengo sacándoos de la miseria... No, no me niegues que tu marido escribió el anónimo. Por mucho que quiso disimular la letra, no logró disimular su infamia... Conocí la mano que escribió el anónimo por el trazo y por dos faltas de ortografía que son suyas... suyas son... Se me quedaron en la memoria desde que me escribió una carta pidiéndome doscientos reales, que por cierto le di... Pone berdad con b alta, y prueva con v baja... No, no le defiendas: mi ortografía es mala; allá se va con la de él... Pero... convence a tu marido de una cosa: la falta más fea de ortografía es... la ingratitud... Adiós; que lo paséis bien». No esperó la réplica, y bajó muy terne por la empinada escalera.

Con la satisfacción de haber producido el bien, Teresa no pensó ya más que en frecuentar el trato de Mita y Ley, a quienes había tomado gran cariño. Mientras vivieron en las Vistillas, a los dos les veía casi diariamente; pero una vez que los esposos libres se trasladaron a la casa de Beramendi, no encontraba en el taller más que a Leoncio y al espiritual Santiuste, ardoroso en el trabajo por instigación constante de la guapa moza. Ya esta no era un enigma para Mita y Ley, que la conocían por lo que era y lo que había sido, y ambos ponían gran empeño en atraerla mansamente a las vías de la virtud, conforme al sentir general, no al sentir suyo; que no se atrevían a proponer su libertad como modelo de vida. Pero ya se uniesen Juan y Teresa por lo libre, ya por lo religioso, tropezarían con un grave problema: los medios de la vida material. Pensando en esto, Mita y Ley no veían clara solución, porque con el mezquino jornal que daban a Juan (y más no le daban porque no podían), no era posible sostener una casa por humilde que fuese. Quizás Teresa, pensaban ellos, que tan buenas plazas había obtenido para infelices cesantes, conseguiría para su futuro un buen puesto en la Administración pública, quitándole del oficio. En esto discurrían torpemente Leoncio y Virginia, pues nada más lejos de la fantasía de Teresa que vulgarizar y empequeñecer la personalidad del buen Tuste, confiriéndole la investidura de vago a perpetuidad, sin horizontes ni ninguna esperanza de gloriosos destinos. En la crisis que removía su espíritu, la cual era como si todo su ser hubiese caído en ruinas, y de entre ellas quisiera surgir y sobre ellas edificarse un ser nuevo, extrañas ambiciones al modo de centellas la iluminaban. Por momentos veía que la más hermosa solución era imitar el arranque intrépido de Mita y Ley cuando se arrojaron solos en brazos de la Naturaleza, sin recursos, con lo puesto, volviendo la espalda a la sociedad y encarándose con la severa grandeza de los bosques inhospitalarios... ¿Serían Teresa y Juan capaces de repetir el paso heroico de sus amigos?

En esto pensaba la Villaescusa sin cesar, desde que se sintió enamorada de Tuste, y miraba con desdén, casi con repugnancia, los ordinarios arbitrios de vida pobre, el jornal, el empleíto, y el encasillado inmundo en un mechinal urbano. En estas ideas fluctuaba cuando ocurrió lo que a continuación se cuenta.

Tan hechos estaban Mita y Ley al vivir campestre, que no podían pasarse sin salir los domingos a ver grandes espacios luminosos, tierra fecunda o estéril, árboles, siquiera matas o cardos borriqueros, la sierra lejana coronada de nieve, agua corriente o estancada, avecillas, lagartos, insectos, todo, en fin, lo que está fuera y en derredor del encajonado simétrico que llamamos poblaciones. Desde que Tuste entró en el taller, les acompañaba en sus domingueras expansiones, y cuando Teresa cultivó la amistad de los armeros por querencia de Juan, fue también de la partida una vez o dos, y por cierto que se recreó lo indecible, tomando gusto a lo que parecía ensayo de vida suelta. Salían los expedicionarios por diferentes puntos, la Mala de Francia, la Moncloa, las Ventas; pero cuando no querían andar demasiado, y esto ocurría siempre que llevaban a Teresa, incapaz de largas caminatas, preferían un lugar próximo, la llamada huerta del Pastelero, grande espacio cercado, en las afueras del Barquillo, junto al camino viejo de Vicálvaro, ni huerta, ni solar, ni campo, ni jardín, aunque algo de todo esto era, y restos quedaban de las diversas granjerías que existieron en aquel vasto terreno. Teníalo arrendado Tiburcio Gamoneda para establecer en él en grande las famosas industrias de obleas, lacre y fósforos, que tuvo su padre en la calle de Cuchilleros. Había una casa o almacén que debió de parecer palacio a los que estaban hechos a los chinchales del interior de Madrid; había dos estanques de quietas y limpias aguas, con pececillos; algunos árboles, entre ellos cuatro cipreses magníficos junto a los estanques, que reproducían, vueltas hacia abajo, sus afiladas cimeras de un verde obscuro y triste. Eran Tiburcio y su mujer hacendosos, y habían compuesto una noria vieja, con la cual podían sostener un fresco plantío de hortalizas. Tenían gallinas y palomas que se albergaban en la casa; un perro y un burro completaban su arca de Noé, amén de un tordo enjaulado.

Pues un sábado de Abril, pocos días después de la entrega de credenciales a Centurión y Leovigildo, recibieron Mita y Ley, a punto que anochecía, la visita de Teresa. Invitáronla para el día inmediato, domingo, en la huerta, que así llanamente decían. Aceptó Teresa gozosa. ¿Quería que Tuste fuese a buscarla? No: ella iría sola; bien sabía el camino. No convenía que Juan fuese a buscarla, porque si se enteraba la madre de ella, furiosa enemiga de Juan, podría inventar cualquier enredo para impedir que acudiera a la cita. Fueran los tres temprano, que ella, solita, recalaría por la huerta sobre las diez... Así se convino... Partió Teresa... En Puerta Cerrada tomó un coche para llegar pronto a su casa, y al entrar en ella temerosa, dijo a Felisa: «Si vuelve O'Donnell el Chico, le dices que no estoy, que he ido a casa de mi madre... No, no, eso no, que el muy tuno allí se plantaría... Le dices que me he marchado fuera de Madrid... a un pueblo... inventa el pueblo que quieras... y que no volveré hasta pasado mañana... o hasta cuando a ti te parezca». Adviértase que desde que le dio las credenciales, Tarfe la perseguía sin descanso, y a su puerta llamaba sin conseguir ni una vez sola ser recibido.