Oliverio Twist/I
Entre otros edificios públicos de cierta población, cuyo nombre por muchas razones conviene omitir, y á la que no quiero asignar ninguno imaginario, había un establecimiento, común á la mayoría de las ciudades grandes ó chicas: un asilo de mendigos; y en esta casa nació, en día y fecha que no creo que interese tanto al lector que deba yo quebrarme la cabeza en recordarlo, el mortal cuyo nombre se indica en el epígrafe del presente capítulo. Algún tiempo después de ser sacado por el médico de la Hermandad á este mundo de pesares y molestias, dudábase aún si aquella criatura llegaría á llevar un nombre, y en este caso considere el lector como lo más probable que estas Memorias no habrían sido publicadas, á menos de reducirse á
un par de páginas y constituir la muestra más concisa y fiel de las biografías existentes en edad y país algunos.
No se crea que estoy dispuesto á sostener que el haber nacido en un Refugio constituye la circunstancia más venturosa y envidiable que pueda recaer en una criatura humana; pero permítaseme afirmar que en nuestro caso concreto esta circunstancia fué la mejor entre todas las cosas que podían haberle ocurrido á Oliverio Twist.
El hecho es que hubo grande dificultades para inducir á Oliverio á que respirase por sí mismo—operación sumamente molesta, pero que se ha hecho indispensable para nuestra dichosa existencia terrenal,—y más de una vez le abandonaron sobre un jergón desigualmente colocado entre esta vida y la otra, porque la balanza se inclinaba decididamente hacia la otra.
Pues bien; si durante este breve período Oliverio hubiera estado rodeado de cariñosas abuelas, solícitas tías, experimentadas ayas y doctores de profunda ciencia, lo más inevitable é indudable es que hubiera muerto en poco tiempo.
Pero no teniendo más que una pobre vieja por asistenta, vieja que había hecho estrecha alianza con la cerveza, y un médico-cirujano que ejercía su profesión en la casa mediante un contrato ó iguala, Oliverio y la Naturaleza lucharon frente á frente sin intermediarios ni auxiliares. El resultado fué que después de varios combates Oliverio estornudó, respiró, y procedió á noticiar á los inquilinos del Asilo el hecho de que una nueva carga había caído sobre la Parroquia ó Hermandad, lanzando un lamento de que no hubiera creído nadie capaz á un varoncito que poseía el uso de la voz sólo desde hacía tres minutos y cuarto.
En cuanto Oliverio dió la primera gallarda prueba del uso expedito de sus pulmones, la colcha de mosaico tendida descuidadamente sobre la cama de hierro próxima se agitó levemente, una cara pálida de mujer joven se alzó un tanto de la almohada, y una voz débil articuló:
—¡Permítaseme ver al niño antes de morir!
El médico estaba sentado junto al fuego, dando á sus manos un calentón y un frote alternativamente. Cuando la joven habló se levantó, acercóse á la cabecera de la cama, y con más bondad de la que parecía poder esperarse de él exclamó:
—¡No hable usted aún de morirse!
—¡Oh, no; bendito sea Dios! ¡No; no hay que hablar aún de morirse!—añadió la enfermera ó asistenta metiendo apresuradamente en el bolsillo una botella de vidrio verde, cuyo contenido había estado saboreando aparte con evidente satisfacción.—¡Bendito sea Dios! Cuando haya usted vivido tanto como yo, haya tenido trece hijos, y todos hayan muerto, excepto dos que están conmigo en el Asilo, sabrá lo que es bueno. Piense usted que es madre y que tiene que amamantar á ese tierno corderito.
Aparentemente, este consuelo no produjo efecto. La paciente meneó la cabeza y sacó fuera del embozo los brazos para coger la criatura, que depositó en ellos el médico parroquial; imprimió sus amoratados y yertos labios en la frente del nene, acarició el rostro infantil con ambas manos, miró tristemente en derredor, inclinó la cabeza y murió.
—¡Esto se acabó, señora Thingummy!—dijo el cirujano.
—¡Ah! ¡Pobre muchacha; así es!—replicó la asistenta cogiendo el tapón del botellín verde, que se había caído en la cama al inclinarse ella para coger el niño—. ¡Pobre mujer!
—No necesita usted mandarme aviso si el niño llora—dijo el médico con tono resuelto poniéndose los guantes—. Es muy posible que sienta algunos dolorcillos y molestias; pero le da usted una sémola clara, y nada más.—Luego, mientras se dirigía pausadamente hacia la puerta, añadió:—Era una mujer muy agradable. ¿De dónde venía?
—La trajeron anoche por orden del Inspector—respondió la vieja—. Estaba acostada en la calle. Parece que había caminado mucho, pues sus botas estaban despedazadas; pero de dónde venía y adónde iba, nadie lo sabe.
El médico se inclinó sobre el cadáver, levantó la mano izquierda y murmuró:
—¡La historia de siempre! Veo que no estaba casada. ¡Buenas noches!
El cirujano se fué á cenar, y la asistenta, después de aplicar de nuevo á sus labios la botella verde, se sentó cerca del fuego y procedió á fajar á la criatura. ¡Qué excelente muestra del mágico poder del vestido presentó el joven Oliverio! Envuelto en la cubierta que fué su único traje hasta entonces, podía haber sido hijo de un noble ó de un pelgar: el más avisado de los extraños no hubiera podido fácilmente asignarle su verdadera posición social; pero luego, envuelto en aquellos pañales, amarillentos por el uso, estaba clasificado y marcado: era el hospiciano, el huérfano nacido en un asilo de mendigos, el humilde ganapán despreciado por todos y por nadie compadecido.
Oliverio lloró fuertemente. Si hubiera sabido que era huérfano y que estaba destinado á ser criado de caridad por gentes extrañas é indiferentes, acaso hubiera chillado más.