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O'Donnell/XXXI

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Se acostó Teresa, y desvelada estuvo gran parte de la noche, sintiendo la voz de Tarfe en la puerta y las mentiras con que Felisa por centésima vez le despachaba. Engañó el insomnio, pesando y midiendo los términos candentes de la resolución que había de tomar el día próximo. Se llaman candentes estos términos, porque le quemaban el cerebro cuando alternativamente o los dos juntos entraban en él. Grave era esto, grave lo otro... tan difícil el sí como el no, y el ser no menos escabroso que el no ser... Levantose temprano, después de un corto sueño; se arregló y vistió; cuando tomaba su chocolate, cayó en la cuenta de que su portamonedas estaba flaquísimo. Sólo le quedaban dos napoleones y alguna peseta del dinero que le dejó Facundo. Afortunadamente, tenía innumerables objetos de valor que vender o empeñar... Apartada un momento del estado económico, voló a más alta esfera, y de esta descendió, para pensar que debía ir a ver a su madre. Si no la entretenía y embaucaba con cualquier embuste, Manolita vendría en busca de ella; la perseguiría como a una criminal, si no la encontraba... Hasta era capaz de coger un coche y plantarse en la huerta, que bien sabía dónde estaba. La primera vez que Teresa fue a la merienda, hizo la tontería de contárselo a su madre, y describirle el sitio, y darle cuenta de las personas que la invitaron... Por ser ella tan necia, se veía sin libertad. «No se puede ser libre -pensaba-, sino con sombra de hombre».

Encaminose a la calle de Cañizares, donde vivía doña Manuela Pez, y tan recelosa iba de que su madre la detuviera birlándole la merienda en el campo, que de la escalera pensó volverse. No se determinó a retroceder. Subió despacio. Manolita, que desde el balcón la había visto entrar, le abrió la puerta, y llevándola con cierto misterio al cuarto más próximo, le dijo: «¿Tienes algo que hacer hoy por la mañana? ¿Has venido con la idea de quedarte a almorzar conmigo?»... «De aquí -replicó Teresa, encontrando con rápida inspiración la mentira-, pensaba ir a casa del tío Mariano. Quiero zambullir mi espíritu en la alegría de aquella casa, nadar en ella. ¡Cómo están los pobres!

-Pues vete al instante -dijo Manolita, con el delicado y sutil acento que empleaba en los casos de gran oficiosidad-. Espero por la mañana la visita de una persona que viene a tratar conmigo de un asunto... No te lo digo... Ya has comprendido que se trata de ti, ¿verdad? Pues por lo mismo que se trata de ti, no quiero que estés en casa.

-¿La persona que usted espera es hombre o mujer?

-¡Ah, picaruela! sospechas que es Serafina. No... Serafina estuvo anoche dos veces; hoy volverá... Pero no es ella la persona que espero... Y lo repito: no quiero que estés aquí cuando venga... Necesito estar sola... ¡Ay, hija, cuánto tienes que agradecerme!... Otra cosa: como al mediodía tendré que salir y no sé cuándo volveré, no vengas acá hasta la tarde... mejor a la noche... ¡Ay! concédame Dios el poder darte esta noche un notición tremendo... Mucho vales tú, Teresa... pero una suerte tan grande, tan grande, no podrías soñarla...

-Bueno, mamá: ya me lo dirás... ¿De modo que me mandas que me vaya?...

-Sí, sí... pronto... Vete a casa del tío Mariano... Que te convide a almorzar, que bien te lo has ganado... Bueno... no te entretengas... Adiós, hija; hasta la noche».

Vio Teresa el cielo abierto, y no se hizo rogar para tomar el portante... ¡Qué suerte había tenido! Su madre no sólo no la retenía, sino que la echaba... ¿Y qué negocio arduo era el que la viuda tenía que tratar con el desconocido visitante? ¡Ay, ay, ay!... ¿Y por qué no podía estar ella en la casa mientras Manolita conferenciaba? ¡Ay, ay!... ¡Y era ella el objeto de la conferencia!... ¡Y a la noche, notición tremendo! ¡Ay!... Aunque todo esto le resultaba odioso, no cesaba de pensar en ello, siguiendo presurosa su camino en dirección de la calle de Alcalá... Y era la curiosidad lo que la hacía pensar, pensar en lo mismo, apurando toda la lógica para descubrir el pensamiento de su señora madre. Curiosidad era sin duda, y no gusto de aquellas intrigas ni de sus consecuencias... Verdad que el amargor de ciertas cosas no quita el picor del deseo de conocerlas. «Sabiendo lo que es esto -se decía-, lo aborreceré mejor». Gozosa de haber encontrado esta fórmula que armonizaba la virtud con la curiosidad, desembocaba por la calle del Baño para tomar la de Cedaceros, cuando chocó con un objeto duro... tal efecto le hizo ver a O'Donnell el Chico, que venía en dirección contraria.

«¡Teresilla... alto! Ya no te me escapas... Trescientas veces he llamado inútilmente a tu puerta... y ahora... la casualidad te trae a mí.

-Si me hubiera bajado al Prado desde mi casa -dijo Teresa, sin disimular lo que el encuentro la contrariaba-, mejor cuenta me habría tenido... Manolo, por Dios, déjeme seguir mi camino... Vaya; un saludito y cada uno por su lado».

No se avino el joven a esta forma tan simple de separación, y siguió junto a ella protestando de que no era su idea molestarla. Aceleró Teresa el paso, fingiendo mucha prisa; pero Tarfe no se rendía fácilmente, y amenizaba la carrera con estas bromas: «¿Vas a apagar un fuego? Mejor: yo llevo las bombas».

-Manolo, por la Virgen Santísima -dijo Teresa parándose, sofocada-: es usted caballero, y no se obstinará en seguirme cuando yo le suplico que no me siga... ¿Qué quiere de mí?

-Verte, oír tu voz... Hicimos un trato que yo he cumplido fielmente, tú no.

-Yo no prometí nada, Manolo, ni era preciso, porque usted, al conseguirme las credenciales, hacía una obra de caridad, y no quería más recompensa que la satisfacción de socorrer a los desgraciados.

-Teresilla, sabes más que Aristóteles. Si no te quisiera por tus encantos, por tu talento te adoraría, por el salero con que sabes ser traidora, pérfida, ingrata.

-No desvaríe, Manolo, y déjeme seguir.

-Vas aprisa como los que han hecho una muerte: el muerto soy yo.

-Voy aprisa, sí señor; voy fugada.

-¡Fugada!... Llamas tú fugas a las escapatorias de la mujer caprichosa que un día sale a correrla...

-No es escapatoria de un día, Manolo -dijo Teresa con gravedad que dejó suspenso a O'Donnell el Chico-; es para siempre.

-¡Para siempre!

-Y no me verá usted más...

-Si fuera cierto, sería lo más desagradable que pudieras decirme... Pero no es verdad, Teresa. Tú no eres capaz de seguir la senda por donde fueron Mita y Ley. Eres cortesana... Parece que has abandonado tu puesto en la Corte de Venus, y lo que haces es alejarte hoy para volver mañana, y ocupar tu sitio... con ascenso... Cuando parece que bajas, subes, Teresa, y has de ponerte al fin tan alta que desprecies a los pobres como yo... y no podremos ni mirarte siquiera». Dijo esto el pequeño O'Donnell con tristeza. Teresa no le entendía; esperaba que hablase más claro.

«Todo lo que usted me dice, Manolo, es para mí como si me hablara en chino... ¡Yo despreciarle a usted... y por pobre!... ¡Jesús! ¡Vaya con el pobrecito, el hombre de la influencia, el niño mimado de la Unión Liberal, el primero de los hombres públicos. Muy agradecida estoy a O'Donnell el Chico, pues apenas abrí la boca para interceder por tres cesantes, fuí atendida...

-Pero ya no necesitarás recurrir a mí, Teresa. Lo que obtuve yo para tus parientes, te ha de parecer pronto a ti la última de las bicocas... Porque tú, con más facilidad que ninguna otra persona, darás credenciales de Directores Generales, de Gobernadores, ascensos al Generalato y propuestas de Obispos; tú, Teresa, tú... No pongas ojos espantados...».

Decían esto bajando por la calle de Alcalá. La curiosidad que, en forma de brasas, sentía Teresa en su mente, ya levantaba llama. «Explíqueme eso de modo que yo lo entienda -dijo a Tarfe-; y explíquemelo pronto, porque tengo prisa. Voy lejos, y en la Cibeles he de tomar coche, o tartana si la encuentro.

-Yo tomaré la tartana, y te llevaré a donde quieras.

-Eso no... Acompáñeme a pie un ratito, y después cada lobo por su senda... Quiero saber de dónde voy yo a sacar ese poder que usted supone... ¡Qué gracioso!

-¿De dónde?... De tu hermosura, de tu gracia... Eres la mayor farsante que conozco, y la cómica más perfecta. No sé para qué gastas conmigo esos disimulos. ¿Cómo has de ignorar tú que alguna persona de grandísimo poder y de riqueza desmedida te solicita... vamos, pide tu mano para llevarte al altar que no tiene santos?... Hazte la tonta. ¿Crees que me engañas?...

-Pues, hijo, gracias por la noticia de la petición de mano... Pero puede creerme que no sabía nada... ¡Qué risa! ¿Pues así se piden manos sin que los ojos se hayan dicho algo antes? Usted ha perdido el juicio, Manolo.

-Lo perderé por ti, viéndote en manos de las que no podré quitarte. Soy fuerte si me comparas con Risueño, débil si con otros me comparas... ¿Quieres que te diga una cosa, una idea que desde anoche se me ha metido aquí y no puedo soltarla? Pues tú eres el numen de la Unión Liberal, la encarnación de esas ansias de bienestar y de esos apetitos de riqueza que van a ser realizados por mi partido. Tú eres la evolución de la sociedad, que transforma sus escaseces en abundancias con los tesoros que saldrán de la tierra; tú...

-Cállese, por Dios, Manolo... Me trastornaría la cabeza si no la tuviera yo bien firme. ¿Qué tengo yo que ver con tesoros enterrados, ni con nada de eso?

-No diré que por tus propias manos; pero sí que por manos que estarán muy cerca de las tuyas, han de pasar los millones, los miles de millones de la Desamortización.

-¡Jesús, Manolo!

-Sé lo que digo... A tu lado verás nacer y crecer las maravillas del siglo, los caminos de hierro... verás el remolino que hace el oro, girando en derredor de los que lo manejan y hacen de él lo que quieren... ¿Qué mujer podrá, como tú, darse el gusto de ser dadivosa?».

Pudo creer Teresa, en los comienzos de la conversación, que Tarfe bromeaba... Ya creía que mezclaba las burlas con las veras, y que algo había de verdad en aquel fantástico vaticinio. Sin duda, en el conocimiento de Manolo había una certidumbre que en el ánimo de ella sólo era un presagio, más bien sospecha. Cierto que hombres de gran poder político y financiero gustaban de ella; pero ¿en qué se fundaba O'Donnell el Chico para sostener que entre el deseo y la realización había tan poca distancia? Con esto, la curiosidad, que desde la rápida entrevista con su madre prendió en su mente, era ya incendio formidable. Las llamas le salían por los ojos, y por la boca este vivo lenguaje:

«Párese un poquito, Manolo, y, dejando a un lado las bromas, dígame si es verdad eso de la Desamortización; si es un hecho ya, vamos. Porque Risueño decía que la Desamortización es un mito, que es como decir una guasa.

-No es mito, sino dogma, Teresa: pronto será un hecho, y la gloria más grande de O'Donnell y de la Unión Liberal... Con la ventaja de que ya el desamortizar no traerá trifulcas ni cuestiones, porque se hará de acuerdo con el Papa... Ya está negociado el nuevo Concordato. Ríos Rosas y Antonelli han quedado ya conformes. ¿Me entiendes? Concordato es un convenio con la Santa Sede.

-¿Para que desamorticemos todo lo que queramos?

-Para que se venda la Mano Muerta, favoreciendo a la Mano Viva...

Algunos segundos estuvo Teresa como alelada, mirando al suelo... Luego dijo: «Bien, Manolo; me parece bien... Razón tiene usted en adorar a O'Donnell... yo también le admiro, y declaro que es el primer hombre de España.

-Como tú la mujer más simple de todo el Reino, si no me confiesas que eso que has dicho de fugarte y no volver, es un bromazo que quisiste darme. ¡Cómo he de creer yo que desmientes la ley de tu destino en el mundo, y que ahora, cuando la fortuna te da todo lo que ambicionabas... no lo niegues: tú me has dicho que lo ambicionabas... cuando la fortuna viene en busca de ti, huyes tú de ella!...

-Cierto es que tuve mis sueños de grandeza y poder... ¿Quién no sueña, viviendo como vivimos en medio de tantas necesidades?... Pero ya esa racha pasó, ya estoy curada de esos desatinos...

-Esa cura no puede hacerla más que el amor... Pero hay casos en que la salud es tan mala como la enfermedad... o peor... Y yo te digo, con toda la efusión de mi alma: «Teresa, ¿no podrías conciliar la ambición y el amor? Ello es sencillísimo: aceptas lo que los ricos te dan, y me quieres a mí. La riqueza mía es corta, Teresa; lo suficiente para la vida de mediano rumbo que yo me doy... No puedo satisfacer tu ambición... Pero los que pueden satisfacerla no te darán un corazón amante como el mío». Rebelose Teresa contra la profunda inmoralidad que esta proposición envolvía... «Manolo -le dijo-, no es nada caballeroso lo que usted pretende... ¿Quiere que le diga toda la verdad, confesándome con usted como con Dios? Pues sentémonos. Estoy cansada. Se cansa una de andar, de pensar cosas raras: cansa la duda, y cansa el no entender bien las cosas... ¿Con que dice usted que podré yo desamortizar? ¡Qué risa!

-¿No lo crees?

-Juro a usted que no lo creo».

Teresa juraba en falso. Aunque no conocía la tragedia de Macbeth, en su íntimo pensamiento se decía: La ciencia de aquellas mujeres (las brujas) es superior a la de los mortales. Y las brujas del tiempo de estas historias se llamaban O'Donnell el Chico.